Opinión

Cuando tu voto y el mío sean considerados en el cómputo oficial y nos digan que el conteo ya está al 100 %, los resultados serán ilegibles para ti y para mí. Podremos ver a un candidato encima del otro, tener la sensación de que ya existe un ganador, celebrar, enfurecernos, hacer lo que queramos; sin embargo —aun en ese momento— todo será fantasioso, un espejismo, una ilusión óptica.

El hecho se debe a que varias actas que contienen bolsones de voluntades populares a favor de Keiko Fujimori se están quedando al margen del conteo y están yendo a parar a las manos del Jurado Nacional de Elecciones, donde ni tú ni yo podremos saber qué hacen con ellas. Se van hasta allá porque los personeros del partido de Vladimir Cerrón las impugnaron, aduciendo ilegibilidad, como si se hubieran quedado miopes frente a su derrota.

Todas estas actas «ilegibles» para los lapicitos deberían ser vigiladas con más ferocidad, no solo por los personeros de Fuerza Popular; sino por los observadores internacionales que han venido al Perú para cumplir esa misión. Pero no, tal parece que a lo que en verdad vinieron fue a pasear y a tomarse un pisco sour porque hace unas horas los enviados de la OEA, por ejemplo, colgaron un video donde prácticamente el jefe se despide diciendo, a groso modo, que la jornada electoral fue muy bonita y que le encantó ver «indígenas y afroperuanos».

La diferencia de votos entre Keiko Fujimori y Pedro Castillo es demasiado estrecha. La situación es delicada como para subestimar los actos irregulares que sucedieron durante la elección: posesión ilícita de cédulas, personeros fungiendo de miembros de mesa, impugnaciones sospechosas, etcétera y etcétera. Si no se garantiza transparencia y trabajo serio de ahora en adelante, la cosa se puede salir del control. Es importante que nuestras autoridades electorales escuchen los pedidos que hacen los ciudadanos. Ya hay uno que propone televisar las sesiones de impugnación de las actas del proceso electoral. Es una idea buena y viable. Se trata de defender los votos de todos, hasta de quienes fueron a ejercer su derecho acompañados de un balón de oxígeno. Es hoy o nunca.

8 DE JUNIO DEL 2021

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Actas ilegibles, Elecciones 2021, Personeros

Aún nada está dicho. Al momento de escribir esta columna, la ONPE llevaba contabilizado el 94% de las actas (97% del Perú) y asomaba Castillo como ajustado ganador. Falta aún contabilizar las actas más alejadas de provincias, que deben favorecer a Castillo, y el 78% de las actas del extranjero, que deben favorecer a Keiko.

Habrá que esperar al 100%. El 2016, el conteo rápido de Ipsos le otorgó a Kuczynski una ventaja respecto de Keiko de 1% (50.5 versus 49.5%) y el resultado final de la ONPE terminó siendo 50.12% a favor de PPK y 49.88% para Keiko, una diferencia de apenas 0.24%. Anoche el conteo rápido ha dado una ventaja de 0.4% a favor de Castillo (50.2% Castillo, 49.8% Keiko). Matemática e históricamente se puede revertir.

En cualquier caso, lo relevante en estos momentos de zozobra y tensión por la incertidumbre del resultado, es justamente necesario hacer hincapié en el imperativo ciudadano de respetar los resultados sean cuales sean los mismos.

Personalmente, como consta a mis lectores, he considerado y considero que un eventual triunfo de Castillo, aún en su escenario moderado causaría enorme perjuicio al país, económica y políticamente. Y si opta por el camino radical, la catástrofe sería inminente.

Pero no obstante ello, si termina ganando la elección, pues habrá que dar la batalla para que se respete el resultado y los sectores termocéfalos de la derecha (civiles y militares), no crean que la Constitución se puede pisotear si no sale elegido el candidato de sus preferencias.

Solo cabría un “golpe restaurador” si Castillo se aparta de la Constitución, aplasta las instituciones democráticas y nos pretende llevar a la deriva venezolana. Mientras eso no ocurra, los cuarteles deben guardar cívico silencio verbal y práctico respecto de la voluntad popular expresada ayer en la segunda vuelta electoral.

Las responsabilidades de lo sucedido anoche, con la altísima votación de un candidato radical, improvisado y mediocre, son de muchos, pero entre otros, en gran medida, de la conducta secular de quienes ahora gritan histéricos y tocan descaradamente las puertas de los cuarteles.

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Elecciones 2021, IPSOS

Lo único cierto que tenemos hoy lunes 7 de junio es que no tenemos presidente. ¿Qué pasó en esta semana que no hizo posible la remontada de nadie? Tratamos de descifrar este acertijo.

Son las 6 de la mañana y al momento del cierre de este artículo la distancia por la que Fujimori separa a Castillo es de apenas 100,000 votos. El problema para Fujimori es que hace unas pocas horas era bastante más amplia la brecha. El problema para Castillo es que mientras más avance el ingreso de datos, más se normaliza y menos probable que la alcance.

¿Deja vu? Esto lo vivimos hace cinco años con la misma intensidad que ahora, solo que con mayor lentitud en el ingreso de los datos. En aquella ocasión PPK peleó con Fujimori voto a voto y se hizo de la elección con solo 42 mil votos de diferencia. ¿Pasará algo similar? ¿A favor de quién?

Esa predicción es complicada de hacer ahora mismo. Consideramos que por la dinámica de ingreso de datos y de lo cerradas de las cifras, recién al 95%-96% podremos tener un mejor panorama de quién será el presidente del bicentenario.  Por ahora, aterricemos como llegaron en esta última semana.

Las últimas encuestas publicadas daban cuenta de algo que no se había logrado visibilizar hasta este momento: Fujimori pasaba a Castillo. En empate estadístico feroz, pero la pasaba. Es decir, sin poder precisar la posición específica, la tendencia de los datos hacía que se pudiera presagiar una llegada más cómoda del fujimorismo al día D. Con debate no incluido en la evaluación encima, donde la mayoría de los analistas presagiaba que sería a favor de la candidata de Fuerza Popular, lo que le haría ganar un par de puntos adicionales.

Aparentemente así fue. Reportes de encuestas privadas dejan ver que no se detuvo la mínima pero creciente remontada fujimorista al menos hasta el jueves. A partir de allí parece que Castillo retomó algunos puntos perdidos y volvió a emparejar el conteo hacia el sábado. ¿Qué pasó?

A nivel simbólico, el remate de campaña de Fujimori no le jugó a favor. El último día de apariciones públicas, estar en los programas de magazine mientras que Castillo regresaba a su tierra generó -otra vez- un contraste innecesario de la fuerza mediática que acompañaba a Fuerza Popular. Incluyendo la aparición con su familia y sus hijas menores a las que ya había decidido incorporar en sus apariciones públicas (recordar el viaje a Chincha cuando se le vio con su hija mayor).  La incorporación además de la frase “palabra de mamá” fue extraña, contraproducente, pues fue la misma candidata la que metió en la campaña de una manera torpe el tema de las esterilizaciones forzadas. Otra vez la figura de David y Goliath se hizo presente.

Sumado a ello, la derrota aplastante de la selección peruana, un símbolo del que el equipo de campaña naranja se apropió, pudo haber generado una sensación de malestar y fastidio por el tema. Finalmente, la última de todas las juramentaciones que hizo, acompañada de Vargas Llosa, Cateriano, Leopoldo López, entre otros, nos genera la duda de si es que le sumó o restó.

En el aspecto simbólico, nos preguntamos si Fujimori no llegó al tramo final sumando negativos que al final le jugaron en contra. No logró recomponer la credibilidad que nunca llegó a tener y por lo tanto todos estos gestos se pudieron evaluar como falsos.

Desde el lado que -por como se planteó la campaña- tenían mejor desarrollado, también consideramos que tuvieron una parada en seco: la apelación al racional. Los últimos dos días fueron muy racionales y se metió en el debate la consideración de las implicancias del voto por Fujimori. Los endosos que algunos se animaron a hacer como Ed Málaga, también lograron acercar esa diferencia que Fujimori había logrado consolidar. La publicación de la encuesta del viernes con un evidente empate activó más aún la relevancia del voto antifujimorista.

En la vereda del frente después de un inicio de semana para el absurdo, con la presentación de un nuevo equipo técnico (?) y un “infiltrado”, le supieron poner paños fríos, aislaron al candidato y esperaron. La remezón de que era Cerrón el que dirigía el cierre de campaña parece que tampoco les afectó. No se aprovechó tampoco en suficiencia un discurso de cierre de campaña que tuvo varias “perlas”. Preferir darle toda la cobertura a Fujimori tuvo su consecuencia.

Lo que se viene es de pronóstico muy reservado. Nadie está en capacidad, salvo la ONPE, de dar un ganador de manera precisa. Anoche tuvimos tres resultados: el boca de urna, el conteo rápido (ambos de Ipsos) y los primeros resultados (ONPE).

EL boca de urna es una encuesta a la salida de los locales de votación. Tiene mucho error no muestral y suele ponderarse con el simulacro del día previo. En dicha encuesta, Fujimori ganaba por 0.6%.

El conteo rápido es levantamiento de información sobre la base de actas de mesas. Se muestrea, por lo tanto mesas y es información más confiable. En este indicador, Ipsos dio empate también, aunque con Castillo adelante por un muy ligero margen. Y los primeros resultados de ONPE daban ganadora a Fujimori como era predecible.

Como presentíamos, llegamos al final con más dudas que certezas. No hay un ganador claro. Nadie logró dispararse. Tenemos que esperar los resultados oficiales sí o sí. El resto es especulación. Lo que falta contarse en el Perú es mucho rural y en el extranjero casi todo. De esas sumas y restas saldrá el o la presidente del Perú.

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Antifujimorismo, Elecciones 2021, ONPE

Es curiosa la manera tan distinta que tiene cierto sector de la izquierda para juzgarse a sí misma y para hacerlo con los de la otra orilla. Ella sí es capaz de tragarse los sapos de votar por un candidato que difiere radicalmente de sus propuestas más moderadas, soslayar las barbaridades conservadores que ese candidato ha esbozado en materia de políticas de género, pasarse por alto la pavorosa improvisación demostrada en la campaña y que no augura un buen gobierno, y llama a su voto por él voto vigilante y crítico. Un voto límpido y digno.

Pero cuando desde la derecha, los sectores más liberales y progresistas, no fujimoristas, expresan igualmente un sentido crítico y vigilante respecto de su voto por Keiko Fujimori, a sabiendas de sus pasivos históricos (de los 90 y de los últimos cinco años), pero evalúan que dadas las circunstancias es imposible que se reedite un escenario autoritario, allí los militantes de la izquierda solo ven cinismo y complicidad.

Por supuesto, importa poco la intolerancia de un sector que se ha desnudado en su verdadera opción apoyando sin cautelas reales a un candidato como Castillo, pero es importante anotarlo y subrayarlo, para dejar expresa constancia de las inconsecuencias y acomodos intelectuales que han debido hacer para justificar su voto.

Es mucho menos grande el abismo moral e intelectual que un derechista liberal debe saltar para expresar su voto por una candidata que propone la manutención del modelo económico que tanto éxito ha tenido en el Perú, que el que trasponen los izquierdistas dizque moderados para inclinarse por un candidato que promete llevarnos a la deriva socialista autoritaria (que al final no vaya a poder hacerlo es otro cantar) y que no ha dado muestra de enmienda alguna durante la campaña.

La única manera de construir un país desarrollado pasa por seguir la senda del capitalismo competitivo y por la construcción de un Estado eficaz e inclusivo en cuatro materias básicas: salud, educación, seguridad y justicia. A la vez, el camino de la estatización de la economía, la sobrerregulación de los mercados, la reversión del libre comercio y la erección de un Estado empresario, no solo será un fracaso económico que llevará a millones de peruanos a la pobreza, sino que, consustancialmente, necesitará de la disposición creciente de un Estado políticamente autoritario para poder perpetrar sus propósitos.

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6 de junio, Elecciones 2021

Gratifica y motiva ver proyectos culturales apoyados por centros estatales culturales. Es el caso de Petroperú y su editorial Copé, con el libro 21. Relatos sobre mujeres que lucharon por la Independencia del Perú, con selección y prólogo de José Donayre Hoefken. Tuve el placer de presentarlo esta semana.

La originalidad de la propuesta se encuentra en la gran creatividad de diversas narradoras contemporáneas que dan voz a muchas heroínas que se manifestaron en contra de las injusticias y apoyaron la causa noble de la libertad.

El número en el título del libro se refiere a la “Colección Siglo 21” de la editorial y recoge 22 textos de escritoras contemporáneas con personajes femeninos de bagaje histórico. Estos personajes se ficcionalizan a partir de tres referentes históricos: la rebelión organizada por José Gabriel Condorcanqui y Micaela Bastidas (1780), las insurgencias ocurridas entre el grito de Tacna con las acciones de los hermanos Angulo (1814-15) y, por último, la Independencia propiamente dicha, desde el desembarco de Paracas por el general San Martín (1820) hasta las batallas de Junín y Ayacucho (1824).

Las veintidós escritoras desarrollan a sus personajes desde cuentos que tienen que ver con prendas íntimas de vestir hasta alusiones a referencias públicas e históricas, pasando por ficcionalizaciones de entrevistas que muestran la vitalidad de los personajes, su astucia y sobre todo su convicción moral, emocional y libertaria. 21. Relatos sobre mujeres que lucharon por la Independencia del Perú celebra en este Bicentenario a quienes ocuparon un rol fundamental en nuestra emancipación. Asimismo, cabe destacar que el orden de los relatos es según el suceso histórico que se evoca.

El libro incluye textos de Carolina Cisneros, Jessica Rodríguez, Rossana Sala, Andrea Rivera, Bethsabé Huamán, Yeniva Fernández, Rocío Qespi, Micky Bolaño, Alejandra P. Demarini, Marissa Bazán, Rosalí Leon-Ciliotta, Victoria Vargas, Lucía Noboa, Karen Luy de Aliaga, Marie Linares, Lucy Fernández, Sophie Canal, Ángela Luna, Leslie Guevara, Claudia Salazar, Kathy Serrano y Angelita Velásquez.

Cada uno de los relatos nos lleva por distintas esferas, diálogos entre personajes históricos y ficcionalizados y constituye la voz de muchas de estas mujeres que han sido de alguna u otra manera silenciadas, calladas y ninguneadas. 

 Conocemos así a estas heroínas mediante la creatividad de las autoras, al desplegar mundos imaginarios en los cuales las mujeres ocupan un rol protagónico y son las pioneras, las guerreras y las forjadoras de una nueva visión de mundo donde la libertad y la emancipación son el motor y motivo de la existencia.

 Juana Moreno, Micaela Bastidas, Tomasa Tito Condemayta, Gregoria Apaza, Cecilia Túpac Amaru, Marcela Castro Puyucahua, Margarita Condori y Manuela Tito Condori, Manuela Sáenz, entre otras, lideran una causa a fin de mejorar nuestra calidad de vida. Estas heroínas ayudan en la independencia de nuestro país; desde sus espacios remotos encaran el objetivo de liberarse de la colonización.

 Gracias a publicaciones como esta podemos conocer más de lo nuestro y acercarnos a la historia depurando visiones y mostrando de manera más humana y reivindicadora la situación de las mujeres. Cada uno de estos relatos nos abre una realidad poderosa, donde las protagonistas son mujeres valientes y rebeldes, pero también trabajadoras humildes. Además de celebrar a cada una de estas autoras en el libro, quiero reconocer el aporte del crítico José Donayre Hoefken.

 Ojalá que el destino político de nuestro país que se juega hoy siga apoyando este tipo de publicaciones y que se continúen visibilizando los aportes que nos enriquecen como nación en camino al Bicentenario.

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Historia, Literatura

Un domingo como hoy, hace 31 años, a las 4 de la tarde, las empresas encuestadoras anunciaron por televisión lo que ya se avizoraba semanas atrás: el outsider de origen japonés, Alberto Fujimori, un ilustre desconocido, derrotó cómodamente al célebre escritor Mario Vargas Llosa, representante de la derecha neoliberal, quien contaba con el respaldo del poder económico y había sido ungido como “salvador del Perú” en circunstancias en las que el país atravesaba por la peor crisis económica y política de su historia republicana.

Muchos hemos reparado en las similitudes entre aquella segunda vuelta y la que transcurre el día de hoy. También esta vez, hemos visto enfrentarse a una candidata que cuenta con el respaldo de los poderes fácticos a otro salido de la nada; también está vez, la estrategia de dichos poderes ha sido la demolición política del adversario y el país se ha dividido, en el imaginario y en la realidad, de la misma manera como lo separaron, hace siglos, los virreyes peninsulares: una república para los españoles y otra para los indios.

Existen, además, algunas paradojas notables entre ambos procesos. La principal es cómo el apellido Fujimori ha modifica su rol, desde el sorprendente outsider, protagonizado por papá Alberto en 1990, una suerte de candidato de los desvalidos, hasta la implacable candidata de los poderosos que hoy personifica su hija Keiko. También es paradójico ver a Mario Vargas Llosa sumido en el limbo de la ambigüedad y apoyar al fujimorismo que siempre deploró por corrupto y autoritario, so pretexto de combatir el comunismo. El novelista, 31 años después, parece situarse en la misma posición ideológica ¿lo está realmente?

Luego llaman la atención ciertas diferencias entre una circunstancia y la otra. En 1990 no hubo cuco comunista y el racismo antijaponés, chino y anti todo lo que no sea blanco fue mucho más explícito -31 años después algo se le disimula, después de todo- como si los defensores de Vargas Llosa desconociesen las reglas matemáticas más sencillas. Esta vez se instauró el terruqueo general, no solo en contra del provincianísimo candidato de un partido de izquierda radical, sino en contra de todo aquel al que se le ocurriese anunciar en sus redes que eventualmente votará blanco o nulo el día de hoy.

Una diferencia fundamental, entre ambos procesos, es que hace 31 años no era tan malo ser de izquierda; al contrario, fue por eso que la victoria de Alberto Fujimori estuvo cantada desde el 8 de abril de 1990, tras conocerse los resultados de la primera vuelta. El APRA y las dos izquierdas de entonces, juntos, habían obtenido 30% de los votos, los que se endosaron completos al outsider japonés para evitar que triunfe el proyecto neoliberal de Vargas Llosa. Fue la última trinchera victoriosa de la izquierda -cuando el PAP todavía se situaba dentro de su espectro y el muro de Berlín mantenía de pie buena parte de su trazo- pero fue inútil, días después de asumir la presidencia, Fujimori adoptó el modelo del vaquero Reagan, George Bush padre y la Dama de Hierro Thatcher.

Al anochecer del 10 de junio de 1990, hace 31 años, con el gesto afligido, Vargas Llosa se dirigió a las masas frenéticas en Miraflores. Como nunca las clases acomodadas se habían movilizado políticamente y habían convertido a “Mario” en un líder casi mesiánico, lloraban, gritaban y clamaban por un golpe de estado. Pero “Mario”, al fin y al cabo, era un demócrata cabal y adhería a las libertades políticas tanto como a las económicas. Entonces hizo un llamado a la calma, al civismo, al respeto de la voluntad popular expresada en las urnas e instó a las miles de personas congregadas en el frontis del local del Fredemo a volver a casa, en orden y tranquilidad, así lo hicieron.

En pocas horas tendremos resultados y un ganador o ganadora; por eso es fundamental que los actores políticos de hoy actúen, al momento de saberse los resultados, como lo hicieron sus pares de 1990. La voluntad popular se está expresando en estos momentos. No solo debemos respetarla, también debemos otorgarle al candidato o candidata triunfador/a la oportunidad de superar todos los miedos que nos han infundido en una campaña para el olvido y ejercer el periodo de gracia que todo gobierno requiere para organizarse y merece en virtud de nuestro contrato social. Solo después debe activarse la vigilancia ciudadana para continuar defendiendo y construyendo una democracia como la nuestra, que nos cuesta la calle, en largas jornadas de lucha y resistencia civil.

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Alberto Fujimori, Elecciones 2021, Mario Vargas Llosa

Debería quedar claro, a partir de esta elección, que los sectores populares necesitan algo más que solo ingresos económicos. Si solo fuera ello, bastaría la disminución de la pobreza monetaria de 58.7% a 20.2% de la población entre el 2004 y el 2019, o de la extrema pobreza, en el mismo lapso, de 16.4 a 2.9%, para suponer que habría pleno consenso respecto del establishment.

Es verdad que en el último año, producto de la pandemia, la pobreza general ha crecido a 30.3% y la extrema a 6.3%, un retroceso de casi diez años, pero no basta ello como factor explicativo del descontento ciudadano que ha impregnado esta elección y que explica en gran medida el voto duro detrás de Pedro Castillo.

Hay un reclamo por ciudadanía. Y ello pasa por sentirse incluido en la sociedad formal, por sentirse parte del colectivo. Y no hay manera de que eso ocurra mientras subsistan las groseras desigualdades que hay en materia de salud, educación, seguridad y justicia. En términos económicos, en las últimas décadas se ha reducido la desigualdad económica, pero la desigualdad institucional que se menciona en los cuatro criterios señalados, debe haber aumentado de manera considerable.

Es tarea del próximo gobierno reducir esa brecha lacerante de ciudadanía. No podemos llamarnos república en formación si no atendemos, con carácter de prioridad, esos elementos básicos de la vida social. Jamás seremos país desarrollado mientras un pobre no reciba atención médica de primer orden, educación competitiva, mínima seguridad vital y acceso a un sistema judicial que no lo discrimine por no tener recursos económicos.

Todo ello no pasa por destruir el mercado, sino por apoyarse en él para construir un Estado mínimamente eficaz y transparente. En los últimos 20 años, la recaudación fiscal ha crecido cuatro veces y la burocracia lo ha hecho 10 veces -señala un informe de Lampadia-, y no se considera en ese aumento de personal un solo profesor, médico, enfermera, policía o militar. Son burócratas de escritorio que han engrosado las filas del aparato estatal seguramente en base al clientelaje político de los distintos últimos gobiernos. No ha crecido el Estado sino que ha engordado, siendo incapaz de brindar servicios ciudadanos de calidad. Ese Estado debe ser disuelto y construir uno moderno e inclusivo, cabalmente democrático.

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Desigualdad, Elecciones 2021, Pobreza

El crítico literario Jose Carlos Yrigoyen dijo alguna vez que en las novelas de Santiago Roncagliolo se cumple «una regla donde lo trivial, lo frívolo y lo predecible se imponen». Y no es otra la impresión que he tenido al terminar de leer su última novela “Y líbranos del mal”.

La falta de originalidad del autor se evidencia desde el mismo título, usado tantas veces en otras obras que describen males presentes en el seno de la Iglesia católica, en especial el excelente documental “Deliver Us from Evil” (2008) de Amy Berg, que aborda el abuso clerical al hilo de una entrevista con el P. Oliver O’Grady, un pederasta en serie que actuó en la arquidiócesis de Los Angeles (California) y que se retiró a vivir a Irlanda después de purgar condena en cárceles de Estados Unidos.

El punto de partida de Roncagliolo es sospechosamente muy parecido al de “Sepulcros blanqueados”, otra novela inspirada en el Sodalicio y publicada el año pasado por el psicoterapeuta y ex-sodálite Gonzalo Cano, quien además es primo hermano del escritor. En ambas novelas, el hijo de un hombre que ha emigrado del Perú a los Estados Unidos regresa a Lima para averiguar sobre el oscuro y misterioso pasado de su progenitor. Mientras que en la novela de Cano el padre se suicida al principio, en la novela de Roncagliolo está vivo y se llama Sebastián Verástegui, pero por motivos desconocidos no quiere volver a pisar Lima en su vida y, cuando su madre (Mamá Tita) enferma gravemente, envía a su hijo a la capital peruana para que éste cuide de su querida abuela. En ambas novelas el pasado oculto y secreto del padre está vinculado a una orden religiosa de características sectarias, en las cuales él mismo habría cometido abusos sexuales.

Pero mientras que la novela de Cano se desarrolla como un thriller policíaco que sigue a tres personajes, sumidos en una atmósfera de miedo y angustia, en la novela de Roncagliolo el miedo no está tan presente, sino más que nada los silencios reveladores y el temor de quienes rodean al protagonista respecto a que éste descubra la verdad sobre su padre.

Durante los dos primeros tercios de la novela el autor nos da algunas pistas, algunos indicios, sugiere sospechas, pero poco llegamos a saber sobre la organización sectaria que está detrás del meollo. En una trama predecible, cansina y cargada de clichés literarios y lugares comunes, Roncagliolo nos narra las peripecias de Jimmy Verástegui en un ambiente burgués limeño de clase media acomodada, ubicado en una zona urbana entre San Isidro y Miraflores, donde conocemos a algunos personajes que le revelan información sobre la institución a la que perteneció su padre, antes de callar definitivamente. Aquí no llegamos a enterarnos de ningún abuso concreto que se haya realizado en la organización, no obstante que ya se nos adelanta que efectivamente habrían ocurrido.

Es en la tercera parte donde Roncagliolo busca poner la carne en el asador, pero la pone mal, pues lo que al final llegamos a saber parece sacado de un thrilller comercial hollywoodense o de un cómic barato de kiosko. Pues la organización religiosa descrita por Roncagliolo se parece poco o nada al Sodalicio en que se inspira. Los personajes basados en los abusadores Jeffery Daniels (Sebastián Verástegui), Luis Fernando Figari (Gabriel Furiase) y Germán Doig (Paul Mayer), las víctimas inspiradas en Rocío Figueroa (Marisa Vega) y Álvaro Urbina (Daniel Lastra), el periodista inspirado en Pedro Salinas (Julián Casas) no se asemejan a sus originales ni por asomo, al contrario de lo que ocurre en la novela de Gonzalo Cano, donde los personajes ficticios son retrato fiel de las personas reales en las que se basa. Roncagliolo, en cambio, se limita a poner en escena personajes planos sin mayor profundidad.

No le niego al autor, como novelista, su derecho a escribir las ficciones que le vengan en gana. Pero en una buena novela el escritor recurre a la invención literaria para profundizar mejor en una realidad que la pura documentación testimonial no logra reproducir plenamente. Además, Roncagliolo presenta como parámetro de su ficción realidades sociales que supuestamente existen. Sus descripciones de los ambientes neoyorkinos y de la burguesía limeña se mueven dentro del marco de una descripción naturalista que busca reflejar aspectos de la realidad. Pero yerra el blanco cuando intenta recrear los ambientes de esa orden que supuestamente tendría como modelo al Sodalicio. Más aún, traiciona la veracidad de los testimonios de abusos al hacer interpretaciones personales que resultan deshonestas y ofensivas para las víctimas. ¿Tiene sustento en la realidad presentar a quienes sufrieron abusos en el Sodalicio como una camarilla de compadres que se juntan solo entre ellos para contarse sus historias consumiendo cerveza y whisky hasta la ebriedad en reuniones parrilleras? ¿Existen fundamentos para presentar a Daniel Lastra —el avatar de Álvaro Urbina— como alguien que sólo busca figuración a través de sus denuncias, que es un homosexual que en cierto momento intenta seducir a Jimmy Verástegui y que anteriormente había tomado la iniciativa en la seducción de su padre Sebastián —avatar de Jeffery Daniels—, mientras que éste había intentado resistirse a los avances del joven muchacho, pero finalmente había cedido a la tentación? Sin contar con que el abuso sufrido por Marisa Vega —tomado del testimonio de Rocío Figueroa en “Mitad monjes, mitad soldados”— es narrado con tal ligereza y superficialidad, que el lector termina preguntándose si lo que se describe es verdaderamente un abuso o una exploración de la sexualidad en personas adultas.

Además, no llegamos a saber en concreto cuáles fueron los abusos sexuales, porque Roncagliolo simplemente no los cuenta ni detalla. Nada de nada. En ese sentido, la novela es casi pudorosa, decentemente burguesa, sin descripciones gráficas que puedan incomodar a la multitud de lectores dispuestos a pasar el tiempo con una novela de digestión fácil y complaciente.

Como resultado, los abusos sexuales parecen evaporarse en la incógnita del quién sabe, pues lo que se ve en la novela de Roncagliolo es una institución religiosa donde había relaciones homosexuales consentidas entre algunos de sus miembros. La manipulación psicológica —favorecida por la asimetría en las relaciones jerárquicas—, el control mental producto del lavado de cerebro, el miedo solapado inculcado en los miembros de la organización, todo ello está ausente del relato, probablemente porque el autor no entiende cómo ocurrieron esas cosas. Tampoco llegan a entenderse los daños que puede generar el abuso sexual en los afectados. En la novela, el personaje de Tony “El Vaquero” es presentado como aquel que mayor daño psicológico ha sufrido en lo personal por algo ocurrido cuando tenía como compañero de andanzas en el barrio a Sebastián Verástegui. Pero nunca llegamos a enterarnos de qué es lo que efectivamente le sucedió.

No puedo sino estar de acuerdo con lo que José Carlos Yrigoyen escribe en su columna de crítica literaria en El Comercio: «Más que ser una novela sobre el abuso sexual, la ligereza con que Roncagliolo asume sus materiales hace de “Y líbranos del mal” la crónica de un triángulo gay con música de denuncias de fondo. Se restringe a detallar los celos y venganzas de Sebastián, Daniel y Furiase; prefiere no ahondar en el infernal mundo que los rodea, el cual apenas podemos adivinar o imaginarnos, pues Roncagliolo, por razones misteriosas, ha escogido ocultarlo».

Al final, el autor no llega a profundizar en la temática del abuso. Su novela no sirve para entenderlo a mayor cabalidad, pues queda reducido a un acontecimiento impreciso, subjetivo y —por qué no decirlo— banal. Qué más se puede esperar de una narrativa que hace de la ligereza y la frivolidad su bandera, su estilo, su atractivo, su gancho para embelesar a lectores poco exigentes.

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Abuso, Literatura, Santiago Roncagiolo

Quienes participamos en marchas de protesta pacífica desde los años noventa y hasta ahora -no considerar, en el inevitable recuento mental, el desubicado muestrario de camionetones convocado hace una semana por Beto Ortiz, que más parecía un banderazo futbolero, con grupitos de gente conversando, mascarillas abajo y latas de Pilsen en mano-, sabemos que las consignas son elementos infaltables, que dan vida y sentido a cualquier movilización política ciudadana, tanto como los bosques de banderas, los carteles hechos a mano y, desde hace relativamente poco tiempo, los muñecones gigantes, las representaciones alegóricas, las vuvuzelas y los enérgicos conjuntos de tambores que acompañan con estruendosas batucadas el paso firme de los marchantes.

Una de esas consignas, probablemente la más universal y antigua, es título y coro de una canción que condensa mejor que ninguna otra el espíritu combativo y a la vez solidario de toda lucha social. El pueblo unido jamás será vencido (la canción) recorrió el mundo entero gracias a las dos agrupaciones más importantes del movimiento conocido como la Nueva Canción Chilena: Quilapayún e Inti Illimani.

Ambos conjuntos de folklore latinoamericano fueron activos propagandistas de los ideales de la izquierda socialista de Chile entre finales de los sesenta e inicios de los setenta y participaron en muchos eventos de apoyo a Salvador Allende, tanto en la campaña que lo llevó a la presidencia como en los difíciles tiempos que siguieron al golpe de Estado que lo depuso aquel funesto 11 de septiembre de 1973, en que las huestes del dictador Augusto Pinochet se hicieron del poder a patada y balazo limpio.

Precisamente, en uno de aquellos recitales de activismo cultural y político fue que nació este himno que, con solo una frase, resumió la decisión popular de hacer a un lado la pasividad cuando las cosas rebasan ciertos límites. En agosto de 1973, en una manifestación por los derechos de la mujer en Santiago, el septeto Quilapayún estrenó este cántico ronco cuya letra ha sido incluso traducida a idiomas tan disímiles como finés, egipcio, ruso o francés.

Tras el batacazo de la satrapía pinochetista, muchos artistas tuvieron que huir de Chile para evitar ser encarcelados y/o asesinados. Entre ellos, los músicos de Quilapayún e Inti Illimani, quienes se exiliaron en Europa, desde donde prosiguieron sus carreras con conciertos y grabaciones orientadas a apoyar la recuperación de la democracia en su país. Desde entonces, El pueblo unido jamás será vencido saltó de los teatros a las calles para instalarse, de manera inquebrantable, en el imaginario colectivo, inclusive en aquellos sectores para nada interesados en la cosa política ni en las reivindicaciones sociales. Dicho en sencillo: hasta los más indiferentes o los más ignorantes reconocen la frase y la forma de entonarla, la misma que usaron los Quilapayún cuando la presentaron por primera vez, hace ya 48 años.

La canción fue escrita por el pianista y compositor chileno Sergio Ortega Alvarado (1938-2003), militante de izquierda y conocido por su trabajo como gestor cultural y director artístico de un canal de televisión estatal. Aunque no fue nunca miembro de Quilapayún, Ortega estuvo siempre en contacto con esa generación de músicos –en la cual también destacaron Víctor Jara, Isabel Parra o los ya mencionados Inti Illimani- y compuso varios himnos de Unidad Popular, la coalición que llevó a Allende al Palacio de la Moneda. Ortega era un experto pianista clásico, de conservatorio. De hecho, la melodía de las estrofas de El pueblo unido…, las que nadie escucharía jamás en una marcha, poseen una estructura influenciada por el alemán Johannes Brahms, con esas progresiones que conducen al climático grito coral.

La primera versión registrada en vinilo del tema apareció en 1973, en el álbum en vivo Primer Festival Internacional de la Canción Popular Chile ’73, publicado por el sello Discotecas del Cantar Popular (DICAP). En ese entonces, los Quilapayún eran ya un conjunto establecido en el panorama de la Nueva Canción Chilena, integrado por Eduardo Carrasco, Hernán Gómez, Rodolfo Parada, Carlos Quezada, Rubén Escudero, Hugo Lagos y Willy Oddó, quienes se presentaban en plazas y universidades con sus característicos ponchos negros y sus espesas barbas –de hecho, el nombre del grupo es una palabra mapuche que significa “tres barbas”.

Como es usual en este tipo de agrupaciones, todos sus integrantes cantaban e intercambiaban guitarras, charangos, bombos, zampoñas y quenas, con impecable versatilidad. Carrasco, líder y director musical del grupo hasta hoy, recuerda cómo nació El pueblo unido…: “Esa canción se gestó en un momento de amistad, digamos. Estábamos en una fiesta íntima, con la gente del grupo, en la casa de Sergio. Él tuvo la genialidad de hacer que la canción condujera a un lema, utiliza el lenguaje de la música para generar una tensión que llega al grito de El pueblo unido. Por eso es muy apropiada para las marchas”.

Esta consigna se ha escuchado en diversas manifestaciones a nivel mundial, algunas de ellas multitudinarias. Por ejemplo, en octubre del 2019 en la manifestación que reunió a más de un millón de personas en Santiago, tras las revueltas sociales que estuvieron a punto de provocar la renuncia de Sebastián Piñera y revelaron al mundo las mentiras del “milagro económico chileno”. También ha sido parte de importantes momentos históricos como la Revolución de los Claveles en Portugal, realizada por el ejército luso en 1974; o la Primavera Árabe del 2010, en diversas marchas para sacar del poder a dictadores como Hosni Mubarak (Egipto), Bashar Al Assad (Siria) o Zine El Abidine Ben Ali (Túnez).

En todos los casos, independientemente de sus resultados o motivaciones, El pueblo unido jamás será vencido es reconocido como un cántico genuino de la gente que sale a manifestar su indignación. Ningún partido político o conglomerado empresarial podría utilizarla. ¿O ustedes se imaginan al directorio de la Sociedad Nacional de Minería o de la Confiep, con los brazos entrelazados, gritando por las calles «El pueblo unido…”? Uno de sus más recientes usos se dio el pasado 27 de marzo, en el Teatro Odeón de París, Francia, donde cientos de músicos de orquestas sinfónicas se unieron para tocar El pueblo unido jamás será vencido, como un acto de protesta ante el abandono estatal a las comunidades artísticas que quedaron sin ingresos a causa del COVID-19. Y, por supuesto, ha estado presente en estos días en todo el Perú, en las marchas de rechazo a Keiko Fujimori, y en el cierre de campaña de Pedro Castillo, hace dos días, en la Plaza Dos de Mayo.

Pero volviendo a la canción, existen varias versiones de El pueblo unido jamás será vencido. Una de las más difundidas es la que grabó, el año 2004, el grupo chileno de rock Pettinellis (aquí, en vivo, en Viña del Mar), proyecto de corta vida liderado por el cantante y guitarrista Álvaro Henríquez, recordado por su trabajo con Los Tres. En un registro totalmente distinto, el colectivo norteamericano de DJs Thievery Corporation incluyó la canción en su disco Radio retaliation (2008), con sonidos cercanos al chill-out y la música latina, cantada por el colombiano Verny Varela. Cómo olvidar que el cuarteto mexicano Molotov incluyó este grito de guerra callejera en Gimme tha power, poderoso single de su álbum debut ¿Dónde jugarán las niñas?, tema que los dio a conocer allá por 1997. También existen versiones en inglés (The people united will never be defeated!), en ruso, en iraní, en filipino, entre otros.

En cuanto a Quilapayún, la ha publicado decenas de veces, tanto en estudio como en vivo, a lo largo de sus cincuenta años de carrera discográfica, y la siguen interpretando, por supuesto, en cuanto recital ofrezcan alrededor del mundo. En 1974 apareció el LP Yhtenäistä kansaa ei voi koskaan voittaa, editado en Finlandia, con una versión acompañados por la banda local Agit-Prop. Poco después, El pueblo unido jamás será vencido (DICAP, 1975) le dio título al décimo cuarto álbum de los chilenos, grabado en los estudios Pathe Marconi de Francia. Por su parte, Inti Illimani lanzó su primera versión de El pueblo unido… como Lado B de su famoso single Alturas, en 1976. Aquí podemos verlos, en el año 2014, en el programa argentino Encuentro en el estudio, cantando esta emblemática canción que, seguramente, seguirá acompañando cada manifestación frente a las injusticias y corrupciones que buscan desinformar y someter a la ciudadanía.

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Folclore, Quilapayún
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