Opinión

El cine nació como una atracción de feria. La posibilidad de captar imágenes en movimiento y proyectarlas ante un público, gracias al invento del cinematógrafo por obra de los hermanos Lumière, fue aprovechado por éstos para montar un negocio rentable mediante cortos que no llegaban al minuto y que mostraban escenas de la vida cotidiana: trabajadores saliendo de una fábrica, la llegada de un tren a una estación ferroviaria, bañistas lanzándose al mar desde un muelle, obreros demoliendo un muro, por mencionar algunos ejemplos. Los hermanos Lumière no vieron entonces el potencial que tenía su invento, llegando a afirmar que «el cine es una invención sin ningún futuro».

En ese entonces no se imaginaban que habían dado inicio a lo luego que se conocería como el Séptimo Arte, una expresión cultural que sirve no sólo para retratar documentalmente la realidad, sino también para contar historias ficticias —ancladas en la realidad o en la fantasía—, para expresar ideas y sentimientos, para experimentar con imágenes, para enriquecer la condición humana. «El cine debe ser más grande que la vida», ha dicho una vez el cineasta español Álex de la Iglesia.

Por cierto, no me refiero a ese cine comercial que sigue siendo atracción de feria, buscando atraer espectadores a través de tramas banales, efectos especiales que fungen de golosina para los ojos y cuyo único fin es el entretenimiento de las masas y las ganancias de los productores.

El creador del lengua cinematográfico propiamente dicho fue David Wark Griffith (1875-1948), quien no se limitó a grabar teatro filmado con cámara fija, sino que aplicó para entonces nuevas técnicas —entre ellas, movimiento de cámara, ángulos diversos y la edición del film tal como se conoce hasta ahora— en su película “El nacimiento de una nación” (“The Birth of a Nation”, 1915). Narrando la historia de dos familias en el contexto de la Guerra de Secesión y las consecuencias posteriores, Griffith plasma una obra de aires épicos, pero a la vez polémica, pues defiende el supremacismo blanco y justifica el racismo. El retrato heroico del Ku Klux Klan que presenta Griffith en su película sirvió para el renacimiento de esta nefasta institución en los Estados Unidos del siglo XX. Curiosamente, el lenguaje cinematográfico tal como lo conocemos nació de la mano de una propuesta política cuestionable, precursora del fascismo.

Pero también hay obras del cine que van en la dirección contraria. Tomemos el ejemplo de Fritz Lang (1890-1976), autor de varias obras maestras del cine mudo y sonoro. Su film mudo de ciencia-ficción “Metropolis” (1927) fue la primera de las pocas películas que han sido recogidas para su conservación en el programa Memoria del Mundo de la UNESCO. Pero fueron sus dos primeras películas sonoras las que sufrirían posteriormente censura durante el régimen nazi, debido a su trasfondo político.

En “M” (1931) Lang describe el ambiente de paranoia en una ciudad —que parece ser Berlín— debido a las acciones de un escurridizo asesino de niños, cuya identidad nadie sabe, lo cual hace que todos sospechen de todos. En su búsqueda del asesino, la policía realiza frecuentemente redadas, realizando muchas veces detenciones arbitrarias y abusando de su poder. El crimen organizado, cuyas actividades delictivas se ven amenazadas por las continuas redadas de la policía, decide también por su parte unirse a la búsqueda del asesino con el fin de eliminarlo, para lo cual recurre a la asociación de mendigos, a los cuales remunera por sus servicios. En la escena final, cuando el asesino Hans Beckert es capturado por miembros del crimen organizado, habrá una pantomima de juicio en un sótano, donde los cabecillas de la mafia harán de jueces que ya tienen la decisión tomada (pena de muerte) antes de que comience el juicio e independientemente de lo que diga la defensa del acusado. Una clara referencia al nazismo que estaba tomando fuerza en esos últimos años de la República de Weimar, a lo cual se suma al abuso de autoridad de las fuerzas policiales que representan al Estado. La película de Lang también reflexiona sobre lo que el pueblo está dispuesto a entregar por un poco de seguridad: su apoyo al crimen organizado y su libertad. Como ocurrió efectivamente cuando a Hitler le fue concedido el puesto de canciller en la agonizante democracia alemana de 1933.

La otra película sonora de Lang, “El testamento del Dr. Mabuse” (“Das Testament des Dr. Mabuse”, 1933), es una secuela de la película muda en dos partes “El doctor Mabuse” (“Dr. Mabuse der Spieler”, 1922), también dirigida por Lang, que pretendió ser un cuadro de los tiempos de la República de Weimar. El Dr. Mabuse, una mente criminal que quiere dominar el mundo a través del terror, no es sólo una representación del poder del mal, fruto de una psique sociopática, sino que es símbolo de todos los factores negativos de la sociedad alemana después de la Primera Guerra Mundial. El dinero falso sin valor creado por Mabuse refleja al marco alemán casi sin valor durante la hiperinflación a causa de la impresión excesiva de dinero por parte de la República de Weimar para pagar las reparaciones de guerra. Los vaivenes del mercado de valores, las salas de juego, la delincuencia desenfrenada y las miserables condiciones de vida de los pobres que se muestran en en el film son reflejo de la situación en Alemania en ese momento.

En “El testamento del Dr. Mabuse”, éste, recluido en el asilo psiquiátrico del Dr. Baum, escribe sus planes criminales, que extrañamente van siendo ejecutados por una banda criminal. Cuando el inspector Lohmann —el mismo que aparece en “M”, la anterior película de Lang— consigue seguirle la pista al Dr. Mabuse, éste fallece repentinamente, pero su espíritu sigue ejerciendo su poder hipnótico y realizando sus planes a través del Dr. Baum —quien admira a Mabuse como si si tratase de un genio— y de otros miembros del hampa. El objetivo de Mabuse en la película consiste en establecer un “reinado del crimen”, a lograrse mediante la intimidación y el terror hacia la población. También se aborda el tema del método de trabajo burocrático y dividido en tareas de la «organización», en la que casi nadie cuestiona el sentido de sus actos criminales individuales —por ejemplo, el asesinato de testigos—. El método principal para la transmisión de órdenes dentro de la organización son medios técnicos anónimos como notas, teléfonos y altavoces. Lang afirmó en 1943, en una nota que escribió para una proyección de la película en Nueva York, que ésta debía entenderse como una alusión crítica a los nacionalsocialistas, cuyo líder Adolf Hitler había escrito su obra programática “Mi lucha” (“Mein Kampf”) en prisión. Según Lang, a los criminales se les habían puesto en la boca consignas y creencias del naciente estado nazi.

Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda del Tercer Reich, anotó sobre esta película en su diario: «Muy emocionante. Pero no se puede aprobar. Instrucción para el crimen». La película fue prohibida el 29 de marzo de 1933.

“M” también había sido prohibida poco después de que los nazis tomaran el poder, no obstante lo que Joseph Goebbels había anotado en su diario, interpretando mal obra: «Por la noche, vi con Magda la película ‘M’ de Fritz Lang. ¡Fabulosa! Contra el sentimentalismo humanitario. ¡A favor de la pena de muerte! Bien hecha. Lang será nuestro director algún día. Es creativo». Sueño que nunca se cumplió, pues poco después de la prohibición de la película sobre Mabuse, Lang huyó a París y al año siguiente migro a los Estados Unidos para rodar películas para la Metro-Goldwyn-Mayer. Peter Lorre, el intérprete del asesino en “M”, ya había huido anteriormente debido a a su ascendencia judía.

Era evidente que Goebbels terminó comprendiendo la crítica velada al nazismo que encerraban ambas películas, por lo cual su prohibición —en un régimen que no permitía la libertad de expresión— era una medida que se desprendía necesariamente de su ideología autoritaria

Goebbels dirigió la producción cinematográfica alemana de la época nazi, que incluyó algunas películas de propaganda política, pero en su mayoría productos comerciales de consumo mayoritario, que tenían tan buena calidad como ligereza y banalidad, rodados por directores mediocres que no tuvieron ningún problema en agachar la cabeza ante el poder dominante del fascismo alemán. Son películas que hubieran podido competir con lo que producía Hollywood en ese momento (dramas, comedias, musicales), pero que difícilmente despertaban la reflexión y más bien conducían a la satisfacción con una vida burguesa sin ninguna crítica al estado de las cosas y sin mayores horizontes.

¿Qué tiene esto que ver con la recientemente aprobada ley de cine de Adriana Tudela, congresista de Avanza País, quien ha dicho: «Lo que se ha establecido en la nueva ley es una cláusula que es sumamente razonable y de sentido común, que establece que el Estado no debe financiar proyectos cinematográficos que tengan publicidad, que puedan favorecer partidos o movimientos políticos, ni que atenten contra principios constitucionales del Estado de derecho»? Al igual que Goebbels durante el el Tercer Reich, propone que el Estado examine los guiones y determine si éstos cumplen con las condiciones indicadas, lo cual se presta a interpretaciones subjetivas y a la denegación de financiamiento para proyectos cinematográficos que sean críticos del Estado peruano y de sus instituciones. En otras palabras, una forma velada de censura, contraria a los principios democráticos y a la libertad de expresión. Parecería que Tudela sólo quiere que cuenten con posibilidades de realización los proyectos cinematográficos que exalten al Estado peruano y a los líderes de la derecha, que puedan ser utilizados con fines turísticos o que cuenten con temáticas inocuas pero grandes posibilidades comerciales para satisfacción de la mentalidad burguesa limeña.

Lo que sí está fuera de toda duda es que Adriana Tudela no sabe nada de cine como arte y que el arte auténtico nunca ha sido puramente decorativo, sino que siempre ha tenido un carácter subversivo, que invita al cambio y a comprometerse por una humanidad mejor, libre y sin cadenas mentales ni espirituales.

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Hacen bien los gremios empresariales en pronunciarse en contra de las tropelías del Congreso. Hoy es por temas políticos, pero mañana, sin duda, tendrán que hacerlo por temas económicos que les incumbirán directamente.

Es previsible que conforme se acentúe la desaprobación del Congreso y se aproximen las elecciones, desde los escaños surjan propuestas presuntamente de buena acogida popular. Ya ha habido algunas, como la rebaja del IGV a las peluquerías y el control de las comisiones por transferencias interbancarias. Con seguridad, van a venir más.

Y el problema es que asistiremos a una escalada de propuestas intervencionistas o sobreregulatorias provenientes no solo del sector de la centroderecha congresal, que al menos garantiza cierto acotamiento, sino que las mismas provendrán de la izquierda radical, con posibilidades de éxito en su aprobación en el Pleno.

Se ha instaurado un trueque mafioso entre las diversas bancadas del Congreso, que implica un trasiego de votos: yo te doy mis votos para tu proyecto a cambio de que tú me des los tuyos para el mío. Y sin importar qué tan bueno o malo sea el proyecto de marras termina aprobándose.

Si esto ocurre, además, en una situación en la que el MEF ha perdido toda capacidad de influencia o veto preliminar a tales iniciativas, y que el Ejecutivo en general se termina por allanar a lo aprobado en el Congreso, el panorama que se avecina es preocupante.

Nos esperan dos años de populismo económico desembozado. Las bancadas que van a buscar ser reelegidas para el Senado o Diputados, buscarán a toda costa subir sus índices de popularidad y echarán mano al recurso más manido: aprobar normas demagógicas, sin que les importe un pepino el daño que puedan ocasionar. Simplemente buscarán el supuesto contento del pueblo bajo la falaz idea de que eso les va a subir los bonos para el 2026.

Se espera que entonces, los gremios empresariales y la comunidad académica económica, sepan alzar la voz e impedir el desmadre populista que se avecina. Ya suficiente ha hecho el Parlamento con golpear severamente la institucionalidad democrática para que ahora la emprendan contra el modelo económico que, a pesar de todo, sigue funcionando y sosteniendo al país.

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Es muy curioso ver cómo grandes sectores del público que se llaman a sí mismos fanáticos de la salsa, deciden olvidar voluntariamente a aquellos personajes que fueron fundamentales para el desarrollo de su sonido. Esto marca una diferencia muy fuerte con la comunidad de seguidores del rock y del jazz, que constantemente recuerdan y homenajean a sus referentes, sus padres fundadores.

Perdidos en el culto a la personalidad que prodigan a determinados cantantes, modas -la timba y su achoramiento vulgarón y farandulero- y antimodas -la superficial devoción por la «salsa dura» como oposición barrial frente a la salsa comercial, el reggaetón y el ligero latin-pop, disfrutados por clases altas y turistas no latinos- las nuevas generaciones de supuestos salseros se limitan al consumo de fórmulas que remiten a una época o una actitud y, al mismo tiempo, son usadas de forma indiscriminada tanto por auténticos conocedores como por oyentes comunes y corrientes a quienes les da lo mismo escuchar a Héctor Lavoe (1946-1993) o Celia Cruz (1925-2003) que a Yosimar y su Yambú o Daniela Darcourt y las decenas de sus clones en la limitada y, muchas veces desafinada, escena salsera local.

Pensaba en todo eso cuando recordé al excepcional conguero, compositor y director de orquestas Ray Barretto (1929-2006), actor vital en los rumbos que tomó la música latina a partir de la fusión que hicieron los norteamericanos hijos de migrantes caribeños entre la rica diversidad de ritmos bailables de raíces africanas con el jazz y el soul/R ‘n B. El percusionista nacido en New York de padres boricuas fue uno de los tres pilares de la gruesa columna vertebral que dio origen a la salsa. Los otros dos fueron Johnny Pacheco (República Dominicana, 1935-2021) y Larry Harlow (EE.UU., 1939-2021).

Barretto, «El Rey de las Manos Duras», sobrenombre que alude al feroz e incansable ataque al que sometía a los cueros de sus inseparables congas, tenía un imponente y salvaje desenvolvimiento sobre los escenarios. Más de una vez fantaseé con que Ray Barretto, con toda esa furia desatada, habría podido integrarse con suma facilidad al combo de rock latino del guitarrista mexicano Carlos Santana, allá por 1969. Sin embargo, Barretto había nacido para dirigir y no para ser dirigido. Ese mismo año, en otro sector de la ciudad que nunca duerme, a casi 160 kilómetros del campamento hippie de Woodstock, Barretto estaba dándole forma a otra cosa.

Entre 1968 y 1976, Ray Barretto fue uno de los coches que empujó a la salsa, tanto con los poderosos álbumes que produjo al frente de su propia orquesta como en la primera línea de The Fania All-Stars, el supergrupo de músicos y cantantes creado por Johnny Pacheco y Jerry Masucci (1934-1997), fundadores del sello discográfico en que se gestaron los elementos de lo que hoy todos conocemos como salsa dura. En la orquesta de las estrellas de Fania compartió escenario con Willie Colón (trombón), Roberto Roena (bongós), Ismael Miranda, Héctor Lavoe, Bobby Cruz, Cheo Feliciano, Celia Cruz (voces), Larry Harlow, Richie Ray (pianos), Johnny Pacheco (flauta), Bobby Valentín (bajo), entre otros, en una cadena de álbumes dobles en vivo que documentaron el ascenso meteórico del género. Desde los reducidos conciertos en The Red Garter (1968), un pequeño club de jazz del Greenwich Village neoyorquino, hasta el lleno total en el estadio de los Yankees (1975), ante más de 40 mil personas, la orquesta tuvo en las manos de Barretto un boleto asegurado a la inmortalidad. 

De todos aquellos lanzamientos, probablemente el más redondo sea el Live at the Cheetah (1972) -donde están canciones como Ponte duro o Quítate tú-, que condensa la arrolladora capacidad de improvisación y directa intensidad de una generación brillante de intérpretes que estaban dando forma, sin planificarlo, a un movimiento musical cargado de simbolismos de identidad y orgullo latino. Sin embargo, fueron las imágenes del legendario show en el estadio Statu Hai (Kinshasa, Zaire), realizado en septiembre de 1974 como parte de un festival de tres días, en que una multitud de negros africanos alcanzó una conexión espiritual y narcótica con las telúricas descargas rumberas de la Fania, las que quedaron impregnadas en el imaginario colectivo. Aquí vemos un fragmento de aquel concierto, en el que Barretto realiza un estremecedor dúo, desde sus cuatro congas, con el timbalero Nicky Marrero (”¡Se soltaron los anormales!”, se escucha gritar, al fondo, a Lavoe).

Para los más expertos, están las películas Our latin thing (1972) y Salsa (1975), dirigidas por Leon Gast (1936-2021). En ambos documentales, la presencia escénica de Barretto es el corazón de esa tormenta rítmica. Lo que pocos saben es que, antes de ser ese amenazante y rudo conguero, alto y encorvado de toscos lentes de grueso marco, desordenada melena negra y brazos largos, con la boca y la camisa siempre abiertas mientras sacude sin piedad su instrumento, Ray Barretto ya había labrado su nombre y prestigio en la escena del jazz, tocando con importantes músicos como el saxofonista Charlie Parker, el guitarrista Wes Montgomery, el flautista Herbie Mann o el pianista Red Garland. Entre 1958 y 1967, Barretto lideró su propia orquesta, tras una experiencia de cuatro años en el grupo del “Rey del Timbal”, Tito Puente (1923-2000), al que ingresó para reemplazar a Mongo Santamaría (1917-2003). 

Al frente de su Charanga Moderna, Ray Barretto ayudó a consolidar el boogaloo con álbumes como Guajira y guaguancó (1964), Viva Watusi (1965) o El Ray criollo (1966), solo por mencionar unos cuantos. Desde clásicos del soul -The big hits latin style (1963)- hasta versiones de bandas sonoras norteamericanas -Señor 007 (1966)- la orquesta de Barretto se ubicó a la vanguardia de este estilo, que fue enriqueciéndose también con los primeros trabajos de Johnny Pacheco, El Gran Combo y el dúo boricua Richie Ray & Bobby Cruz, con quienes coincidiría en la Fania All-Stars. Los temas más representativos de ese periodo fueron Watusi o Bruca maniguá, pero también hay otros como Fuego y pa’lante (Latino y con soul, 1966), Fiesta en el barrio (Viva Watusi, 1965) y Descarga criolla (El Ray criollo, 1966). En las carátulas de estos LP, grabados para importantes sellos como Riverside o Tico Records, Ray Barretto luce más atildado, con el cabello corto y terno, como los músicos de jazz con los que interactuó desde sus inicios.

Ya montado en la plataforma de Fania Records, la tríada conformada por los álbumes Acid (1968), Hard hands (1969) y Together (1970) son un crisol en el que convergen todo lo aprendido en sus años como músico de latin jazz y boogaloo más los rudimentos de la salsa primigenia, todo enmarcado en una atmósfera que se nutría incluso de la psicodelia hippie de ese entonces, como en los jams Espíritu libre y The soul drummers. En canciones como A deeper shade of soul o El nuevo Barretto la orquesta hace referencia, a través de los arreglos, a temas exitosos de la época como Knock on wood (de Eddie Floyd, años más tarde exitazo de la música disco en la voz de Amii Stewart) u Oye cómo va (Tito Puente, Santana).

En esa época, Ray Barretto fue invitado, como representante de la comunidad latina que buscaba abrirse paso en los Estados Unidos, al Festival Cultural de Harlem, realizado en la misma semana en que se produjo el de Woodstock, en agosto de 1969. En el documental Summer of Soul (2021), dirigido por el baterista y líder de The Roots y de la banda del programa nocturno de Jimmy Fallon, Ahmir «Questlove» Thompson, premiado por la crítica especializada de Sundance, apreciamos imágenes nunca vistas de Barretto, un breve fragmento de su concierto en que aparece de pie y sin sus congas, cantando y lanzando arengas contra la discriminación racial, mientras su banda interpreta una sabrosa guaracha de su autoría, Together. 

Álbumes como The message (1971) o Indestructible (1973, el de la clásica carátula en que Barretto hace de Clark Kent en plena transformación), iban dejando su propia huella en el nuevo universo salsero. Canciones como Cocinando (Que viva la música, 1972), usada en los créditos iniciales de Our latin thing; o Quítate la máscara (Barretto power, 1970, con la voz de Adalberto Santiago) son himnos incombustibles de la salsa dura. En medio de toda esta revolución salsera, Ray Barretto pasó por un duro momento cuando cinco miembros de su orquesta se fueron para armar otra, La Típica ’73, que gozó también de mucho aprecio en la naciente comunidad salsera. Afortunadamente para su carrera, el éxito global de la Fania All-Stars lo mantuvo creativo y ocupado todo el tiempo. Hasta se dio tiempo para dar una clase maestra en el programa Plaza Sésamo sobre percusión latina para niños, quienes no pueden evitar moverse como loquitos ante el endemoniado ritmo del maestro.

Para el año 1975 llegaría su vigésimo segundo álbum, titulado simplemente Barretto -conocido también como “el disco rojo” o “el disco de las congas”- que presentó en sociedad a un joven panameño de 27 años, Rubén Blades. El futuro “poeta de la salsa” comparte micrófono con otro gran vocalista, Tito Gómez -famoso en las siguientes décadas con La Sonora Ponceña y El Grupo Niche- interpretando canciones como Canto abacuá (escrita por él), Ban ban quere (Calixto Varela), Vale más un guaguancó (Tito Curet Alonso) y la poderosa Guararé (aquí la versión en vivo del excelente álbum Tomorrow, 1976). Además de Blades, otros conocidos artistas de la salsa que dieron también sus primeros pasos en el combo de Barretto. Por ejemplo, dos de los integrantes originales de la Fania All-Stars y posteriormente de La Típica ’73, el sonero portorriqueño Adalberto Santiago y el timbalero cubano Orestes Vilató, quien se hiciera conocido entre 1981 y 1990 como miembro de la banda de Santana. Ralph Irizarry (1954-2021), otro timbalero, de los Seis del Solar de Rubén Blades, nació musicalmente en la orquesta de Barretto entre 1979 y 1983. Y el bajista Andy González, uno de los más activos del latin jazz, hizo lo propio durante la década de los setenta.

A partir de 1977 en adelante, la vida musical de Ray Barretto se repartió entre discos de salsa pura y dura –Rican/Struction (1979), Tremendo trío (1983, con Celia y Adalberto), Irresistible (1990) o Todo se va a poder (1994)-, producciones atípicas como Eye of the beholder (1977) y Can you feel it? (1978), influenciadas por la música disco y el smooth jazz; o extraordinarias producciones de latin jazz, en solitario -Handprints (1991) o My summertime (1995)- y acompañado de The New World Spirit, con quienes registró álbumes excelentes como Ancestral messages (1992), Taboo (1993), Contact! (1998) o Time was time is (2005), la mayoría de ellos lanzados bajo los sellos Concord Picante y Blue Note Records. 

En ese terreno hay que destacar un verdadero disco de antología, La cuna (1979), junto a Tito Puente (timbales), Joe Farrell (saxos), Charlie Palmieri (piano) y Steve Gadd (batería), que incluye un cover de Stevie Wonder, Pastime paradise, quince años antes de que lo hiciera el rapero Coolio (1963-2022). Paralelamente, Barretto se reintegró a la Fania All-Stars -su lugar lo habían cubierto, desde 1977, otros dos grandes congueros, Milton Cardona y Eddie Montalvo, ambos músicos de planta de Fania Records- para sus giras durante los noventa y realizó muchos conciertos al frente de su propio ensamble. Barretto nunca dejó de tocar jazz. Si sus congas pueden escucharse en un álbum fundamental como Midnight blue (Kenny Burrell, Blue Note Records, 1963) y luego, una década después, lanzó The other road (1973) en medio del auge de su producción salsera, el percusionista regresó a su género matriz con un disco grabado casi cuarenta años después, en el 2005. 

Este elegante álbum, titulado Standards rican-ditioned, se convertiría en el primer lanzamiento póstumo de Ray Barretto, ya que se lanzó tras su fallecimiento, en febrero del año siguiente, de un ataque al corazón a los 76 años, en un hospital de New Jersey. Lo sobrevivieron su esposa Brandy y sus cuatro hijos, dos de los cuales estudiaron música en la prestigiosa Escuela de Música de Manhattan (New York). Chris, el menor, después de trabajar con su papá, como saxofonista en el mencionado disco, ha desarrollado su carrera en un género totalmente diferente, el death metal melódico, como cantante de las bandas Periphery y Monuments. Por su parte, Ray Jr. es multi-instrumentista y productor de música incidental con toques latinos y electrónicos y ha participado en diversos homenajes a su recordado padre.

Ray Barretto es reverenciado, por quienes más saben de salsa y latin jazz, como uno de los mejores congueros de la historia, al costado del pionero Chano Pozo (1915-1948) o su cercano amigo, el cubano Ramón “Mongo” Santamaría, integrante fundador de la Fania All-Stars. Sin embargo, la tendencia a dar exclusivo protagonismo a los soneros hizo que, poco a poco, se piense injustamente en los percusionistas como personajes secundarios, anónimos, a pesar de su gravitante importancia en todos los ritmos latinos. ¿Se imaginan el sonido de El Gran Combo, El Grupo Niche o Seis del Solar sin las congas de Miguel Torres, Dennis Machado o Eddie Montalvo, respectivamente? Ellos y muchos otros, como Poncho Sánchez, Luis Conte o Giovanni Hidalgo, son herederos directos de Ray “Manos Duras” Barretto y merecen, como él, mayor visibilidad como exponentes de la buena música latina, la de verdad. 

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Tomando prestado un título de Rubén Darío, un poeta que conoce a la perfección, Marco Martos ha reunido un conjunto de ensayos sobre literatura peruana y universal. Quienes hayamos tenido la suerte de estar en un aula con él, recordaremos seguramente su erudición y amenidad, así como su don de gente. Sumergirme en las páginas de este libro, confieso sin más, ha sido un regreso imaginario a sus memorables clases en San Marcos. 

El primer ensayo de este libro es, precisamente, dedicado a Rubén Darío. La pregunta inicial por la vigencia de Darío queda respondida de manera elocuente: “Una y otra vez podrán los lingüistas sostener la arbitrariedad entre significante y significado y una y otra vez los poetas como Darío, como Rimbaud, como Baudelaire, como Vallejo, emprenden la búsqueda de las secretas correspondencias” (p.14). Dicho de otro modo, Darío mantiene su vigencia porque resucita en cada lectura, sin importar la época.

Le siguen nueve textos sobre Ricardo Palma, el último de ellos una lectura que lo compara con González Prada, su célebre antagonista. No discutiré la urgencia de una relectura de Palma (de acuerdo estoy con dicho apremio), pero hay que acercarse a él con nuevas herramientas. Dice con acierto Martos que “Palma es, en la terminología de Antonio Gramsci, un intelectual orgánico de la sociedad peruana, alguien que enhebra en cada uno de sus actos un ideal colectivo” (p.19). Habría que entrar por esa puerta, me digo. 

Nunca es tarde para remediar equívocos, como el colonialismo tejido alrededor del tradicionista, acusado de haber hecho de Lima una joya virreinal. “Esa Lima no ha sido inventada por Palma; se le ha atribuido. No es cierto que él imagine una ciudad apacible colmada de cortesanos respetuosos y respetables, sin conflictos” (p.29). Más aún, “Palma fue, en el plano político, un demócrata liberal y prácticamente inmune a la nostalgia de un tiempo que no conoció. Reconocía la importancia de la igualdad ante la ley, propio de la República” (p.63). 

No falta Arguedas. Y allí se defiende la legitimidad de pensar una sociedad capaz de adaptarse a la modernidad y al mismo tiempo seguir abrazando sus valores tradicionales. La tan mentada “utopía arcaica”, en ese sentido, no es tal, sino una arbitraria e injusta directiva literaria: “¿Acaso importa en el fondo si un escritor tiene una utopía arcaica o moderna? ¿Un narrador puede o no puede mezclar espacios y tiempos para crear sus obras de ficción?” (p.134).

Tampoco es ausencia Vargas Llosa. Una atenta lectura de La ciudad y los perros, clásico indiscutible, un acercamiento a la presencia de Piura en la narrativa del Nobel (presencia abundosa, hay que decir) y una mirada de conjunto sobre la obra vargasllosiana, donde quisiera destacar una opinión de Martos en lo tocante a los ensayos (piensa seguramente en un texto paradigmático como La verdad de las mentiras), pues “se leen como novelas” (p.175). Por supuesto no lo son, pero se entiende: la calidad de su prosa y la potencia de su lectura dan, sin duda, sensación de ficción.

Dos abordajes a Ribeyro desde la intimidad, desde una escritura personalísima que se traduce en un corpus que va de Prosas apátridas a Cartas a Juan Antonio, pasando por ese monumento al diario que es La tentación del fracaso. El primero de estos textos inscribe a Ribeyro en esa tradición de lo íntimo; en el segundo construye una mirada fina sobre el universo epistolar ribeyriano. 

Luego es el turno del Quijote, libro de libros, libro fundacional. Un asunto importante: la ironía aplicada a la ruptura de convenciones literarias. Refiriéndose a la edición de 1605, Martos refiere: “En la época se acostumbraba que los autores de obras literarias pidiesen a escritores de fama poesías laudatorias para encabezar sus libros. El propósito irónico de Cervantes quedó claro desde el principio, pues inserta a continuación del prólogo una serie de poesías burlescas firmadas por fabulosos personajes de los libros de caballería que se proponía parodiar” (p.203).

Completan las casi 400 páginas de este volumen asedios a Martí, Valle Inclán, Kawabata, Mishima Baudelaire y Basadre, entre otros más. Escritas con vitalidad, estas Prosas profanas revelan una vez más que la lectura atenta y aguda es tan válida y productiva (en ocasiones más) como una aplicación teórica a los textos. Martos lee desde la cultura y desde un sentido profundo del estilo, resultado de su oficio. Saludo eso. 

Prosas profanas
Marco Martos. Prosas profanas. Meditaciones sobre la literatura de tres mundos. Lima: Academia Peruana de la Lengua, 2024.

Es absurda la intención de prohibir la candidatura de Antauro Humala, reforma constitucional, que al final anoche naufragó en medio del fuego cruzado de intereses con el fujimorismo, que aspira a tener a Alberto Fujimori como carta en una posible baraja electoral (presidencial o parlamentaria), y que no podría haberlo hecho de haberse aprobado la norma.

La pretensión es eliminar la posible aparición de un candidato disruptivo radical, hoy representada por el líder etncocacerista. Pero basta leer con esmero las encuestas para percatarse de que si no es Antauro será otro el que aparezca. De hecho, vamos a tener a uno – si no, dos- candidatos de ese perfil en la segunda vuelta.

En reciente encuesta de Ipsos, el 51% de la ciudadanía considera que a Pedro Castillo, el Congreso le dio un golpe de Estado y el 43% estima que fue Castillo, como efectivamente sucedió. Tamaña distorsión de la realidad solo se explica por una querencia política subsistente a pesar del fiasco que fue el régimen castillista. Si a ello le sumamos la altísima desaprobación de un régimen como el de Boluarte, sostenido por la derecha congresal, y las altísimas cifras de disidencia del gran sur andino, queda más que claro que aparecerá con visos de triunfo un candidato de semejante sesgo.

Eso no se entierra sacando de carrera a Antauro Humala. Si no fuera él sería Guido Bellido, Aníbal Torres o cualquiera que surgiese en el horizonte (la cosa está tan sombría que si Pedro Castillo postulase seguramente pasaría a la segunda vuelta).

La derecha y el centro no la están viendo y actúan con punible irresponsabilidad no solo atizando la fragmentación sino avalando tácitamente a un régimen absolutamente deslegitimado como el de Boluarte. Se están enterrando ellos solos, salvo muy honrosas excepciones.

El fujimorismo es también gran responsable de esa perspectiva porque ha decidido jugar solo el partido, bajo la presunción de que la base electoral sólida que tienen, les alcanza para pasar a la segunda vuelta. Les conviene la fragmentación de la centroderecha y, lo que es más grave, les conviene -parecen creer- que crezca un candidato como Antauro Humala, el que, estiman, el pavor que despierta en sectores importantes de la población, le permitiría esta vez el triunfo de la eterna derrotada, Keiko Fujimori.

Como parte de un miserable trasiego de votos -te doy los míos a cambio de los tuyos para mis proyectos- el Congreso aprobó recientemente el nombramiento automático de 200 mil maestros, sin pasar por concurso de méritos. Cerca de un tercio del total de maestros, lo que no es poca cosa.

El estreno de la meritocracia en el sector educativo proviene desde la época del segundo mandato de Alan García y buscaba, como es obvio, mejorar la calidad docente para que ello redunde, a su vez, en una mejora de la enseñanza, en una mejor educación para nuestros niños y adolescentes. Ello luego fue consolidándose y contábase con la unánime aprobación de los sectores involucrados en la educación (el Sutep es uno de los principales defensores de la meritocracia educativa).

Ello ha sido tirado por la borda. Le ha importado un pepino a la mayoría congresal la cualificación de la educación escolar en el Perú, que ameritaba una mejoría urgente y la continuidad del proceso de reformas iniciado hace más de una década.

Así está funcionando el Congreso. La izquierda y la derecha han firmado un pacto indecoroso por medio del cual se aprueban normas de interés de unos u otros, sumando sus respectivas votaciones, con el objeto de arrasar con la institucionalidad. ¿Qué hay detrás en este caso? La menuda pretensión de la izquierda de engrosar su base de apoyo electoral en esos maestros beneficiados con un nombramiento irregular.

Sin importar la absoluta falta de legitimidad del Legislativo, se está destruyendo buena parte de la poca institucionalidad alcanzada en los últimos años. El caso educativo es flagrante. Primero se tumbaron la Sunedu, después quieren tirarse abajo la reforma universitaria. Y ahora meten las narices en la educación escolar.

«Se buscaría autorizar el nombramiento automático de miles de docentes con más de 3 y 5 años de contratados; lo cual representaría la estocada final para mellar la Ley de Reforma Magisterial, basada en el reconocimiento al mérito y capacidad de los maestros, protegiendo la defensa de una educación de calidad para nuestros niños«, advirtió IPAE Acción Empresarial en reciente comunicado, con el que no quedaba si no coincidir. Lamentablemente, cayó en saco roto.

Las discusiones políticas, más aún durante procesos electorales, suelen concentrarse en las redes sociales en si se es facho o se es comunista. Fórmula simplista que lleva a terribles desengaños, pero que funciona: ¡La izquierda nos saqueó! ¡La derecha nos vendió! ¿Es cierto que la izquierda saquea y la derecha nos vende? En ambos casos lo que hay son distintos recursos para hacer del Estado una herramienta de control. Sea para ampliar programas y servicios sociales (tomando el control de empresas y ministerios que beneficien redes de clientelaje) o para reducirlos hasta dar total libertad a los empresarios (libres de impuestos, ganando a costa de trabajadores sin derechos e indiferentes al impacto  ambiental), lo que queda claro es que se ganan las elecciones para hacer del Estado lo que convenga para seguir en él. Aquí no hay sueños estalinistas ni hitlerienses. Hay tan solo bolsillos ávidos por recibir.

Después de la Segunda Guerra, se apostó por un acuerdo mundial para ponerle límite a la manipulación del Estado a través de los derechos humanos. Eran los mínimos sin importar ser de izquierda o derecha, dictadura o gobierno democrático. Pero nada cambió, la brecha sigue creciendo entre los países del primer mundo que los protegen y desarrollan, mientras ni los derechos mínimos en nuestro continente han sido tomados con la seriedad y la prioridad necesarias. Nuestro Congreso es el mejor ejemplo. Declarados de izquierda o de derecha, lo único que interesa es utilizar al Estado para los fines económicos de cada grupo y mantener en silencio a la población. De qué sirve distinguir ambos bandos si declaran la prescripción de los crímenes de lesa humanidad.

Con la pandemia nos dimos cuenta de que carecíamos de hospitales en número y en buen estado, sin real cobertura. Lo mismo con el sistema educativo, del cual cada año se retiran más y más adolescentes, niñas y niños del país, sin que nadie haga nada contra el retorno del analfabetismo. Desnutrición, falsa formación profesional, minería ilegal, trata, sicariato se han instalado en diversas zonas del Perú, dejando muy atrás las ganancias del narcotráfico. La migración regional llegó con sus pandillas criminales y se acomodó al sistema policial. ¿Sirve de algo ser de izquierda o de derecha en estos contextos? 

¿Cuándo perdimos la capacidad de imaginarnos como país? ¿Dónde están los grandes proyectos capaces de transformarnos? Cuando a mediados del siglo XIX se produjo en Europa la revolución industrial, se asumió que para conseguir un trabajo eficiente se requería saber leer, escribir y disciplinar. De inmediato, se creó un sistema de educación público que al finalizar el siglo consiguió que casi toda la población ya pudiera leer instrucciones y seguirlas. Y como se la necesitaba sana, se creó un sistema de salubridad.

Pero aquí, el Perú no cambia. Se opone férreamente a hacerlo. Seguimos siendo un país extractivista, carente de una industria significativa y de un mercado interno que valga la pena. A un país así le conviene la indiferencia a nuestros derechos básicos de salud, educación, alimentación, vivienda o seguridad. Y dejemos de culpar al Colonialismo español, porque fueron decisiones que tomamos al convertirnos en una República. Fuimos nosotros y no los españoles quienes quitaron el acceso a la educación y al voto de la población indígena, en ese entonces la mayoría de peruanos. Y aún no lo conseguimos revertir. 

No bastó que cada proyecto de Ley de este Congreso buscara evitar sanciones para quienes atentan contra nuestros derechos básicos. Hemos llegado casi al punto de romper con la cooperación internacional para evadir sus acusaciones sobre nuestro enfermo gobierno y así poder continuar con ese plan cuidadosamente elaborado por las mafias que nos gobiernan, que tienen identificadas todas las normas que los detienen y que están dispuestos a destruir. 

Esto no se trata de izquierda o derecha. Se trata de transformar o hundir al país. Y cada día el cambio climático nos advierte que vamos contra el tiempo. ¿Estamos dispuestos a seguir así?

A la afectación de la institucionalidad democrática que el Congreso viene perpetrando al caballazo con un sinnúmero de proyectos, le suma otros temas de no menor importancia (ley anti ONGs, contrarreforma del transporte, legislación contra el cine, etc.), que a su manera forman parte también del tejido institucional que una sociedad democrática debería albergar.

Se llama infructuosamente a la calle a manifestarse. Lamentablemente, no lo hace. Por temas de menor importancia (ley pulpin, por ejemplo), se armó batahola, hoy ni siquiera los colectivos más conocidos salen a protestar.

No se entiende por qué la apatía. Puede ser un efecto reactivo a la violencia de las protestas del 2022 y 2023, quizás la percepción de que éste es un gobierno de salida, el inicio anticipado de la campaña electoral (ya hasta se lanzan candidaturas presidenciales) o la lejanía que la ciudadanía siente cada vez más de las instituciones democráticas y por eso le importa poco su afectación, pero lo cierto es que de un movimiento callejero importante va a ser difícil esperar algo que frene los arrestos antidemocráticos del Parlamento.

Lo que llama poderosamente la atención, sin embargo, es el silencio de la derecha liberal frente a lo que está sucediendo. Salvo aisladas excepciones, los principales voceros de los nuevos partidos que se están conformando dizque de ese perfil, no se pronuncian al respecto. Lo hace solo la izquierda, capturando el monopolio de la protesta frente al statu quo.

Porque se debe marcar distancia no solo de un Ejecutivo mediocre e incapaz sino también de un Congreso prepotente y antidemocrático, que sin importar su falta de legitimidad, legisla sobre asuntos de vital importancia zurrándose en la opinión pública y en la legalidad, en explícita complicidad con un Ejecutivo maniatado y débil, que solo está interesado en sobrevivir como sea hasta el 2026, a cambio de conceder absolutamente todo.

Este silencio le va a pasar factura electoral a la derecha liberal en gestación. No basta con criticar con acritud a Dina Boluarte. Eso es fácil. También hay que enfrentarse a los todopoderosos partidos que conforman la mayoría congresal, donde van a recibir seguramente dura respuesta. Pero si no están dispuestos a dar esa batalla, mejor que líen sus bártulos y busquen otra ocupación, que las tareas del 2026 en adelante van a requerir no solo claridad ideológica sino también mucho empaque para sobrellevar las reformas, muchas de las cuales van a tener que ver con el desarme de las que este Congreso está aprobando.

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A pesar de que Lima es una ciudad enorme y no escasa históricamente de migraciones, el cosmopolitismo parece difuminado u opacado por ciertas tendencias predominantes. Aunque quizás sería más preciso aludir a la segregación cultural que es parte de nuestro día a día. Hablar de clases y fenotipos se queda corto, y son pocos los materiales que permiten comprender los matices, condiciones y clasificaciones que componen ese enorme tejido desmembrado que es nuestra ciudad. Quizás solo la novelas y cuentos que tan ricamente han retratado nuestros escritores se acerquen a reflejar todas estas distancias sociales.

No obstante, existen algunos espacios que logran reflejar esas mixturas que trascienden a lo peruano —si acaso esto existe— e incluyen a pequeñas islas de comunidades extranjeras. El caso de avenida Aviación es creo que uno de los más interesantes. Uno puede en la misma avenida encontrarse con restaurantes chinos —de las diversas regiones de China—, pollerías, chifas, cevicherías, comida coreana, japonesa, tailandesa, italiana, mexicana, venezolana y, naturalmente, gringa (influencia enorme y aspiracional en nuestra cultura desde hace varias décadas). No se trata de sitios de moda, pero al igual que lugares como el Centro Comercial Arenales y ciertos rincones del Centro Histórico, reúnen a pequeñas comunidades que se interesan por manifestaciones culturales —y, desde luego, no hablo solo de cocina— que provienen de otros países. Naturalmente, muchos de los que frecuentan dichos lugares forman parte de grupos migrantes o de segundas, terceras o cuartas generaciones de estos. Pero no son sitios exclusivos de ellos.

Así, quien recorre e indaga estos espacios es capaz de beber de la cultura (hay que notarlo, principalmente, asiática) sin la necesidad de viajar a otro territorio, ya que esto muchas veces —casi todas en un país que no goza de una clase media consolidada como tal— supone un privilegio del que la minoría de limeños no goza. Al menos, sucede con los espacios que conservan los miembros de las comunidades asiáticas. Me gustaría pensar que migraciones como la venezolana también establecerán con el tiempo sitios que enriquezcan el ecosistema cultural de nuestra ciudad, pues sería una pena que se vean nublados o rechazados por esa limeñidad confusa y atropellante que muchas veces rechaza lo diferente (a pesar de que no deja de aspirar a ser algo que no es).

Lo más agradable del acercamiento a estos espacios es, como señalaba, que no se trata de lugares de moda. No hay peliculina de por medio, no son sitios precisamente instagrameables (bajo los estándares de lo aesthetic —término hueco y aspiracional por excelencia—). Se trata de espacios auténticos que sobreviven por un público fiel que no busca seguir modas ni agourmetizaciones). Jamás se ubican en los distritos más privilegiados, sino que, precisamente, se corresponden con barrios de clase media, residenciales y que no pretenden ser turísticos. 

Aviación reúne el Teatro Nacional, la Biblioteca, el Museo, Cines, Polvos Rosados, centros comerciales, toda la diversidad de restaurantes, mercados asiáticos, Gamarra, parques y el único e histórico tren que tanto simboliza. A quien le interese comer platos de diversas partes del mundo sin desestabilizar su planificación económica mensual, puede encontrarla en esta avenida y de primerísimo nivel. Varias de las mejores cenas que he disfrutado han sido ahí. Estoy seguro de que muchos sabrán a lo que me refiero y, quienes no, espero que aprovechen esa cuota de cosmopolitismo que tantas veces se cree inexistente en nuestra ciudad gris.

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