Opinión

[TIEMPO DE MILLENIALS] En los últimos días hemos sido testigo de las consecuencias de omitir funciones por parte de la empresa pública Corpac tras las fallas del sistema eléctrico de la piesta de aterrizaje del aeropuerto Jorge Chávez. Asimismo, hemos escuchado las declaraciones o excusas dadas por sus representantes. En buena cuenta hemos visto la falta de cultura de accountability.

¿Qué es accountability?

No existe una traducción formal para el término accountability al español. Pero se relaciona directamente con la responsabilidad y la actitud que se percibe de una persona dentro de un ambiente laboral, representando su capacidad de ubicarse de manera activa en cuanto a los problemas. Es un compromiso propio y con los demás para entregar resultados específicos, respondiendo por las acciones que se tomen para alcanzarlos, asumiendo sus consecuencias, positivas o negativas, la rendición de cuentas.

Para poder desarrollar esta habilidad, necesitamos trabajar en dos elementos: El Accountability Personal y que la empresa tenga una Cultura de Accountability que permita el desarrollo de las personas.

Accountability personal

Hace referencia a la responsabilidad individual de asumir las consecuencias de nuestras acciones y decisiones. Implica conocer cuales son nuestras responsabilidades y compromisos, y actuar de manera ética y transparente en todas las áreas de nuestra vida, buscando siempre mejorar.

Además, significa reconocer nuestros errores, aprender de ellos y tomar medidas para corregirlos. Al ser accountables, cultivamos un sentido de integridad y confianza tanto en nosotros mismos como en los demás, contribuyendo así al crecimiento personal y a relaciones más sólidas y honestas en todas las facetas de nuestra vida.

Cultura de Accountability 

Promover el accountability en una empresa tiene muchos beneficios ya que los trabajadores se sienten y están empoderados para cumplir con sus obligaciones y compromisos, rendir cuentas por sus logros y admitir responsabilidad en caso de errores.

Esta cultura promueve la transparencia, la confianza y la honestidad en todos los niveles de la organización, lo que contribuye a un ambiente de trabajo saludable y productivo además de generar satisfacción laboral en los trabajadores.

El accountability se basa en cuatro pilares principales, descritos por los autores Craig Hickmann, Roger Connor y Tom Smith:

Este pilar prevé el reconocimiento de un cuello de botella. Aquí, es importante estudiar los problemas e identificar todos los puntos que no están alineados con las políticas empresariales o la legislación de un determinado lugar.

En este pilar, los líderes deben asumir su responsabilidad y buscar soluciones. Se trata de un proceso que exige el compromiso del equipo, centrado en la mejora del rendimiento y la optimización de los procesos organizativos.

Este es el pilar de la solución. Las respuestas deben ser racionales y factibles, con posibilidades reales de resolver el problema. La creatividad es un factor de éxito, así como la previsión de nuevos posibles cuellos de botella.

Por último, el accountability contempla las acciones de mejora, es decir, la ejecución de las propias soluciones. Es importante medir los resultados y seguir promoviendo mejoras continuas.

Nombre del artículo: La necesidad del accountability a propósito del caso Corpac

Nombre de la columna: Tiempo de Millenials

Columna semanal de opinión

Autora: Fiorella Danjoy

No existe una traducción formal para el término accountability al español. Pero se relaciona directamente con la responsabilidad y la actitud.

Para poder desarrollar el accountability, necesitamos trabajar en el accountability personal y que la empresa tenga una cultura de accountability.

El accountability personal hace referencia a la responsabilidad individual de asumir las consecuencias de nuestras acciones y decisiones.

La cutltura del accountability promueve la transparencia, la confianza y la honestidad en todos los niveles de la organización.

El desastre del aeropuerto ocasionado por la desidia de Córpac (hace diez años que no hacía mantenimiento al sistema eléctrico), la situación calamitosa de la autopista de los Libertadores, que ocasionara recientemente un trágico accidente, el brutal abandono de un hospital emblemático como el Arzobispo Loayza, como revelara un programa dominical, el increíble hecho informado por Semana Económica de que 41 colegios públicos al borde del colapso no puedan ser reconstruidos a pesar de que existen, desde hace diez años, por lo menos cuatro iniciativas privadas cofinanciadas para ponerlos a punto, no hace sino poner en clara evidencia que quizás el mayor problema a resolver por quien nos gobierne desde el 2026 es el propio Estado peruano.

Ya es hora de reducirlo al máximo, privatizando o entregando en concesión todo aquello que no le corresponde administrar (agua, petróleo, aeropuertos, carreteras), invirtiendo sus pocos recursos en materias esenciales como salud, educación pública, seguridad y justicia. Y en lo que haga, permitir el apoyo de la inversión privada al máximo, que claramente es más eficiente que la burocracia estatal para lograr los fines buscados.

El estatismo que nuestra izquierda aún pregona, es anacrónico y destructivo. Su aplicación destrozaría la economía y los ingresos de los más pobres. Hoy lo vemos en vivo y en directo. No hay nada que el Estado haga bien y por eso la única fórmula es reducirlo, modernizarlo con meritocracia (encima este Congreso se empeña en cargarse Servir), y convertirlo así en un facilitador y regulador eficaz del mercado, para evitar que éste se desborde y ejecute prácticas anticompetitivas.

Aparte de lo dicho, puede eventualmente desplegar políticas de apoyo social, necesarias en un momento de tránsito hacia ser una sociedad medianamente desarrollada, donde la pobreza disminuya drásticamente. Y punto, paremos de contar.

Uno de los grandes pasivos de Alberto Fujimori -ahora que se ha puesto memorioso- es haber frenado en seco la reforma del Estado que el entonces premier, Alberto Pandolfi, y un equipo de tecnócratas de primer orden, tenían listo para desplegar en su segundo mandato de los 90. Por intereses reeleccionistas, Fujimori prefirió no romper huevos y saboteó la que hubiera sido su mejor herencia.

La izquierda peruana no está condenada a verse enajenada a la actuación de sus candidatos radicales (Antauro Humala, Guido Bellido o Aníbal Torres). Hay otras opciones, democráticas ellas, que empiezan a aparecer en el panorama y merecen ser tomadas en cuenta.

Está, por ejemplo, Alfonso López Chau, quien apuesta por una opción de izquierda, pero democrática y con márgenes de acción de la economía de mercado. Merece atención. Verónika Mendoza dice lo mismo, pero no es confiable, luego de ver su apoyo desembozado al gobierno de Pedro Castilllo y todas sus tropelías corruptas y autoritarias.

Pero está surgiendo un nuevo líder, que además tiene una ventaja: basamento gremial. Es Lucio Castro, secretario general del Sutep, quien es responsable de haber organizado hace pocos días una marcha multitudinaria en Lima, en defensa de reclamos magisteriales. Goza de elocuencia, solvencia ideológica y probada trayectoria de lucha contra los sectores radicales que en un momento poblaron el magisterio y que fueron los que le dieron la red de apoyo a Castillo.

López Chau es más centrista que Castro, pero ambos son demócratas y no comportan los riesgos autoritarios de la tríada mencionada al inicio, quienes de ganar nos conducirían, sin lugar a dudas, por la senda de Nicaragua o Venezuela.

Se necesita en el país no sólo una derecha liberal, sino también una izquierda democrática renovada, lejana de aquella que se achicharró con su apoyo no solo electoral sino gubernativo al tremendo fiasco del régimen de Pedro Castillo, que en poco más de un año destruyó la economía y la política peruanas.

Hay que seguir con interés sus pasos y alentar su desarrollo. Una izquierda renovada, con cuadros formados y alejada de las tentaciones autoritarias, es una buena noticia para la democracia peruana. Se necesita que maduren, superando el macartismo de cierta derecha peruana que lo único que logra es arrinconar en la radicalización a los liderazgos izquierdistas democráticos.

López Chau y Lucio Castro son, por ahora, dos figuras que merecen atención. La izquierda se merece liderazgos de ese tipo y no el desquicio que suponen los Guido Bellido, Antauro Humala o Aníbal Torres. Las propias bases de izquierda, si ven más opciones, sabrán bajarle la expectativa antisistema a los mencionados, que hoy disfrutan de un páramo que debe ser superado.

En el escenario político nacional, hay una especie en particular que ha captado la atención de todos: los adulones de la presidenta Dina Boluarte. Estos incondicionales defensores, más leales que un perro faldero y más entusiastas que un niño con su primer helado, se han convertido en una institución dentro y fuera de los pasillos del poder palaciego.

Primero, tenemos a los campeones del aplauso. No importa lo que diga o haga la presidenta, ellos están ahí, al pie del cañón, aplaudiendo con la energía de una barra brava. Si Boluarte decide que hoy es un buen día para declarar el Día Nacional de la Bisutería Fina, ahí están ellos, listos para organizar marchas de apoyo con “portátiles” ad hoc y escribir emocionados comunicados de prensa. 

Luego están los poetas de la alabanza, aquellos que podrían hacer que incluso los elogios más trillados suenen como discursos memorables. Cada discurso de la presidenta es para ellos una oda a la sabiduría, cada gesto un símbolo de la gracia divina. Si Boluarte se decide a lanzar caramelos en un evento, organizado por su wayki Oscorima, estos bardos modernos escribirán crónicas sobre cómo tal acción simboliza su empatía con el pueblo y su habilidad para endulzar a la nación. 

No podemos olvidar a los defensores del honor, esos guerreros intrépidos que patrullan las redes sociales y los medios de comunicación en busca de cualquier comentario negativo o crítica hacia su bienamada gobernante. Como caballeros medievales, se lanzan al ciber combate, listos para proteger el honor de Boluarte con una combinación de fervor militante y creatividad delirante. 

¿Una crítica a su política económica que ha empobrecido a miles de familias? Sin duda, es una campaña de desinformación orquestada por Soros y Gorriti. ¿Y si se le recuerda su mentira colosal de que sus Rolex fueran de antaño y producto de su trabajo? ¡Inaceptable! A la hoguera del descrédito con esos detractores. Mientras tanto, otros fieles escuderos vociferan que la presidenta sufre de “acoso”, como el ministro de Salud, Villena, quien denuncia “acoso político”, o el ministro de Educación, Quero, quien habla de “acoso sistemático”.

Este exclusivo club de aduladores no está abierto a cualquiera. Requiere una habilidad especial para ver solo lo positivo, ignorar cualquier crítica y, por supuesto, una pasión inquebrantable por todo lo que Boluarte hace. En entornos políticos inestables como el nuestro, adularla puede ser una estrategia para asegurar la estabilidad laboral y buscar beneficios personales, como ascensos, favores, acceso a recursos o posiciones de poder. Su adulación militante se convierte en una herramienta para avanzar en sus particulares intereses.

Así que, mientras el resto de los conciudadanos navega por las complejidades de la realidad política con una mezcla de escepticismo y esperanza, los aduladores de Boluarte siguen adelante, con sus aplausos y defensas, construyendo un mundo donde todo es perfecto bajo el aura presidencial. Y quién sabe, tal vez algún día logren convencer al 95% de la población de que se vive en un paraíso terrenal, gracias a su inigualable e insustituible presidenta.

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aduladores, Dina Boluarte, mentiras, Ministro de educación, Ministro de salud

Hace pocos días escuché a un precandidato presidencial disertar acerca de   Mariátegui, Haya, Belaúnde (Víctor Andrés) y Basadre. Tiempo que no escuchaba a un político hablar en términos ideológicos. ¿Qué tienen en común los cuatro pensadores antes señalados?: todos propusieron proyectos nacionales. Mariátegui desde un socialismo peruano, que no debías ser ni calco, ni copia; Haya desde un antimperialismo continental que negociara de igual a igual con los yanquis para obtener de ellos capitales y tecnología para impulsar nuestro propio desarrollo. Basadre, cuya referencia critican algunos que preferirían ser citados ellos mismos, defendió la promesa republicana, la modernidad, la sociedad de iguales, aquella que propugna el bien común. Víctor Andrés aportó la veta socialcristiana pues quién puede negar que somos un país cuya ecuación nacional debe incluir la pasión religiosa de casi todos.

Estoy hablando del Dr. Alfonso López Chau, actual rector de la UNI. Recién leí una columna suya, en la que plantea algunos conceptos fundamentales. Uno de ellos es la cultura de la corrupción. La aritmética es sencilla, sin probidad, sin políticos que entiendan su oficio como un servicio, sin líderes utópicos que imaginen el Perú del mañana como hicieron los cuatro pensadores mencionados al principio, el futuro solo será peor que nuestro presente, y no me imagino los dantescos escenarios que podrían abrirse paso en un mañana así.

Alrededor de la figura de López Chau se está formando un movimiento de centro izquierda social, cuya manifiesta vocación es realizarle una profunda profilaxis a la función pública. Al rector de la UNI, quien aún no oficializa su participación en nuestra política, lo siguen los jóvenes universitarios que enfrentaron el terror estatal de diciembre y enero de 2022. Es un hombre mayor, rodeado de una nueva generación de estudiantes y profesionales que está a punto de coronar la inexpugnable cima de la transversalidad, en un país pensado para dividirse y subdividirse, y así hasta el infinito. Por eso se le están sumando colectivos de las más diversas procedencias.

Habrá que seguir de cerca este proyecto. La cháchara del diagnóstico repetitivo y previsible, más allá del verbo florido, no nos sirve de nada. Hace tiempo que nos merecemos algo mejor, mucho mejor en realidad. Mucho mejor de lo que tenemos, de aquella pauperización política hedionda que dispersa el voto hasta límites liliputienses.

Y también nos merecemos propuestas. Por ello, a la referida dispersión, López Chau antepone la iniciativa de un sistema de partidos dividido en tres grandes organizaciones: una de derecha, una de centro y una de izquierda democráticas que confronten, pero también que dialoguen y alcancen consensos para enrumbarnos hacia el desarrollo del Perú. Consolidar la nación recuperando la democracia y las instituciones republicanas parece ser laconsigna.

Veremos pues si se nos viene un milagro cívico, un amanecer democrático en un país, como diría el gran tacneño Jorge Basadre, de tantas noches tormentosas. ¿Será cierto?

Fuente foto: ipsnoticias.net

Se debe mirar con optimismo que algunos candidatos nuevos de la centroderecha estén dedicados a recorrer el sur andino con intensidad. Es un bastión electoral que hay que arrebatarle a la izquierda radical porque, de otro modo, puede ésta asegurarse el pase a la segunda vuelta, por lo menos con un candidato sino con dos.

Este cálculo ya lo hemos hecho, pero vale la pena reiterarlo: el gran sur andino representa casi el 20% del electorado nacional. Si persiste el nivel de beligerancia y contestación que hoy alberga este bolsón poblacional, lo más probable es que en la primera vuelta del 2026 vote como en la segunda vuelta del 2021, es decir, cerca de un 80% a favor del candidato de izquierda radical. Allí nomás ya tiene el 15% de la votación en el bolsillo.

Si a eso se le agrega el resto del mundo andino y los bolsones crecientes de pobreza en la costa norte y la selva (un nuevo pobre es un ser amargado y antisistema en potencia), la tasa podría crecer tranquilamente a 25 o 30% de la población electoral del país. Y si recordamos que Pedro Castillo pasó a la segunda vuelta con el 9% de la votación (su 18.9% oficial es resultado de la maniobra estadística de los votos válidos), no es difícil pensar que con un porcentaje cercano al 30%, coloque no solo uno sino dos candidatos radicales (por eso es tonto que haya quienes se consuelen señalando que la izquierda radical también va a ir dividida; por lo pronto, están Antauro Humala, Guido Bellido y Aníbal Torres).

Esa identidad política radical del sur andino y del resto del país debe ser rota. Y la mejor y quizás única manera de hacerlo políticamente es haciendo campaña allí. El gobierno ayudaría si hiciese buena política económica y rápidamente redujese la pobreza aprovechando el superciclo de las materias primas, pero ya se ve que eso no va a ocurrir por la medianía de su gestión. La cancha la tienen que recorrer, solos y con la adversidad a cuestas, los propios precandidatos.

Lo que está haciendo Rafael Belaunde, recorriendo Ayacucho, Cusco, el propio Puno, es formidable y digno de imitar por quienes, ojalá, luego se integren en un gran frente centroderechista. Allí está la clave del triunfo próximo.

-La del estribo: a ver, en el teatro de la Universidad del Pacífico, Inbestia, obra dirigida por Patricia Biffi y Mariela Noles y con la actuación de Liliana Trujillo, Cecilia Monserrate y Lupe Ramos. Entradas en Joinnus y va hasta el 8 de julio. Y gracias nuevamente al club del libro de Alonso Cueto, recomiendo leer Ciudad de cristal, novela corta que forma parte de Trilogía de Nueva York, del gran Paul Auster. Un placer su lectura.

No todo es malo en el Sodalicio, dicen algunos. Hay mucho de bueno en él, sobre todo en la vida comunitaria. No lo puedo negar. La razón por la que permanecí tantos años en la institución fue por los momentos de felicidad allí experimentados, que ayudaban a soportar los abusos que uno tenía que sufrir. No hay otra manera de explicar el atractivo que ejercía el Sodalicio sobre jóvenes y adolescentes, siendo quizás ésa la razón por la que la institución sigue contando con tantos defensores acérrimos y miembros cautivos.

En honor a la verdad, tengo que reconocer que era más frecuente ver a Figari sonriente que con rostro adusto; que Germán Doig, por lo general, siempre tuvo un trato respetuoso y cordial hacia mí; que las mejores Navidades de mi vida las pasé en las comunidades sodálites; que los momentos comunitarios, aunque a veces podían ser duros e invasivos de la privacidad de las conciencias, solían ser momentos de gozo compartido, de risas joviales y alegría contagiosa.

No extraña que la canción “Vivir entre hermanos” del grupo Takillakkta, una versión rimada y musicalizada del Salmo 133, se haya convertido en el Sodalicio prácticamente en un himno que ensalza la vida comunitaria:

Reunidos todos juntos / al calor de la hermandad / de cristianos combatientes, / amigos de la verdad, / muy alegres celebramos/y con el salmo cantamos:

Es cosa linda entre hermanos / el vivir en buena unión / como frasco de loción / derramado en abundancia / que llena con su fragancia / el poncho del viejo Aarón.

Sin embargo, toda esta felicidad sodálite tenía un precio muy alto, un costo humano cuyo valor no se llegaba a conocer hasta que aparecían las primeras grietas en ese muro de ensueño, y que tuvieron trágicas consecuencias de por vida para muchos de los que tomamos la decisión de separarnos de la institución. Pues lo que uno entregaba era su libertad, su proyecto de vida, sus oportunidades de desarrollo personal, su futuro, su pensamiento y su conciencia para poder gozar de esa felicidad que terminaba despojándolo a uno de su propia identidad. Era sólo una quimera, un canto de sirena que terminaba estrellándolo a uno contra las rocas de un mar proceloso y desconocido.

No se trata de un fenómeno nuevo. Algo semejante describe el escritor y periodista Sebastian Haffner (1907-1999) —cuyo verdadero nombre era Raimund Pretzel— en un su libro “Historia de un alemán. Los recuerdos 1914-1933” (“Geschichte eines Deutschen: Die Erinnerungen 1914-1933”, BestBook, Stuttgart/München 2004), terminado en 1939 pero publicado póstumamente.

Por consejo de su padre, Haffner había iniciado estudios en derecho. Una vez que Hitler llega al poder, como abogado en formación (pasante) tuvo que participar en el otoño de 1933 en una capacitación “ideológica” y entrenamiento militar en el campamento de pasantes de Jüterbog (Brandenburgo). Lo que describe en su libro sobre la “camaradería” de los participantes en el campamento apenas se diferencia de la “vida comunitaria” de los sodálites de las casas de formación y de comunidad.

«Gemí y traté con todas mis fuerzas de no seguir pensando. Me di cuenta de que estaba completamente atrapado. Nunca debí haber ido al campamento. Ahora estaba atrapado en la trampa de la camaradería.

Durante el día no había tiempo para pensar ni oportunidad para ser “yo”. Durante el día, la camaradería era una dicha. Sin duda alguna, florece una especie de dicha en tales “campamentos”, precisamente la dicha de la camaradería. Era una dicha correr juntos por el campo en la mañana, estar desnudos bajo los cálidos chorros en el cuarto de duchas, compartir juntos los paquetes que de vez en cuando llegaban de casa, compartir juntos la responsabilidad de algo que uno u otro había hecho, ayudarse unos a otros en mil pequeñeces y apoyarse mutuamente, confiar absolutamente el uno en el otro en todos los asuntos del día, tener batallas y peleas infantiles juntos, no diferenciarse en nada el uno del otro, nadar en una gran corriente de confianza y familiaridad ruda y segura… ¿Quién puede negar que todo eso es felicidad? ¿Quién puede negar que en el carácter humano hay algo que justamente anhela esto y que en la vida civil, normal y pacífica, rara vez obtiene  merecido reconocimiento?»

Con tono implacable, Haffner concluye por experiencia que «precisamente esta dicha, precisamente esta camaradería, puede convertirse en uno de los medios más terribles de deshumanización».

¿Se puede medir el valor de esta camaradería por el gozo que proporciona? Nuestro autor tiene sus dudas:

«El hecho de que haga feliz por un tiempo, no cambia nada en lo más mínimo. Corrompe y deprava al ser humano como ningún alcohol u opio lo hace. Lo incapacita para una vida propia, responsable y civilizada».

Los siguientes fragmentos también se pueden aplicar a lo que es el sentimiento comunitario en las comunidades sodálites. Si no supiéramos que está describiendo prácticas del nazismo, podríamos creer que está pintando un cuadro de lo que ocurre ad intra en el Sodalicio.

«La camaradería, para empezar por lo más central, elimina por completo el sentido de la responsabilidad personal, tanto en el sentido civil como, peor aún, en el religioso. La persona que vive en la camaradería está exenta de toda preocupación por la existencia, de toda dureza en la lucha por la vida. Tiene su campamento en el cuartel, tiene su comida y su uniforme. Su rutina diaria está prescrita de hora en hora. No necesita preocuparse lo más mínimo. Ya no está bajo la dura ley de “cada uno por sí mismo”, sino bajo la generosa y suave de “todos para uno”. Es una de las mentiras más irritantes que las leyes de la camaradería sean más duras que las de la vida civil individual. Son, más bien, de una blandura debilitante y solo se justifican para los soldados en la guerra real, para el hombre que debe morir: el pathos de la muerte es lo único que permite y soporta esta dispensa enorme de la responsabilidad de la vida. Y se sabe cuán incapaces son a menudo incluso los guerreros valientes que han vivido demasiado tiempo en el blando cojín de la camaradería para volver a encontrar su lugar en la dureza de la vida civil».

«…la camaradería ineludiblemente fija el nivel intelectual en el escalón más bajo, en el último nivel accesible. No tolera discusión; la discusión, en el compuesto químico de la camaradería, inmediatamente toma el color de queja y disputa, y es un pecado mortal. En la camaradería no prosperan los pensamientos, sino solo las ideas colectivas de la forma más primitiva, y éstas son inevitables; quien quiera escapar de ellas, se colocaría fuera de la camaradería».

«Era notorio cómo la camaradería activamente desintegraba todos los elementos de individualidad y civilización. El ámbito más importante de la vida individual que no se integra fácilmente en la camaradería es el amor. Pues bien, la camaradería tiene su arma contra eso: el chiste grosero. Todas las noches en la cama, después de la última ronda, se contaban chistes groseros con una especie de ritual. Esto forma parte del programa de hierro de toda camaradería masculina. Y nada es más erróneo que la opinión de algunos autores que ven en ello una salida para la sexualidad insatisfecha, una satisfacción sustitutiva y cosas por el estilo. Estos chistes no resultaban estimulantes ni lascivos; al contrario, su propósito era hacer que el amor pareciera lo más desagradable posible, acercándolo a la digestión y convirtiéndolo en objeto de burla. Los hombres que recitaban versos obscenos y usaban palabras vulgares para referirse a partes del cuerpo femenino, negaban así que alguna vez habían sido tiernos, enamorados, sinceros, que se habían esforzado por ser atractivos y habían usado palabras dulces para las mismas partes del cuerpo… Se mostraban rudamente por encima de tales dulzuras civilizadas».

Curiosamente, se trata de experiencias que yo mismo he vivido de manera muy similar en el Sodalicio de Vida Cristina. Las conclusiones de Haffner son demoledoras:

«…la tan alabada, inofensiva y bella camaradería masculina tiene algo verdaderamente demoníaco, profundamente peligroso. Los nazis sabían muy bien lo que hacían al imponerla como forma de vida normal sobre todo un pueblo. Y los alemanes, con su escasa aptitud para la vida individual y la felicidad individual, estaban terriblemente dispuestos a aceptarla, tan dispuestos y ávidos de cambiar los delicados, crecidos y aromáticos frutos de la peligrosa libertad por el embriagador fruto, cómodamente disponible a la mano, opíparo y jugoso de una camaradería general, indiscriminada y degradante…»

«Es como estar bajo un hechizo. Uno vive en un mundo de sueños y embriaguez. Se es tan dichoso en él y, al mismo tiempo, tan terriblemente minusvalorado. Tan satisfecho consigo mismo, y al mismo tiempo tan ilimitadamente horrible. Tan orgulloso, y tan sumamente vil e infrahumano. Uno cree estar caminando en las cumbres, pero se está arrastrando en la ciénaga. Mientras dure el hechizo, casi no hay remedio que valga contra él…»

Es ésta la felicidad que se ha vivido en el Sodalicio, cuyos efectos embriagadores se asemejan como copia al carbón a los de la camaradería nazi, la cual actúa —según Haffner— como un veneno: «los venenos pueden hacer feliz, el cuerpo y el alma pueden anhelar venenos, y los venenos pueden ser curativos e indispensables en su lugar. Sin embargo, siguen siendo venenos». Un veneno que la mayoría de los sodálites siguen dispuestos a tomar, ciegos al lado de oscuro de su felicidad sectaria.

Cuando yo era niño, uno de los nombres que más repetía mi papá -que habría cumplido 93 años el pasado 29 de abril- cada vez que hablaba de los más bravos de la música criolla era Lucas Borja, líder y fundador de Los Romanceros Criollos, una de las ententes jaraneras más importantes de la edad dorada de nuestra música costeña. En ese entonces, mediados de la década de los ochenta, era común que, en casa de la abuela, mi viejo y sus hermanos terminaran cantando valsecitos de la Guardia Vieja, esos de letras con sobreesdrújulas y nombres atípicos de mujer -Hermelinda, Zenobia, Anita, Alejandrina-, con las gargantas inspiradas por los vapores de peruanísimos y poco sofisticados piscos, aquellos tiempos en que el plateado brebaje no era orgullo turístico nacional como lo es ahora.

En mi distracción infantil, creía que Lucas Borja era el vocalista principal -todavía no entendía que no siempre el que canta es el cabeza de serie- de ese trío forjado entre los Barrios Altos y el Rímac que ha dejado un par de canciones que aun hoy son infaltables en cualquier setlist de música criolla que se respete. Los Romanceros Criollos eran una máquina criolla que funcionaba como un todo muy bien calibrado: si Guillermo Chipana era el guitarrista afilado, de los pocos en usar uñas de plástico; y Julio Álvarez era el inconfundible cantor de estentórea y aguda voz; era Lucas Borja quien llevaba la batuta, movía los contratos y hacía los arreglos musicales. Como Malcolm Young en Ac/Dc, don Lucas era el motor que hacía andar esos engranajes desde un saludable y estratégico perfil bajo. Y Los Romanceros Criollos eran su banda.

Vi la noticia de su muerte en redes sociales, anunciada por instituciones como Apdayc (Asociación Peruana de Autores y Compositores del Perú) o la Soniem (Sociedad Nacional de Intérpretes y Ejecutantes de Música). Y replicada por grupos de Facebook como Perú Criollo en el Mundo -una de las fuentes informales más interesantes de material fotográfico y reseñas de artistas de nuestra música- o personas pertenecientes a sus familias, tanto la sanguínea como la criolla: su viuda Luisa Ramos, Celeste Acosta Román, hija de don Manuel Acosta Ojeda (1930-2015); Alfredo Kato, legendario periodista cultural que, hacía pocos meses, le había organizado un sentido homenaje en el Centro Cultural Peruano Japonés de Jesús María que pasó, por supuesto, desapercibido para la gran prensa. Con pena, sus amigos, colegas, alumnos y seguidores lamentaban un deceso que, mirado objetivamente, era más bien un merecido descanso. Lucas Borja falleció el 10 de marzo a los 90 años, por complicaciones asociadas al Alzheimer que lo aquejaba desde hacía ya buen tiempo.

¿Cómo es que un hecho como este es olímpicamente ignorado -en los dos sentidos, tanto el de desconocer/no saber como en el de no dar importancia/despreciar- por los medios masivos? O sea, más allá de las notitas que más parecen pie de página y el post de condolencias del Ministerio de Cultura, no hubo ninguna cobertura acerca de la muerte de un artista criollo importante. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué somos tan mezquinos con nuestros artistas? La semana pasada, en TV Perú-Canal 7, emitió un episodio de la nueva etapa de su programa Sucedió en el Perú, en el que abordaron, con extremada ligereza, el siempre interesante tema del ochentero rock subterráneo. Ningún rigor, ninguna dedicación para recuperar la memoria de nuestros sonidos. No importa que sea el sonido del pasado más antiguo -Lucas Borja lideró jaranas desde mediados de los años cincuenta- o que sea parte de la historia reciente, con implicancias políticas y todo. 

Esa misma mezquindad fue la que provocó comentarios irracionales e idiotas cuando circuló la noticia de que Susana Baca, la gran diva internacional del canto negro, admirada en todas partes, estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos. Hace poco dejó el cuadro de gravedad y cumplió 80 años en su casa, recuperándose. Las redes y algunos medios celebraron este hecho, pero tampoco fue parte de ninguna portada. Si los grandes públicos de nuestro país no tienen idea de quiénes son sus artistas es por ese abandono intencional de los medios que abdicaron, desde hace muchos años, a su función de ser vitrina para las voces y sonidos que, a pulso, dieron forma a esa idiosincrasia musical que tanto utilizan cuando se trata de vender algo -una campaña publicitaria, una propaganda política.

La producción musical de Los Romanceros Criollos se remonta al año 1959 en que apareció su primer LP, bajo el sello MAG, del productor Manuel A. Guerrero (1917-1991). En aquel disco, Borja, Álvarez y Chipana dejan clara su vocación por el vals picadito y alegre, heredero de la Guardia Vieja y, a pesar de que la calidad de audio no es necesariamente la mejor, se siente el kilometraje que ya traía el terceto. Después de todo, venían tocando juntos hacía seis años, cuando Borja ensambló al grupo en 1953.

Antes de eso, Lucas Borja ya venía dando vueltas por la escena criolla, prácticamente desde su adolescencia. Primero, junto a Carlos Zambrano y Enrique Delgado formó Los Embajadorcitos, la versión joven de los Embajadores Criollos de Rómulo Varillas (1922-1998), a quienes acompañaban en sus encerronas de rompe y raja. Después de un breve paso por Los Troveros Criollos formó Los Rimenses, junto a Alberto Luque y Héctor García. Y, ya en medio de sus correrías con Los Romanceros Criollos, lideró a Los Palomillas, con García y Delgado. En este último grupo también participó, reemplazando al futuro líder de Los Destellos, otro gran guitarrista de nuestro folklore, José “Pepe” Torres Ventocilla. 

La aterciopelada segunda voz de Lucas Borja complementaba al potente y claro tono de Julio Álvarez, mientras hacía bordones y tundetes precisos para hacerle la camita rítmica -ante la ausencia de cajón y castañuelas- que necesitaba Guillermo “el chino” Chipana para sus trinos. En este disco destacan la polka Oh dinero, el valsecito Chinita linda (de Ángel Aníbal Rosado, el mismo que compuso la popular cumbia Cariñito), de interesantes arreglos vocales que recuerda a las canciones del “Carreta” Jorge Pérez (1922-2018) o Ambiciosa, divertido vals dedicado a aquellas mujeres que solo piensan en cosas materiales. 

Pero lo que más llama la atención de este debut son las primeras versiones, con arreglos ligeramente distintos, de las dos canciones más conocidas de Los Romanceros Criollos. Por un lado, el vals Engañada, escrito por Luis Abelardo Takahashi Núñez (1926-2005) -compositor nisei lambayecano que dejó al cancionero criollo algunas de sus joyas más recordadas como los valses Con locura, Embrujo o las marineras Sacachispas y Que viva Chiclayo, entre otras- que ha sido interpretado por infinidad de artistas, incluyendo al cantante argentino Juan Carlos Baglietto, quien la grabara en 1999 con su compatriota Lito Vitale (piano) y el peruano Lucho González (guitarra) para un álbum titulado Honrar la vida (1999). Aquí una alucinante versión en vivo que hizo este trío de polendas.

Y, por el otro, el conocidísimo China hereje, originalmente un tango escrito por el uruguayo Juan Pedro López y que había sido cantado, previamente, nada menos que por Carlos Gardel (1890-1935). La versión vals, con arreglos de don Lucas, fue tan popular en nuestro país que muchos estaban convencidos de que la había compuesto él. En el año 1999, la banda de hard-rock y fusión La Sarita incluyó en su álbum debut Más poder, un tema llamado China hereje, con letra que alude frontalmente a Keiko Fujimori y la satrapía que padecimos toda esa década. En medio, la banda introduce una versión alcoholizada del vals de Los Romanceros Criollos, en la que Julio Pérez simula el canto de cantina con efectos de distorsión para diferenciarla de la potente catarsis rockera del tema central.

De frac, de chalanes o con ropa casera, Los Romanceros Criollos aparecen elegantes y serios en las portadas de sus clásicos discos de larga duración, pero detrás de esos rostros adustos se escondía siempre la limeñísima chispa criolla y esos guapeos tan característicos de los valses de antaño. A menudo se le puede escuchar a Julio Álvarez -cuyo apellido paterno era realmente Serna- animar a su gallada gritando “¡Arriba Romanceros!”. Para cuando apareció el segundo LP, titulado ¡Vuelven! (1971), su sonido dejó de lado la influencia de Los Troveros Criollos para hacerse más señorial, sin dejar el sabor a callejón y jarana.

Ese LP, también lanzado bajo el sello de Guerrero, comienza con un interesante juego vocal en el vals Crepúsculo (del trujillano Alberto Condemarín, autor también de Hermelinda, éxito de Los Morochucos), donde escuchamos sus características armonías a tres voces. Así, quedó definido el estilo de Los Romanceros Criollos, que incluyó además polkas, marineras y hasta huaynos -su versión de Valicha (Mi serenata, 1981) es excelente. Para grabaciones posteriores, incorporarían al legendario cajonero Gerardo Fernández Lazón, más conocido en la escena criolla como “Pomadita”.

Entre 1973 y 1981 Los Romanceros Criollos lanzaron seis álbumes más, siempre con la misma formación, un hecho que los convertiría, años más tarde, en el único conjunto criollo que llegó al siglo XXI con sus integrantes originales. Cada una de sus grabaciones contiene éxitos como Todo se paga (China hereje, 1973), Ventanita (Los Romanceros Criollos, 1976), la polka Mi conejito (25 peruanísimos años, 1978), Rosa rosita (Vol. 3, 1975) -de interesantes armonías vocales- y varias de las composiciones del maestro Lucas como, por ejemplo, Cantar llorando (Bodas de plata, 1979), Consejo (25 peruanísimos años, 1978) o ¡Púchica! (Mi serenata, 1981). 

Las versiones de Engañada y China hereje que hasta ahora escuchamos -y que están incluidas en los CDs recopilatorios que produjera la recordada casa discográfica Distribuidora y Ventas S.A. (Disvensa)- se grabaron en 1973, para el LP China hereje (Discos El Virrey). En estos discos no faltaron, por supuesto, temas de la Guardia Vieja como El guardián, Blanca Luz, Hortencia, La pescadora o el alegre canto de jarana Marinera y resbalosa. Una de las más importantes contribuciones de Lucas Borja como compositor es Amorcito, popularizado por el trío mixto Los Kipus (LP Los Kipus en la TV, 1961). Los Romanceros Criollos grabaron su propia versión, algunos años después, aunque definitivamente no se hizo tan conocida como la cantada por Carmen Montoro. 

Lucas Borja fue, además de músico criollo, contador y abogado -trabajó mucho tiempo como funcionario público en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones-. También fue torero pero bueno, nadie es perfecto. Además de todo eso fue un apasionado de la historia de nuestro país, especialmente las etapas de la Independencia (1821) y la Guerra del Pacífico (1879-1884). Su obsesión por temas patrióticos hizo que su amigo, Manuel Acosta Ojeda, lo apodara “Loco por el Perú”. Ya en las últimas producciones discográficas de Los Romanceros Criollos -Bodas de plata (1979) y Mi serenata (1981)- había comenzado a introducir valses de corte peruanista, como el tondero Ayacucho 1824 o los valses El Huáscar y A Miguel Grau. También en ese tiempo, Lucas Borja y Los Romanceros Criollos participaron de un EP de cuatro canciones, con el acompañamiento de la cantante chimbotana María Obregón y la orquesta Caballero de los Mares -dirigida por su esposo, Jorge Caballero-, con canciones escritas y cantadas por él como Guerra con Chile y Caballero de los Mares.

Esta última parte de la trayectoria de Lucas Borja, menos conocida, es acaso más interesante y quizás sea la razón por la cual el consuetudinario desprecio que por la cultura demuestran los medios convencionales desde hace más de cuarenta años se ensañó de manera particular con él. Durante las décadas de los ochenta y noventa, mientras personajes como Augusto Polo Campos (1932-2018), Los Hermanos Zañartu o Arturo “Zambo” Cavero (1940-2009) se codeaban permanentemente con el poder político, don Lucas se la pasó investigando, recopilando y difundiendo canciones peruanas con temas abiertamente nacionalistas, que no tenían ningún resquemor en demostrar, por ejemplo, su antichilenismo o su apoyo a la causa boliviana de tener salida al mar (sería, para muchos desubicados de hoy, un “progre rojete”). Los tres, Borja, Obregón y Caballero formaron el Trío Patria, en el año 1988, que se disolvería poco tiempo después.

Junto a la cantante Luisa Ramos retomó este proyecto de canciones patrióticas, bajo el nombre Dúo Patria, presentando homenajes a figuras de la historia como Andrés Avelino Cáceres, Miguel Grau, Francisco Bolognesi y rescatando del olvido los poemas que el ecuatoriano Numa Pompilio Llona (1832-1907) había escrito a fines del siglo XIX acerca de la noble gesta de Miguel Grau Seminario. A veces a dúo y, desde 1996, acompañados por el hijo de Borja, Lucas Jr., actuaban en peñas y colegios, auditorios como el de Derrama Magisterial y programas televisivos como Mediodía Criollo (TV Perú), cuando era conducido por la cantante alemana Ellen Burhum y con Pepe Torres como director musical. 

El Dúo Patria lanzó cuatro producciones: Gloria a las cautivas Tacna, Arica y Tarapacá (1991), Defendamos nuestra música peruana (1995), Gloria a Grau (2005) y Gloria a los héroes (2011), con sumo esfuerzo a través de grabaciones y financiamientos propios. ¿Alguna vez escuchó usted sus canciones de forma repetitiva en la radio o en la televisión, como se escuchan éxitos ligeros como Mal paso o Regresa? Yo tampoco. Por suerte, tenemos YouTube para solucionar ese problema.

Criollismo y nacionalismo definieron la carrera larga y prolífica de este “buen cantor, guitarrista y chupa caña” que hoy ya está junto a sus compañeros Guillermo Chipana y Julio Álvarez, fallecidos los años 2002 y 2014, respectivamente, jaraneando en otro plano. Vaya al diablo el perrito y la calandria… 

Una de las mejores noticias para el futbol peruano es la aprobación de la ley de viabilidad de los equipos profesionales de fútbol (proyecto 1137), en la comisión de Economía. Quienes quieren detenerla -Gremco y los compadres- están realmente desesperados para que no llegue a aprobarse en el Pleno del Congreso.

Puntualmente establece un régimen excepcional para lograr que los clubes puedan presentar un plan de viabilidad que garantice el pago total de su deuda concursal, tributaria y corriente, su recuperación financiera y deportiva y la protección de su patrimonio.

¿Qué se establece? Que sea la Sunat la que administre el club hasta el pago total de su deuda concursal, tributaria y corriente. Y la Sunat, mediante concurso público, nombra un administrador.

La ley complementaria establece una tabla de montos y plazos obligatorios para que exista certeza jurídica del cobro de sus acreencias a entidades públicas y privadas.

Su vigencia previa ha logrado resultadosextraordinarios. El caso de Universitario de Deportes es excepcional: viene avanzando de una manera acelerada con el pago de la deuda corriente, que incluye la tributaria a favor del Estado. Ha duplicado los ingresos del club y dejado de depender solamente de los derechos de transmisión. Debido al éxito deportivo, ahora la taquilla es su principal ingreso, batiendo sus récords de asistencia en 100 años y recaudando más de 25 millones de soles por ese concepto que el año pasado. Por esos mismos logros deportivos, el nivel de los sponsors del equipo ha aumentado en cantidad y sobre todo en rentabilidad. Las cifras de hoy son muy superiores a las de toda su historia. Hay nuevas unidades de negocio como Socio adherente que acercaron al hincha con el club y lograron ingresos nunca antes generados. Se ha modernizado totalmente el viejo estadio Lolo Fernández y levantado el coliseo Apuesta Total para sus otras disciplinas como el vóley y futsal down. Y la base de todos estos logros ha sido una nueva realidad deportiva con grandes éxitos que han despertado la ilusión de toda la familia crema que ha vuelto masivamente al estadio.

Después de un carrousel de administraciones concursales fallidas que llevaron al equipo a la quiebra económica y deportiva, la institución se ha levantado de sus cenizas para celebrar su centenario como campeón del fútbol peruano 2023 y ahora campeón del torneo Apertura 2024.

El fantasma de Gremco que llevó al equipo a sus noches más oscuras ha desaparecido por ahora gracias a la Ley 31279 y se espera que ello se consolide con la nueva ley. El Congreso no puede estar de espaldas a la realidad de millones de hinchas del fútbol.

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