Opinión

[La columna deca(n)dente]  El 7 de marzo, en Expreso, Alejandro Muñante, congresista de Renovación Popular, publicó un texto titulado “¿Qué es una mujer?”. En dicho artículo, el también pastor evangélico cual cruzado con la espada desenvainada, emprende una batalla contra el mayor enemigo de nuestro tiempo: una palabra. No la corrupción, no el crimen ni la impunidad, sino la malvada, escurridiza y omnipresente palabra “género”. En su cruzada lingüística, nos advierte que las mujeres están en peligro, no por la violencia, la desigualdad o el feminicidio, sino porque alguien, en algún lugar, no ha definido “mujer” como él quiere.

Siguiendo el manual del populismo conservador, el pastor Muñante nos ofrece una dicotomía simple: de un lado, los defensores de la verdad biológica absoluta; del otro, las hordas de fanáticas y fanáticos de la «ideología de género», esa conspiración global que, al parecer, es responsable de todo, desde los embarazos adolescentes hasta el aumento del precio del pollo a la brasa. Su frase “las que no pueden definir lo que es MUJER, están asustadas porque ahora les vamos a enseñar a hacerlo” revela una ambición pedagógica insólita: un congresista decidido a dar clases de biología básica a quienes no han solicitado su sabiduría descomunal.

La clave de su discurso no está en su pedagogía improvisada, sino en su brillante estrategia política: si los problemas del país siguen sin resolverse, el truco es cambiar de tema. No hablemos de la lucha contra las organizaciones criminales; hablemos, en cambio, de la semántica de “mujer”. No discutamos violencia de género, pongamos en duda si el género existe. Esta es una estrategia discursiva de manual: construir un enemigo difuso —la ideología de género— y culparlo de todo. ¿Las políticas públicas no han eliminado la violencia contra las niñas, adolescentes y mujeres en todos estos años? Claramente es culpa del feminismo, no de la falta de gestión, presupuesto o ejecución.

Su rechazo al término «feminicidio» es otro giro magistral: si no nombramos el problema, el problema desaparece. Es un método infalible, similar a cerrar los ojos y esperar que el monstruo bajo la cama se esfume. Y cuando cuestiona la efectividad del Plan Nacional de Igualdad de Género, aplica la lógica del “si no resolvió todo de inmediato, no sirve”. Siguiendo esa línea, deberíamos eliminar el Congreso, dado que no ha erradicado ni la corrupción ni la crisis política y, por el contrario, sirve de todo corazón a los intereses de las organizaciones criminales.

En el fondo, lo de Muñante no es un debate, es una performance. Un show donde se presenta como el último bastión de la cordura ante el supuesto caos de la “ideología de género”, una amenaza tan peligrosa que, curiosamente, solo existe en los discursos de quienes la combaten. Su insistencia en reducir la realidad a definiciones rígidas no es un acto de rigor intelectual, sino un truco de prestidigitación: mientras discutimos su lección improvisada de biología, nadie le pregunta por las redes criminales enquistadas en el Congreso, la precarización del Estado de derecho o la impunidad rampante.

Pero si de definiciones se trata, quizá debamos concederle una: Muñante es la prueba viviente de que el conservadurismo no necesita argumentos, solo espantapájaros a medida. Su cruzada contra el género es tan útil como discutir si el agua está demasiado mojada. Si la política se limitara a jugar con palabras, Muñante sería un estadista colosal. Lástima que legislar implique lidiar con la realidad y no únicamente con su diccionario imaginario.

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La torpeza geopolítica de Trump lo único que va a lograr -contra sus propósitos- es fortalecer a China en el mapa del poder global. Ya la potencia oriental se acerca a los Estados Unidos y simplemente es cuestión de tiempo para que la alcance, fruto del abandono de Washington de los cánones del capitalismo democrático. Con Trump, ese acercamiento se va a acelerar.

Ya China le ha respondido con aspereza inhabitual a los actos de matonería trumpista y se prevé que no se va a dejar pisar el poncho ante la arremetida destructiva del inquilino de la Casa Blanca.

La guerra comercial la va a ganar China. Tiene más que ganar que perder en esa escalada proteccionista lanzada por un antiliberal Trump. Y lo más probable es que bloques tradicionalmente cercanos a los Estados Unidos, como la Unión Europea, empiecen a mirar a China como socio comercial más relevante e, inclusive, militar.

En general, lo que va a lograr Trump es eso, darle mayor predominancia a China en el orbe. Inclusive, Latinoamérica, que ya tiene vínculos sólidos con Beijing, se verá compelida a reforzarlos ante el maltrato norteamericano.

Estados Unidos estaba llamado a reconstruirse, pero en base a un reencuentro con su larga tradición liberal, no con el oscurantismo político y económico que la oligarquía tecnocrática, boyante en dólares pero carente de ideas políticas inteligentes, parece servirle de guía al gobernante republicano.

Cinco años de oscurantismo económico y político le esperan a los Estados Unidos, con la propia democracia liberal puesta a prueba por los arrebatos presidenciales, y en ese trance se va a llevar de encuentro el influjo global que como primera potencia democrática mundial le correspondía desempeñar.

 

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Si algo debe hacer la sociedad civil -en la cual juegan un rol activo los medios de comunicación- es evitar sumarse a la polarización política que ya cunde en el país.

La visión bipolar de la sociedad y las instituciones o personas mata cualquier debate matizado, serio, plural y, por ende, productivo que haya, arrinconando los términos de la discusión en dos extremos que se niegan y no establecen ningún punto de contacto, como la realidad es, llena de complejidades y ambiguedades que no admiten una visión encasillada de las cosas.

La polarización, fenómeno que separa a la sociedad en dos bloques irreconciliables, es el veneno de la democracia. Convierte el debate ideológico en una batalla de bandos, donde el razonamiento cede ante la pasión y la verdad se diluye. Los ideales se transforman en estandartes de guerra, enfrentando a ciudadanos no por sus convicciones, sino por su afiliación a una causa o ideología que no admite matices.

En lugar de encontrar puntos de convergencia, se elevan los muros de la incomprensión y el odio. Así, los que piensan de manera distinta no son adversarios con los que se debe debatir, sino enemigos a los que se debe destruir. La convivencia, que es la piedra angular de cualquier sociedad plural, se resquebraja cuando las ideologías se convierten en trincheras donde la civilidad es reemplazada por el fanatismo.

El peligro no radica en el desacuerdo, sino en la incapacidad para tratarlo con respeto y razonabilidad. La polarización lleva a un callejón sin salida, donde los extremos se refuerzan mutuamente y la moderación, ese espacio intermedio, se pierde. Lo que debería ser un debate enriquecedor, se convierte en una guerra de posiciones irreconciliables, y la democracia, condenada a la lucha constante entre facciones, se torna inviable.

Si la DBA y los “caviares” se quieren destruir entre ellos, problema suyo debe ser. La sociedad peruana es mucho más compleja que ese blanco y negro al que nos quieren llevar.

La del estribo: muy recomendable la miniserie de Netflix, Gatopardo, inspirada en la novela histórica de Lampedusa, que narra los pormenores de una familia aristocrática en medio de la revolución reunificadora de Italia a fines del siglo XIX.

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[Música Maestro] Hace unos días, en esta misma página digital de noticias, apareció una columna en que se decía que, en líneas generales y resumiendo, «Shakira es una mujer influyente«. Palabras más, palabras menos, la autora -tan desconocida como yo- aseguró con genuina emoción que la megaestrella colombiana de 48 años, promotora del aprovechamiento monetario de la vida privada y, junto a J-Lo, Karol Gy muchas otras, responsable de reducir el concepto mujer latina a un homogeneizado subproducto porno-soft para públicos masculinos anglosajones, «une» a las mujeres. 

Aunque es respetable, una visión tan superficial puede entenderse en ciudadanos sin mayores horizontes que los impuestos por la supervivencia, que llenan sus vacíos emocionales con toda clase de entretenimientos baratos, ilusionándose con los oropeles brillantes y sin contenido de vidas ajenas que jamás serán las suyas. O en profesionales, insertados exitosamente en el mercado laboral cuyas apreciaciones no tienen mayor alcance, más allá de sus propias conversaciones amicales o familiares, las mismas que pueden darse en forma presencial y a través de sus perfiles en redes sociales, de las que no surgirá jamás ninguna corriente de opinión.

Pero esa misma visión fanatizada, vertida en un medio como este que aun apuesta por el periodismo digital escrito en plena era de Streamers/YouTubers, sirve como muestra de cuánto daño han hecho Shakira y afines a la autoestima femenina latinoamericana, al punto que adolescentes y adultas jóvenes siguen y defienden con una pasión digna de otras causas los engreimientos, disfuerzos y fingidasactitudes de una artista que, en tres décadas de carrera, pasó de ser ella misma una joven idealista que escribía canciones simples e inteligentes, dirigidas a la reflexión sin caer en lo panfletario o la moralina, a convertirse en prototipo del lado más abyecto y materialista -la capacidad de “facturar”- de lo que actualmente se conoce como “empoderamiento femenino”. O sea, no está mal que les guste su música pero de ahí a rendirse a sus pies, rendirle culto y darle categoría de líder, el trecho hacia abajo es bastante largo.

En esos mismos días, marcados por la Shakiramanía y su intoxicación supuestamente acebichada, vimos en casa -en el YouTube- alrededor de media hora de videos de Lita Pezo, una joven cantante peruana dueña de una muy buena voz y auténtico carisma, características que le han permitido hacerse conocida en el medio local. Sin gritar ni abusar de odiosos melismas, Pezo ha construido una imagen pública como intérprete de baladas y boleros clásicos, los cuales adorna y revitaliza con su estilo que aspira a la fineza, la intensidad emocionaly la sobriedad como marcas registradas, evocando con ello a cantantes como Rocío Dúrcal, Celine Dion o Isabel Pantoja -a quien imitaba desde niña-, en la orilla opuesta del celebrado y simplón exhibicionismo que hoy es más vigente y rentable que nunca.

Y, como buena hija de su tiempo, Lita Pezo también incluye en su repertorio canciones más modernas, desde baladas como Tormento de amor (Marcela Morelo, 2000) hasta trova boliviana como el himno Ave de cristal, una canción de Los Kjarkas originalmente grabada en 1995 que adquirió renovada popularidad en el 2012 en la versión del Grupo Pacha, proyecto paralelo ideado por varios integrantes de los famosísimos intérpretes de Llorando se fue y Wayayay. Hasta los insoportables reggaetones suenan bien en la voz de Lita y su grupo de músicos, jóvenes y peruanos como ella, a veces apoyados por gente de más experiencia en la escena local como el percusionista Williams «Makarito» Nicasio o el guitarrista acústico, experto en música criolla y flamenca, Ernesto Hermoza.

Esta contraposición arbitraria -Shakira versus Lita Pezo- me sirve como punto de partida para lanzar unas cuantas ideas relacionadas al Día Internacional de la Mujer Trabajadora, le añaden algunos, para respetar el nombre original de esta efeméride surgida en EE.UU. y Europa a comienzos del siglo XX en entornos, digamos, más proletarios- y la precarización actual de las luchas femeninas reflejadas en distintas expresiones musicales de aquí y de allá. Por ejemplo, Beyoncé y Nicky Minaj son más populares y admiradas entre masivos públicos femeninos, en el país que en estos días dejan en ridículo Donald Trump y Elon Musk, que Samara Joy y St. Vincent, dejándonos claro que el exhibicionismo y la cosificación, antes combatidas, son ahora fuentes de inspiración para las juventudes norteamericanas.

Esa precarización también se manifiesta, por supuesto, en otros ámbitos como la política –Keiko Fujimori o Dina Boluarte, en el ámbito nacional; la argentina Cristina Fernández o la italiana Giorgia Meloni, en el internacional, son solo botones de muestra-, el cine, la publicidad o las redes sociales y sus ofertas de enriquecimiento económico a partir de una de las distorsiones más agresivas del uso online del cuerpo -la prostitución del OnlyFans, tan conocida por nuestro Congreso. Pero en la música popular podemos identificar señales más claras de ese empobrecimiento canalla que, a lo largo de la historia, también ha ido cayendo cada vez más bajo.

Desde que se produjo, en Occidente, la explosión de la industria del entretenimiento, el público se ha visto expuesto siempre a la presencia saludable de mujeres que, por su inteligencia, creatividad, irreverencia y extraversión, han sido capaces de destacar en una industria generalmente dominada por hombres. Pienso, solo por mencionar a dos importantes cantantes de la era dorada del pop-rock, en personajes tan disímiles como Joan Baez (de 84 años recién cumplidos en enero)y Tina Turner (1939-2023), quienes demostraron, armadas de guitarras acústicas o zapatos de taco aguja que no necesitaban quitarse la ropa para hacerse notar.

Así, podríamos recorrer -como ya lo hicimos en esta columna el año pasado– el amplio y colorido abanico global en el que entran Ella Fitzgerald, Susana Baca, Maria Callas, Grace Slick, Alicia Maguiña, Miriam Makeba, Björk, Celia Cruz, H.E.R., Lana del Rey y un larguísimo etcétera y descubrir que, aunque el consumismo ligero y las modas se impongan, hubo y sigue habiendo artistas mujeres que, en las diferentes épocas de la música popular, durante sus años de juventud, demostraron e impusieron su talento sin dejar de lado su femineidad y, sobre todo, esa sensibilidad que las hace diferentes y superiores, en muchos aspectos, a nosotros.

En paralelo, comenzó el proceso lento de descomposición y tendenciosa confusión de mensajes que generó la idea de que la mujer“se empoderaba” si permitía ser usada como símbolo sexual, aun cuando se convertía voluntariamente en producto, pues tenía la supuesta capacidad de decidir sobre su destino y el uso de su imagen, germen de todo lo que vino después.

En la década siguiente, los siete años iniciales de la trayectoria de Madonna (1983-1989) se volvieron símbolo de esa postura, jugando con los clichés del glamour y la sensualidad, extraído de las “chicas pin-up” del cine clásico, que tiene representantes desde los años cincuenta y sesenta como Betty Page (1923-2008) o Marilyn Monroe (1926-1962), máscaras ficticias detrás de las cuales se escondían mujeres sometidas a toda clase de abusos, una constante en muchos de estos casos. En ese contexto, cabe preguntarse: ¿En qué espejo deben mirarse las mujeres peruanas de hoy? ¿En el de Shakira o en el de Lita Pezo?

La pregunta puede parecer antojadiza y hasta inútil -ya imagino las reacciones en contra- pero es irreverente y necesaria porque involucra aspectos de preocupante actualidad que se desprenden de esta clase de preferencias masivas, desde las múltiples formas de acoso virtual -ciberbullying, sexting- hasta el abuso doméstico de naturaleza física, psicológica y sexual, pasando por los elevados índices de embarazos no deseados en niñas y adolescentes, la presencia cada vez mayor de mujeres en bandas delincuenciales y la irracional admiración que prodigan chicas de edades que oscilan entre los 8 y los 18 años a una señora que, pudiendo ser su madre o su abuela, sale a dictar cátedras rapeadas sobre cómo insultar a otra mujer, normaliza la hipersexualización de su imagen y lanza canciones en las que cuenta sus pataletas por el final de una relación fallida exponiendo, en el camino, a sus propios hijos, en un papelón continuo y voluntario porel cual recibe millones de dólares.  

El origen de la comparación fue escuchar a la simpática Lita Pezointerpretando a dúo con otro talentoso joven nacional, Sebastián Landa, imitador de José Feliciano, una balada de los años ochenta que describe una situación adulta y emocionalmente grave, similar a lasque Shakira banaliza con sus mensajes callejoneros, esos que balbucea en clave de reggaetón. Me refiero a Para decir adiós, composición del portorriqueño Roberto Figueroa que grabaron la ítala-norteamericana Eydie Gormé (1928-2013) y el boricua Danny Rivera grabaron originalmente en 1977 pero que llegó a nuestros oídos en la versión de José Feliciano y la norteamericana Ann Kelley, incluida en un LP del extraordinario cantante y guitarrista invidente, orgullo de Puerto Rico y de América Latina, titulado Escenas de amor (1982). Pezo y Landa la cantaron juntos en un concurso televisivo de Chile y los jurados quedaron boquiabiertos y emocionados por ambas voces. En especial por la de Lita.

La terna de jueces de ese capítulo chileno de la franquicia Mi nombre es… se deshizo en halagos para la joven de 25 años con adjetivos como “elegante”, “maravillosa”, “fina”. Nuestra compatriota, vestida de impecable vestido largo, maquillada/peinada sobriamente y ejecutando un paseo por el escenario que podemos describir a un tiempo como delicado y atractivo, hizo suya la historia de una mujer que comprende, con dolor, la decisión de su pareja de concluir una relación que los mantuvo unidos mucho tiempo. Sin disfuerzos ni revanchas, la letra de esta canción narra la reacción digna y responsable, madura y coherente, que una mujer -o un hombre- debe mostrar ante una de esas vueltas que a veces –muchas más de las que quisiéramos creer- da la vida. Con elegancia y clase, con tristeza y resignación, la voz de Lita Pezo expresa esos sentimientos y convence por su don artístico.

¿Por qué entonces las niñas y adolescentes deliran, a nivel mundial,por ser como Shakira, grotesca y estruendosa, de aspecto más cercano a las estrellas de la industria porno-soft de Instagram y cosas peores? ¿Por qué se identifican con la agresividad, los andares simiescos, los pelos revueltos, el sobajeo farsante? ¿Por qué relegan la formalidad, la sensualidad misteriosa y pausada, el respeto al público?

Por un lado, la colombiana representa un papel, independientemente de que lo haga bien o mal. Aquello de la mujer poderosa que ya no se amilana ante los hombres abusivos o tontos con los que se cruza, es una construcción social posmoderna que, alguna vez, tuvo sentido. Pero hoy está más contaminada que nunca por esa mescolanza nacida a partir de la independencia económica que brinda ser “una mujer deseada” combinada con aquello de que, para desquitar siglos de opresión y abuso, las mujeres hayan decretado que tienen el derecho a portarse tan mal como los hombres, en una dinámica de igualamiento hacia abajo que ha demostrado ser nociva y sumamente tóxica para el desarrollo de las sociedades y la vida en convivencia.

Por su parte, la peruana interpreta el papel de la artista que engalana un escenario con su presencia, con su porte y, sobre todas las cosas, con su voz. Porque, al final de cuentas, estamos hablando de cantantes aquí. De calidades vocales. Y las diferencias saltan contundentes al oído. Y no es que Pezo descuide su imagen, todo lo contrario. Pero, lamentablemente, las preguntas siguen en el aire. ¿Por qué las niñas y adolescentes abrazan lo exagerado y reniegan de lo discreto? ¿Por qué prefieren tomar como modelo de éxito y poder femenino la imagen de una bailarina de club nocturno y no la de una cantante de telúrica fuerza interior?

La mala y manipulada interpretación de la subcultura de “lo fashion” es una propuesta que genera graves distorsiones en la mentalidad de millones de niñas, adolescentes y adultas jóvenes que aspiran a alcanzar ese mismo brillo superfluo (y vacío), esa misma cuenta bancaria (y llena), aun cuando así vayan en contra de más de un siglo de luchas de sus congéneres que, poco a poco, fueron logrando con esfuerzo y no pocas mártires espacios para la mujer, reivindicándola y arrancándola del tradicional, execrable y, durante siglos, socialmente aceptado maltrato masculino. Qué lejos los tiempos en que la colombiana componía sobre problemáticas juveniles, como lo hizo en su tercer y cuarto álbumes Pies descalzos (1995) y ¿Dónde están los ladrones? (1998).

En Instagram, Shakira tiene casi 92 millones de seguidores. Lita Pezo, alrededor de 185 mil (500 veces menos, aproximadamente). Y no es solo por la diferencia de edad -la colombiana tiene 48, la peruana 25- o de recorrido discográfico. Para hacerse más popular entre sus propios compatriotas, Lita Pezo aceptó de buen grado participar en un reality de cocina en el que terminó entremezclada con las hijas de un personaje vinculado a lo peor de la política, la corrupción y la farándula y otro que celebra con carcajadas las intenciones de un periodista de Willax que quiere pegarle a una colega mujer, cuando el talento que tiene basta y sobra para que se aleje de esas miasmas de consumo masivo.

Las respuestas a todas estas cuestiones no son definitivas, por supuesto, pero siempre es positivo ensayar teorías. Podemos señalar, pensando en las niñas y adolescentes del Perú, al fracaso de la educación que no estimula una comprensión abierta de la evolución de la música, la industria del entretenimiento y sus conexiones con los cambios sociales, como las gestas por los derechos de la mujer -si no estimula los aprendizajes fundamentales, menos va a estimular esas cosas ¿no? También podemos responsabilizar a los medios de comunicación, guiados por la ganancia y la popularidad fácil, prestos siempre a entronizar aquellas opciones que cumplan con los requisitos mínimos para provocar escándalo y movilizar a la gente a partir de sus urgencias primarias (exhibicionismo, procacidades sutiles o manifiestas, deseos de fama, sexualización).

O, finalmente, al mismo público que convierte en diosas a artistas que, en lugar de darles cosas de valor, les ofrecen actitudes que van en sentido contrario y terminan siendo influencias. Malas influencias.

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Si alguna contribución política puede dejar en alto el actual gobierno de Dina Boluarte sería quitarlespiso a las bases socioelectorales de la izquierda radical que amenazan con ser protagonistas en el proceso del 2026.

Ello consiste básicamente en disponer inversiones públicas importantes en el sur andino, base socialdel radicalismo antisistema del que abrevan los candidatos más beligerantes de la izquierda.

Es casi imposible que Boluarte recupere niveles de aprobación en dichas zonas, sobre todo luego de la brutal represión ocurrida en los primeros días de su mandato y que no ha merecido una conducta de reconciliación sensata e inteligente, pero más allá de su narrativa o su particular situación, que el gobierno ejecute obras de infraestructura que mejoren el nivel de vida de los ciudadanos de esa gran zona electoral del país podría surtir efecto indirecto.

El sur andino representa más o menos el 25% del electorado nacional y si vota, como todo lo hace prever, como lo hizo en la segunda vuelta del 2021, allí nomás ya los radicales tienen asegurado un 16% de la votación nacional, que traducido en votos válidos supera la cifra del 20%. Si le agregamos el resto de las zonas andinas y las zonas pobres de otras regiones del país, cabe asumir como factible la hipótesis de una segunda vuelta entre dos candidatos radicales de izquierda. La sumatoria de votos les alcanzaría.

Esa posibilidad sería un suicidio nacional y nos condenaría no solo a décadas de atraso económico sino eventualmente al camino de un autoritarismo sin retorno, a lo Venezuela o Nicaragua. A toda costa, el país debe movilizarse para impedir que algo semejante ocurra y el gobierno tiene, en ese sentido, gran capacidad y responsabilidad en ayudar a lograrlo. Un plan bien diseñado y con inteligencia social puede contribuir a ello y sería, de por sí, un gran legado político del régimen.

Nuestro querido Guayo está a punto de completar el Estrecho de Tsugaru, en Japón, y con ello entrar en el exclusivo club de solo 34 personas en el mundo que han conquistado los Siete Mares. Solo una sudamericana lo ha logrado hasta ahora: la chilena Bárbara Hernández. Sí, leyó bien, solo 34. Ni en el chat familiar hay tan poca gente.

La comunidad de nadadores ha crecido, pero sigue siendo una minoría. Para ser sinceros, apenas un puñado de valientes disfrutan nadar en aguas gélidas mientras nosotros nos quejamos del agua fría de la ducha. Y lo peor: en el Perú, nadie habla de esto. Porque claro, estamos ocupados con la última polémica del espectáculo o la política.

Pero ahí está Guayo, sin hacer bulla, avanzando paso a paso, o mejor dicho, brazada a brazada. Ya cruzó seis de los siete mares, cada uno una maratón acuática, una hazaña de otro nivel. ¿Y nuestras autoridades? Bien, gracias. Solo un pequeño reconocimiento en el Congreso en 2024. Ni un sol de apoyo, ni una medalla simbólica, ni un diploma impreso en Word. Nada.

Guayo nos cuenta: “El financiamiento de todo este proceso lo he hecho principalmente con recursos propios, con ahorros de toda la vida y la ayuda económica del Dr. Noriega con el Reto Concebir y de Carlos Alcántara de Champiñones Paccu”. Y este último nado no es barato: el presupuesto ronda los 25,000 dólares.

Todo el Perú debería estar aplaudiendo esta proeza. Desde la buena vibra hasta el apoyo económico, porque el esfuerzo es titánico y no se logra solo con ganas. ¿Cómo es posible que casi nadie sepa que tenemos a un compatriota a punto de ser el único peruano y el vigésimo primer sudamericano en lograr esta hazaña?

Y ojo, esto no es un viajecito de fin de semana. Guayo ha tenido que cruzar aguas en Francia, el Canal de Molokai en EE.UU., el Estrecho de Cook en Nueva Zelanda y el Estrecho de Gibraltar en España, cada uno con presupuestos astronómicos. Hasta ahora, ha logrado financiarse con la ayuda de amigos y algunas empresas, pero esta vez el Estado no puede seguir mirando al techo. ¡No podemos dejar pasar esto como si fuera un simple chapuzón!

Hace dos años escribí sobre Eduardo Collazos y sus cuatro mares (https://s.mtrbio.com/ztoiktlfbp). Porque sí, el deporte nos da alegrías, nos limpia de lo negativo y nos da motivos para celebrar. ¿Nos emocionamos con un gol? Claro que sí. Entonces, ¿por qué no celebrar a un peruano que ha nadado más que los peces de Buscando a Nemo?

Guayo es un ejemplo de perseverancia, disciplina y buena vibra. Y siempre digo: «Una persona con voluntad llega más lejos que una persona inteligente». Y Guayo lo ha demostrado. Confieso que cuando quise hacer la Ruta Olaya, busqué a todas las personas posibles y no todas te reciben, pero Guayito nos recibió. Y esta pizarra me marcó. Además, la forma en que nos narra cómo empezó todo es inspiradora:

Esta pizarra me marcó. Además, la forma en que nos narra cómo empezó todo es inspiradora:

“Te confieso que cuando me puse como meta nadar el Canal de La Mancha allá por el 2017 y decidí ir a México a nadar con Nora Toledano una semana para que me pruebe y vea si podía o no lograrlo, NUNCA me imaginé lo que estaba a punto de iniciar sin saberlo…”

Así comenzó todo: Manhattan 2018, Canal de La Mancha 2019, la pandemia en 2020 que suspendió su nado de Catalina, Catalina 2021 y, con ello, la Triple Corona, la primera para el Perú. «No te imaginas cómo lloré de la emoción cuando salí del agua y escuché la bocina del barco anunciando la culminación exitosa del nado. En la orilla estaban mi hermano, unos primos que viven en California y Valeria de Las Truchas, quien, estando en California, se dio el tiempo de ir a esperarme. Nuestra bandera en el kayak, mi hermano me dio otra bandera peruana que besé, llorando de la emoción… Son cosas maravillosas que nunca olvidaré».

Es momento de celebrar, de aplaudir el esfuerzo, de entender que hay peruanos que hacen historia y merecen nuestro reconocimiento. ¡Grande, Guayo! ¡Por el Perú, la patria y la familia!

Al cierre de este texto, nos llegó una invitación para colaborar con el gran Guayo. Este 24 de mayo se realizará una nadada en Agua Dulce, con modalidades con aletas, sin aletas y distancias desde 500 metros hasta 3K. Más que una competencia, será una fiesta para apoyar su última gran travesía. Si estás lesionado o simplemente quieres ayudar, puedes llenar el formulario y adjuntar tu Yape. ¡Todo suma!

Aquí el link https://sistemas.peruswimmers.com/acredita/

Lili Gilvonio

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Los lectores hispanos, en especial los que leemos devotamente el cuento, debemos a Juan Casamayor la revitalización del género, gracias al trabajo que desempeña al mando de su editorial, Páginas de Espuma, que este año está celebrando bodas de plata y ha publicado, entre otros, un nuevo libro de relatos de la peruana Katya Adaui, Un nombre para tu isla. 

Su amplio catálogo da cuenta de la vitalidad y versatilidad que posee el cuento en nuestra lengua, desde exploraciones de carácter realista hasta la construcción de universos cuyos bordes anuncian umbrales hacia lo fantástico, lo extraño, lo grotesco, lo pesadillesco y, más de una vez, lo mítico. Visiones que se aproximan a la vida cotidiana en sus costados más terribles y menos visibles, para alimentar un hecho indiscutible: la maravillosa diversidad del cuento escrito hoy en nuestra lengua. 

Durante mis pesquisas encontré algo interesante y, como se verá luego, no menor: que Juan Casamayor se doctoró en Filología Hispánica con una tesis sobre la poesía española del XVIII, sobre Cadalso, el de las célebres Cartas marruecas. De ahí a ser uno de los editores más importantes de nuestra lengua, hay otra historia, que empieza aquí.

Dice Javier Cercas: “Un escritor es un editor frustrado porque solo publica lo que escribe, mientras que el editor publica lo que le hubiera gustado escribir”.  ¿De alguna forma esta frase te describe?

–No estoy muy de acuerdo con Javier. Eso implicaría que el editor tiene un escritor dentro, un escritor latente o fracasado que se esconde tras la careta de un editor. Yo creo que un editor es ante todo un lector, esa es la base de cualquier proyecto editorial. Yo no llegué a la edición por un deseo de escritura, es más, mientras más edito, más respeto le tengo a la escritura y más le temo a la remota posibilidad de convertirme en escritor. No nací editor ni moriré editor, el editor vive en el gerundio: siempre está aprendiendo. 

¿Cuál ha sido en todo caso el aprendizaje principal de todos estos años?

–Descubrir los secretos de un texto. Gracias a este oficio he ido descubriendo cómo pulir un texto, cómo ajustar sus tuercas, cómo leer finamente para detectar errores o fallas, no digo para perfeccionarlo, no me sobra soberbia. Esa agudeza es un aprendizaje valioso, sin duda. Hasta ahí llegan las ínfulas del escritor que no soy ni quiero ser. 

¿Qué tan determinante es el gusto para un editor?

–El gusto y el buen gusto son conceptos muy de mi formación filológica, tengo que decirlo. Dentro de la extrañeza que son siempre las elecciones que he hecho en mi vida, pues, monto una editorial en torno al cuento, algo que sonaba a misión imposible. Yo me había especializado en la poesía española del siglo XVIII y ahora estoy en este punto: editor de cuentos. Páginas de Espuma, que trabaja con narrativas breves, siendo esto un campo muy flexible, trabaja contra la corriente. El gusto solo se forma en la lectura. Y un editor es fundamentalmente un lector.

¿Hay algún momento o hecho de tu vida que sirva para explicar tu vocación de editor? 

–Vocación es una palabra que la he vivido en la piel. Fíjate, mi familia está vinculada al mundo médico, y no es un detalle menor, creo. Tengo un gran cuidado por la editorial, por los autores con los que trabajo, es casi una analogía de la relación de un médico con su paciente, ¿no? hay un cuidado, un celo, un esmero, muy grandes. Páginas de Espuma tiene un aire de familia, ese es un rasgo definitorio de la editorial. 

Otra figura que podríamos asociar al editor es la de cirujano…

–Y mira que mi padre era neurocirujano (risas). El editor es muchas cosas, es un ser que de vez en cuando cambia de sombrero, que un día sonríe y otro día tiene algo de fenicio. Te confieso una cosa: a los editores nos gusta comer al menos un par de veces al día. Algo que se exige al editor no es solamente que lea bien un manuscrito, porque los autores no escriben libros, escriben manuscritos. Y de ahí nacerá un libro. 

En síntesis, lo que podríamos llamar el método Casamayor tendría una de sus claves en la proximidad con el autor.

–Estoy convencido de que es así. Involucrarse con el autor es clave.

Mencionaste hace poco a Herralde, de Anagrama. ¿Dirías que hay un aire de familia entre ustedes?

–Sí. Yo siento un aire de familia, un parentesco con Herralde, nosotros nos comprometemos con la obra de un escritor, no somos meros editores de un libro. Eso sí, nunca diría Páginas de Espuma C’est moi (risas).

Hay una frase que usamos peyorativamente, “vivir del cuento”. En tu caso adquiere un sentido productivo, positivo. ¿Cómo decides fundar una editorial para, precisamente, vivir del cuento?

–La primera vez que dije esa frase fue hace varios años en una entrevista para El País, y quizá no fue el mejor lugar para decirla (risas). Luego titulé así un discurso para recibir un premio en la Feria de Guadalajara. No es que vivir del cuento sea peyorativo, lo que era peyorativo era el concepto que se había formado la industria editorial respecto a un género. Páginas de Espuma, viene de una idea un tanto arriesgada, un tanto lúdica también. El siglo XXI, gracias al avance tecnológico, ha hecho más accesibles las formas breves y eso beneficia al cuento, que ha generado un espacio comercial del que antes carecía. 

¿Piensas que el cuento latinoamericano tiene alguna singularidad? En tu catálogo hay una presencia femenina muy visible. Y esas escritoras han elegido una escritura cercana a lo extraño, lo grotesco, lo fantástico, entre otros asuntos. ¿Cómo leerías esta recurrencia temática?

–Me cuesta mucho pensar en esa singularidad porque no dejan de ser diecinueve o veinte literaturas de por sí muy distintas, ¿cierto? Esa escritura se da bajo condiciones económicas, sociales y culturales diferentes. La singularidad debe andar por ahí, colándose entre las palabras de cada autor. Una de esas singularidades ha sido la aparición e incorporación de muchas escritoras. Se ha roto el círculo de su invisibilidad. Pero existe el peligro de etiquetar las cosas, desde lo insólito de Samanta Schweblin a lo oscuro de Mariana Enríquez. ¿Dónde situamos entonces a Pilar Quintana o a Guadalupe Nettel, a Gabriela Cabezón o a Katya Adaui? Esa singularidad es flexible.  

Katia Adaui

La recurrencia al fantástico o a lo insólito se vincula con aspectos de lo real.

–Lo fantástico, o mejor, lo insólito, hace ver cosas que están en el entorno, en la realidad de cada escritora. Permite abordar distintas temáticas, distintas militancias, distintas maternidades, abordar una escritura del cuerpo y de la sexualidad, enfrentar los distintos machismos, en fin. Por eso pienso que la etiqueta de estas escrituras sería injusta, limitante. Los reduccionismos no juegan en este partido. Esas escritoras constituyen hoy en día una auténtica vanguardia creativa. 

Eres especialista en literatura española del siglo XVIII. En mi paso por la universidad, se esparcía el mito de que la literatura española de esos tiempos era muy aburrida (risas). Autores como Cadalso podrían contradecir esa idea…

–Estoy de acuerdo en que hubo tiempos más brillantes en la literatura española, eso sí. Yo trabajé la poesía de Cadalso y puedo decir que nunca podemos afirmar que en un periodo de tiempo determinado no hubo textos que valiera la pena leer o estudiar. Lo que se pone a prueba es el rigor de la lectura, una dedicación obrera a esa lectura. Eso me dio la filología. Cadalso fue una elección. No es un tema menor para mí.

Quisiera conocer tu opinión sobre la actualidad de las Humanidades. Se clausuran materias como filosofía o lenguas clásicas en diversas partes del mundo, por ejemplo. También el avance grosero de una reducción de la educación a la formación para el mercado laboral, olvidando a la persona ¿Qué ves en todo esto?

–Venimos de un largo proceso en el que las materias de letras paulatinamente pierden espacio. Es curioso porque al mismo tiempo parece que entendemos cada vez menos este mundo. No soy agorero, pero siento que nos tendremos que alejar de ese día. Tengo un hijo que es arqueólogo, sus amigos son uno actor y el otro artista plástico. ¿Están acaso perdidos para la causa? No. Soy un optimista, es decir, un pesimista bien informado. Y sí, iremos hacia algo mejor. 

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Hace bien el gobierno en retomar los esfuerzos del Consejo para la reforma del sistema de justicia -como ha anunciado el ministro de Justicia, Eduardo Arana-, para refundar tanto el Poder Judicial como el Ministerio Público, hoy gravemente afectados por la infiltración izquierdista que ha politizado su quehacer a extremos delirantes.

Hace bien, decimos, porque, tal cual se plantea la reforma, no se hace al manazo, desde afuera -como se temía-, sino que involucra a los propios actores, por más que aparentemente se muestren reacios a hacerlo (ni Delia Espinoza ni Janet Tello parecen empeñadas en ese propósito). No hay reforma orgánica y viable posible que no involucre a los propios ficales y jueces en el proceso.

Debe acabar de una vez por todas la politización escandalosa de ambos poderes del Estado, producto de una larga y meditada cooptación diseñada por controlar estamentos de poder que electoralmente la izquierda nunca ha conseguido, pero que subrepticiamente ha ido labrando, con la complicidad indolente del resto de la sociedad civil que no miraba con atención lo que se venía produciendo.

Como resultado de ello, hemos visto persecuciones políticas al amparo de la labor fiscal, venganzas menudas, corrupción soslayada, protección teledirigida a los allegados o afines, etc., bajo el influjo de organismos externos que se excedieron en sus atribuciones y actuaron de operadores políticos del resultado obtenido.

Ello debe acabar. No se trata de reemplazar una casta por otra, por cierto, sino de establecer instituciones meritocráticas sin que importe el color de la camiseta del magistrado en carrera. Parte de este proceso supondría acabar de una por todas también con la alta tasa de provisionalidad que afecta tanto al Poder Judicial como el Ministerio Público y siendo partícipe del Consejo el Congreso, disponer las partidas presupuestales para lograr ese cometido.

Reestablecer la democracia plena -tarea que el gobierno entrante debe acometer como prioridad- pasa por reconstruir una Fiscalía y un Poder Judicial afectados por la politización y la corrupción, problemas que no se solucionan con arreglos cosméticos sino con una profunda cirugía institucional.

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Sudaca, Sudaka

Querida Manuela,

Estoy de regreso, en el marco del Día Internacional de los Derechos de la Mujer regreso para seguir compartiendo como vamos luego de 200 años de Independencia. En estos meses que no te he podido escribir, estaba trabajando a tiempo completo como Oficial de Integridad del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social. 

La integridad es parte esencial de un Estado Moderno. Genera un Estado justo, previsible e inclusivo ya que se rige por valores democráticos. En ese sentido, el bien común debe siempre primar sobre los intereses particulares de los gestores públicos. Por eso, en el marco del Día Internacional de los Derechos de la Mujer quisiera compartirte mi preocupación por la corrupción y el género. Ha habido tantos escándalos que, a la larga, ya se atenta contra las mujeres directa o indirectamente en estos últimos tiempos y conisdero que el tema debe ser incluido en la agenda pública.

Eres, Manuela, un claro ejemplo, te borraron de la historia, de los libros, por el solo hecho de ser mujer. Los valores para las mujeres son diferentes que para los varones pues el espacio público es masculino. Nuestros cuerpos femeninos son deshumanizados y vendidos, así como juzgados por la sociedad, eso lleva a que nuestra existencia tenga retos que los varones no tienen. Los cuerpos de las mujeres tienen un valor monetario y eso es muy peligroso. Hoy querida, las mujeres trabajamos, estudiamos, nos podemos divorciar y tener propiedades, pero aún no tenemos exceso al poder político ni económico. Nuestros cuerpos son bienes que se comercializan y cuando más inocentes tienen mayor valor. Es una visión patriarcal y machista que se mantiene desde tus días. El poder de los varones que gobierna, lidera batallas, congresos, políticas. La diferencia en estos 200 años es que actualmente hay normas y principios nacionales e internacionales que prohíben la discriminación hacia las mujeres, pero se incumplen diariamente.  Es por ello que debemos responder, hoy 8 de marzo de 2025, en las dimensiones de genero y corrupción. 

Existe la sextorsión que es el chantaje de gestionar en base a recibir favores sexuales y nadie está hablando de ello. El acoso sexual en las oficinas del Estado como formas de corrupción por funcionarios y servidores, tanto nombrados como elegidos. Lo vemos a diario en las noticias. El cuerpo de la mujer tiene un precio y en un sistema capitalista sin oportunidades para nosotras se vuelve el único bien que tiene para ofrecer. No reconocer la violencia ejercida por miembros del Estado como una forma de corrupción nos lleva a separarlo de los valores éticos que deben regir el comportamiento de todo servidor, gestor y autoridad pública. El respeto a la vida de una mujer y su sexualidad es parte de la ética pública.

Por otro lado, la corrupción en los servicios públicos para los más vulnerables, en este caso las mujeres y niñas, lleva a incrementar la desigualdad porque no logran sus fines ni ser eficientes. Su objetivo es desviado del interés superior de la niña hacia fines personales de mercantilismo y ganancia personal de redes criminales, que ven en los más vulnerables un botín. Sectores como salud, educación, desarrollo e inclusión, mujer, poblaciones vulnerables, medio ambiente y cultura deben tener acciones de prevención de la corrupción diferenciadas porque son los responsables de cerrar brechas de desigualdad entre hombres y mujeres. Lamentablemente, este gobierno eliminó la transversalización del enfoque de género.

Una sociedad más inclusiva es menos corrupta, la participación de las mujeres rompe el dominio tradicional del club de varones que maneja el poder desde hace más de 200 años. Las mujeres aún no logramos ser parte, seguimos sin tener fuerza. A veces ingresan, pero como amantes. Manuela, mujeres como tú, Francisca Pizarro, Quispe Sisa, Beatriz Ñusta, Ana María Lorenza Coya de Loyola, Flora Tristán, Francisca Zubiaga y Bernales que tenían que decidir entre un matrimonio forzado o un monasterio no pueden ser borradas de la historia del Perú. Las mujeres como mercancías o botines de decisiones políticas. 

Somos más de 12 millones de mujeres votantes y representamos en las elecciones de 2021 el 50.40%. Debemos sentirnos representadas, pero lamentablemente nuestras agendas como prevención de la violencia, así como acceso a educación, salud y trabajo no son prioridad. No basta con ser mujer para entrar al espacio público, se debe ser mujer y tener clara nuestra agenda diferenciada. ¿Recuerdas cómo ingresaste a la esfera de poder liderada por varones? La Independencia del Perú fue una pugna de poder masculino y tú fuiste la libertadora del libertador. Queda mucho por caminar, por ello este 8 de marzo te honro junto a todas las mujeres del pasado y estoy muy contenta de retomar nuestra correspondencia, querida Manuela. 

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