Opinión

Se le anularon las posibilidades de postular a la presidencia de la república al anularse la conformación de su partido y no tener ya chance de inscribirse en otro que le permita la candidatura, pero, sin duda, Antauro Humala buscará postular al Senado o a Diputados, por medio de alguna invitación de alguna otra agrupación.

Mantendrá su arrastre, así que habrá que esperar a que coloque una buena bancada congresal. La pregunta es si ese arrastre se trasladará al candidato presidencial que lo lleve. ¿Antauro Humala será la María Corina Machado del candidato que lo incorpore en sus filas congresales? Si así fuera, le habríamos hecho un gran favor sacándolo de carrera porque encima jugará la carta de la victimización, tan fructífera en el Perú.

Se ve difícil, sin embargo, que ello funcione. Antauro tendría que adherirse a un candidato de similares características, un ultraradical en lo político y económico y que, además, contenga la propuesta bukeliana que tanto arraigo le otorgaba al líder etnocacerista. Nadie en la izquierda recoge ese mensaje. Por el contrario, les repele la fórmula del gobernante salvadoreño, por considerarla derechista y autoritaria.

No se ve en el horizonte a nadie que se acerque al pensamiento Antauro como para que se produzca un fenómeno similar de endose como el ocurrido en Venezuela entre María Corina Machado, la pugnaz lideresa opositora, y Edmundo Gonzáles, el presidente electo. Antauro será una locomotora de congresistas, más no así de votos presidenciales ajenos.

Nada asegura tampoco que su jale congresal termine por insertar en el futuro Parlamento a una horda de furiosos etnocaceristas, capaces de desestabilizar el funcionamiento de ese poder del Estado. Él va a concentrar la votación, dejando el terreno libre para que, gracias al voto preferencial, su casa matriz termine por colocar a sus cuadros en lugar de los antauristas.

Jugará un papel protagónico en las próximas elecciones así no sea como candidato presidencial, pero su rol será bastante mediatizado por el sistema electoral mismo. No se le ve llevando de la mano a la segunda vuelta al partido ni al candidato presidencial que lo lleve en sus filas, por más que, de hecho, le vaya a sumar votos  

 

Hay una estrecha vinculación entre el tema de la inseguridad ciudadana y el éxito de la derecha más extrema en el país. No es casualidad que, según ha señalado la última encuesta de Ipsos, sean Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga, Carlos Álvarez y Phillip Butters los que descollen, siendo los portavoces de la mano dura.

La última encuesta del IEP trae datos relevantes al respecto. Un 78% considera que la seguridad ciudadana está peor que hace un año; un 20% ha sido víctima de extorsión, es decir millones de peruanos; y el dato más relevante: un 55% estaría dispuesto a apoyar a un líder que acabe con la delincuencia, aunque sea sin respetar los derechos de las personas.

Ello va de la mano con la encuesta de autoidentificación ideológica que arroja resultados favorables a la derecha, en especial para su polo más extremo: 29% se identifica de izquierda, 33% de centro y 38% de derecha. La vocación antiestablishment, producto del hartazgo del statu quo, favorable a la izquierda, encuentra compensación en el tema de la inseguridad ciudadana.

Ello va a crecer con la ausencia de Antauro Humala, ya fuera de la contienda electoral, y quien astutamente centraba su campaña en venderse como el Bukele peruano, compitiendo con una narrativa más propicia para la derecha.

La salida de Antauro Humala cambia el proscenio electoral peruano. La izquierda radical pierde a su cuadro más fuerte. Seguramente se producirá un endose hacia candidatos como Aníbal Torres o Guido Bellido, pero ninguno de los dos tiene identificación con el tema de la lucha contra la inseguridad, el principal problema nacional según todas las encuestas.

El tema, además, está siendo monopolizado por la derecha más radical. La centroderecha, ahuevada, no reacciona, no dice nada al respecto, pierde el tiempo en preparar planes de gobierno sin exponerlos ya a la ciudadanía, en especial sobre este tema de la lucha contra la delincuencia.

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[Tiempo de Millenials] Desde que trabajo en sostenibilidad, me piden muchos consejos sobre cómo adoptar un estilo de vida más cuidadoso con el medio ambiente. Normalmente lo primero que sugiero es realizar compras conscientes y reciclar. Sin embargo, hacer un huerto en casa es una de las mejores opciones que, además, necesitamos con urgencia ya que contribuye al aporte de oxígeno y la captura de carbono y a la reducción de emisiones que implica consumir productos locales y sin necesidad de transporte.

Aun cuando parece, un huerto urbano no es un concepto de moda ya que desde la prehistoria las mujeres cultivaban semillas, sin embargo, fue durante la Segunda Guerra Mundial cuando comenzaron a desarrollarse los huertos urbanos como una forma de asegurarse los alimentos. En Estados Unidos, Reino Unido y Alemania se llegaron a utilizar los campos de fútbol o los parques para cultivar. Hoy en día los huertos urbanos son una forma de proveer productos ecológicos, cuidar el medioambiente y comer de forma sana y sin pesticidas.

¿Cómo podemos hacer un huerto en casa? Presta atención a estos consejos:

  1. Planifica tu espacio: Antes de empezar, evalúa cuánto espacio tienes disponible para tu huerto, puede utilizar desde un pequeño balcón o terraza hasta un jardín amplio. 
  1. Elige las semillas adecuadas: Opta por semillas de hortalizas que se adapten bien a tu clima y condiciones locales. Busca cultivar diferentes tipos de plantas.
  1. Prepara el suelo: elimina las malas hierbas, mejora la estructura del suelo con compost y asegúrate de que tenga un buen drenaje. 
  1. Haz un uso responsable del agua: Utiliza técnicas de riego eficientes para conservar el agua. 
  1. Evita el uso de químicos: Opta por métodos de cultivo orgánicos y evita el uso de pesticidas y fertilizantes químicos. 

[Tiempo de Millenials] No debe ser la primera vez que escuchas que la frase que dice que eres la suma de las 5 personas con las que más tiempo pasas, que en otras palabras también podría ser “dime con quién andas y te diré quién eres”. Y es que es cierto, terminamos adquiriendo valores, hábitos, patrones y comportamientos similares al de las personas con las que más compartimos nuestro tiempo. Esto es tan valioso como peligroso.

Por ejemplo, si nuestros amigos más cercanos son personas positivas, de esas que tratan de ver el vaso medio lleno en lugar de vacío, lo normal es que nosotros también tendamos a ser así. Aquí encontramos elo valor de rodearnos de estas personas. Sin embargo, si pasamos tiempo con personas que solo se quejan y se quedan con el lado negro de la vida, llegará un momento en el que inconscientemente empecemos a hablar y ver nuestras experiencias desde un enfoque negativo y esto es peligroso para nuestra forma de ver la vida y bienestar.

Por eso hay que saber muy bien con quién nos rodeamos y, ante todo, para tener una buena vida debemos tener muy cerca a gente que sume y no que reste.

Así, de todas estas personas que se cruzan en tu vida existen 3 tipos de personas que deberías mantener en tu círculo de relaciones.

  1. Tu opuesto

Es una persona sincera, que puede considerarse brutalmente honesta que te hará pensar claramente y ayudará a entender que estás equivocado cuando más lo necesitas. Puedes verlo como el agente de balance, se puede mostrar fuerte cuando te sientes débil y viceversa.

  1. Tu alma gemela 

Es este amigo que se siente como de la familia, como un hermano o hermana, es la definición de “amigos por siempre”. Hacen lo posible por seguir en contacto y simplemente están ahí en cada etapa de la vida,  incluso cuando las circunstancias de la vida los separen, siempre mantienen ese vínculo de conexión.

  1. Tu mentor

Es uno de los tipos de relaciones más importantes que puedes tener en la vida ya que nos ayudan e inspiran en nuestro camino. Un mentor puede venir en diferentes tamaños y formas: puede ser familia, puede ser un profesor, puede ser un amigo, etc.

Y por último, está quien debes ser tú. Piensa siempre en ser tu mejor versión para tus amigos y trata de ser el amigo que quisieras tener, no hay mejor regalo que sumar positivamente en la vida de otros.

La última encuesta de Ipsos publicada en Perú 21, anticipa lo que va pasar con la centroderecha si no hace esfuerzos extraordinarios de aglutinamiento. Serán pigmeos electorales que sucumbirán a la mayor fuerza del fujimorismo, la izquierda y la derecha radicales.

En la encuesta de marras, aparecen De Soto con 3%, Carla García con 2%, George Forsyth con 2%, César Acuña con 2%, Alfredo Barnechea con 2%, Fernando Olivera con 2% y Rafael Belaunde con 2%. Y la lista sigue con una pléyade de candidatos con 1% que ya no son mencionados en la medición.

El fujimorismo tiene un bolsón electoral fijo de 12 o 13%; la izquierda radical deberá alcanzar otro tanto, y la derecha radical lo propio (López Aliaga será, al parecer, el candidato que despunte en el sector, aunque por allí aparece expectaticio, Carlos Álvarez y de alguna manera Phillip Butters).

Entre esos tres sectores estará definida la contienda electoral, si la centroderecha no hace su tarea principal: unirse en conglomerados partidarios que potencien sus virtudes. Por el momento, no hay, al parecer, intención alguna de emprender semejante tarea y cada uno apuesta por ir solo, a la expectativa de que la ruleta de la fortuna electoral que funciona en el Perú los termine por beneficiar faltando una o dos semanas para el proceso en las urnas.

Si a ello le sumamos la posibilidad de que alguien como Jean Ferrari, quien está inscrito en un partido, el administrador exitoso del club más popular del Perú, se lance a la arena electoral, la suerte de la centroderecha está echada. Hay que agregarle, adicionalmente, que ninguno de sus candidatos es precisamente un dechado de virtudes políticas: elocuencia, carisma, carácter disruptivo, etc.

No basta con emprender un trabajo interno concienzudo de preparación de planes de gobierno. Es importante, pero no decisivo, menos en un país donde la gente no vota por programas sino por liderazgos (aunque en esta encuesta el 22% señala que se fijarán en propuestas y políticas de gobierno, apenas superado por un punto por aspectos personales del candidato).

Tampoco basta con recorrer el país de cabo a rabo, tarea que algunos ya están emprendiendo con gran ahínco. Eso es relevante, la izquierda ya lo está haciendo, pero la única manera de marcar una diferencia pasará por armar alianzas o pactos diversos que eliminen la fragmentación y aglutinen activos políticos ya presentes en cada uno de ellos.

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candidatos 2026, elecciones peruanas

[Música Maestro] De todas las danzas peruanas, la marinera es quizás la que mayor admiración despierta en el mundo, por su vistoso vestuario, su romántica simbología y su sonido señorial. Los pañuelos en el aire lanzan, como acertadamente dice la letra de un antiguo vals criollo (Embrujo, 1956, de Luis Abelardo Núñez Takahashi), hechizos que hipnotizan y conquistan a quienes tienen la suerte de ver una marinera bien bailada. Sea norteña o limeña –las variantes más conocidas, aunque también hay en otras regiones- la marinera ha conservado, en líneas generales, su personalidad y constituye, junto con sus primas hermanas el tondero y la zamacueca, un motivo de orgullo para todos los peruanos.

Como el pisco, el cebiche y el suspiro a la limeña, la marinera también fue, en algún momento, motivo de controversia entre peruanos y chilenos. Y, como en estos tres casos contemporáneos, el veredicto de la historia inclinó la balanza a nuestro favor: el romántico y elegante baile de pañuelos blancos, vestidos de encaje y enérgicos zapateos es peruano por sus cuatro costados. 

La marinera como tal, se conoce con ese nombre desde 1879, año en que se inició la Guerra del Pacífico, y fue bautizada así por el cronista Abelardo Gamarra Rondó (1852-1924), más conocido en los círculos literarios y periodísticos de ese entonces como “El Tunante”. Gamarra recuperó para nuestro país este espectacular baile de pareja que había comenzado a ser llamado “chilena” por los vecinos del sur, poco antes del infausto conflicto bélico que tanto daño nos ocasionó.

De forma similar a tantas otras manifestaciones culturales del Perú, el origen de la marinera no está del todo establecido ni correctamente registrado, aunque queda claro que se trata de una más de las pruebas del intenso mestizaje que ha marcado nuestra vida como nación. Con todas las fallas que tenemos como país, parafraseando al entrañable humorista y escritor Nicolás Yerovi (1951-2025), fallecido hace unos días, uno se sorprende de que, a pesar de todas nuestras desdichas, con gestiones políticas desastrosas que desprecian la cultura y la decencia, aun haya personas que aprecien la intrínseca belleza de la marinera. 

Desde España, el fandango; los ritmos negros del África; y el folklore de raigambre andina fueron fusionándose y, en el caso de la marinera, refinándose con la práctica, hasta alcanzar el formato que hoy muchos conocen y admiran. Y, a pesar de no contar con registros fidedignos acerca de cómo se bailaba la marinera a finales del siglo XIX, no hace falta ser un experto en el tema para imaginar que no se vería como las coreografías grupales y disforzadas que vemos, desde hace algunos años, en las últimas ediciones del famoso Concurso Nacional de Marinera o en espectáculos diseñados para turistas que se presentan en locales como el restaurante y asociación cultural Brisas del Titicaca o su clon barranquino, La Candelaria.

La marinera está relacionada, por supuesto, al tondero piurano, un baile de campo, más rústico que la sofisticada danza que hoy nos ocupa. También hace uso de pañuelos y sombreros de paja, pero la vestimenta es mucho más sencilla, pueblerina, y tanto el hombre como la mujer bailan descalzos. Cecilia Barraza, una de las artistas de música criolla más conocidas, hizo suya la interpretación de tonderos clásicos como La apañadora (Alicia Maguiña), El forastero (Rafael Otero López), entre otros.

De lo que no cabe duda es que la marinera es una evolución de la zamacueca, baile de la costa de Lima que comenzó a practicarse en tiempos coloniales y que también es la base de otros géneros de música y danza sudamericanos como la cueca chilena y la zamba -así, con “z”, no como la samba brasileña, con “s”- argentina, con muchas similitudes en estructura rítmica entre ellas. 

El extraño nombre –zamacueca- es la unión de dos términos, “zamba” y “clueca” o “culeca”, porque en sus primeras formas, la bailarina simulaba los andares de las gallinas después de poner un huevo, sosteniendo la falda con ambas manos, movimiento que se mantiene en la marinera actual. La zamacueca se sigue bailando hoy, identificada con el acervo folklórico afroperuano, mientras que la marinera resultante se bifurcó en diversas vertientes, de las cuales dos se han mantenido como las más populares tanto nacional como internacionalmente: la limeña y la norteña. 

“Guitarra llama a cajón / cajón a la voz primera / escuchen con atención… / ¡Aquí está marinera!” proclamaba el folclorista afroperuano Nicomedes Santa Cruz (1925-1992) en la primera cuarteta de su décima de pie forzado Aquí está la marinera, escrita entre 1968 y 1970. En esta ingeniosa poesía, el recordado don Nico nos enseña la secuencia que debe seguir una pareja para bailar la marinera de manera correcta. Pero no se refiere a la norteña, la más conocida, sino a la “peruana… de Lima”, como aclara el prolífico compositor y musicólogo negro, a manera de introducción a la magistral interpretación de un tradicional canto de jarana, junto al guitarrista Vicente Vásquez, en la tercera edición de su famoso LP Cumanana (1974). 

Nicomedes Santa Cruz es, probablemente, el artista que dejó más grabaciones de marinera limeña respetando su tradición y estructura originales, como podemos apreciar en temas como Mándame quitar la vida, Soy la redondez del mundo o los estudios de marineras limeñas en notas mayores y menores que figuran en otro de sus álbumes emblemáticos, Socabón (1970).

La marinera limeña se caracteriza por su cadencia acompasada, su porte sobrio e instrumentación –guitarras, cajones y palmas- que remite a la forma en que se tocaba la zamacueca, con las guitarras, laúdes y palmas españolas del fandango. El coqueteo entre los bailarines es sutil y señorial, con el hombre generalmente vestido de frac negro y la mujer con elegantes vestidos blancos, azules, verdes o granates. Ambos usan zapatos y alzan sus pañuelos al aire en cada evolución, giro y contoneo. 

Hay muchas marineras limeñas, con coplas que se repiten indistintamente en canciones diferentes –estrofas, cantos de jarana y fórmulas o palabras claves, conocidas también como “llamadas”, que sirven para identificarlas. Un buen ejemplo de marinera limeña lo encontramos en la fuga de la clásica composición de Chabuca Granda, José Antonio, escrita en 1957 y dedicada a don José Antonio de Lavalle y García, un criador de caballos peruanos de paso que era amigo personal de la recordada cantautora. 

Alicia Maguiña fue la otra gran investigadora de este género nacional, con recopilaciones de cantos de jarana que le aprendió a artistas populares como el legendario cantor Manuel “Canario Negro” Quintana (1880-1959), a quien inclusive protegió hasta su muerte. Asimismo, era común verla en medio de los hermanos Elías y Augusto Ascuez (1895-1967 y 1892-1985, respectivamente), o bailando marineras limeñas, pañuelo blanco en alto, al lado de personalidades del criollismo más auténtico como Bartola Sancho Dávila (1883-1967) o Valentina Barrionuevo, “La Valentina de Oro” (1908-1984) en aquellas históricas jaranas “de padre y señor mío” realizadas en la cuadra 3 del Jr. Luna Pizarro, en La Victoria, el famoso “Callejón del Buque”.

A pesar de que la marinera llegó al norte desde Lima, es esta modalidad la que ha dado la vuelta al mundo por ser más visual y vertiginosa que la limeña. La marinera norteña destaca por su naturaleza más enérgica, aunque sin perder la elegancia y el garbo en su ejecución. Los bailarines pasan del cortejo sutil y elegante al zapateo frenético y ágil, siguiendo una estructura fija –que también rige para la limeña- de dos estrofas (“no hay primera sin segunda”) y la fuga o resbalosa, en la que el ritmo se aligera hasta llegar a un estado climático en que la pareja termina en perfecta sincronización con la música.

Las regiones de La Libertad, Lambayeque y Piura son el epicentro de la práctica de la marinera norteña, en especial las capitales de las dos primeras, Trujillo y Chiclayo, con un cancionero amplio de marineras dedicadas a estas ciudades del norte peruano, antes conocidas por su amabilidad y lamentablemente tomadas hoy por la corrupción política y la delincuencia. Así baila mi trujillana, del compositor trujillano Juan Benites Reyes, es probablemente la melodía más representativa, infaltable en todas las ediciones del Concurso Nacional de Marinera, un tradicional evento anual que se celebrará este año del 27 de enero al 2 de febrero, en su edición número 65. 

El bailarín de marinera se caracteriza por su traje de chalán –camisa y pantalón de lino blanco, sombrero de paja de ala ancha, cinturón grueso, zapatos negros- y su pareja, por sus hermosos vestidos de encaje en la parte alta y enormes faldas que ella levanta y despliega con elegancia y mucho arte. El pelo recogido con finas peinetas y tembleques, el maquillaje, los aretes de filigrana conocidos como “dormilonas” y otros accesorios -los escapularios y detentes, las flores-, completan un atuendo femenino que cautiva al público. Los rostros siempre sonrientes y las expresiones de fina coquetería abundan, así como los desplazamientos circulares y zapateos que simulan al caballo peruano de paso. Un detalle adicional: en la marinera norteña ella baila, a veces, sin zapatos. Como en el tondero.

La instrumentación tradicional de la marinera incluye voces, guitarras, cajones y palmas pero, desde hace ya varias décadas, se ha impuesto la interpretación de marineras norteñas con banda de música, ensambles a los que generalmente vemos tocando himnos y marchas de guerra. El repique de tarolas marca siempre el inicio de cada tema y la resonancia profunda de trombones, trompetas y tubas realza cada una de las canciones, definiendo la línea melódica y reemplazando a la voz humana. En las décadas de los setenta y ochenta se grabaron emblemáticos discos de marineras instrumentales. Los de la Banda de la Guardia Republicana, la Banda Santa Lucía de Moche y la Banda San Miguel de Piura son los más conocidos, grabados durante la década de los años setenta, en pleno auge nacionalista.

Una de las variantes más espectaculares de la marinera es aquella en la que el bailarín es reemplazado por un chalán quien, montado en un caballo peruano de paso, lo hace bailar con la mujer que gira y zapatea frente al hermoso animal, adornado con cintas y escarapelas con los colores de nuestra bandera. En la inauguración de los Juegos Panamericanos Lima 2019, que pasó de ser el evento más comentado como orgullo de la peruanidad frente al mundo a ser intencionalmente desaparecido de la memoria colectiva local por haberse realizado durante la gestión presidencial de Martín Vizcarra, se incluyó un segmento en que se lució esta forma de presentar la marinera. 

Otra versión, más moderna, es la que se baila en grupo, una modificación que los más puristas no aceptan del todo, ya que la marinera es esencialmente un baile de pareja. Se trata de unas coreografías planificadas con extremado cálculo y disfuerzo, ideales para restaurantes turísticos y para acercarlas a públicos de gustos homogéneos, que siguen la estética de los musicales de Broadway o las puestas en escena de música irlandesa, muy de moda en el mundo globalizado, pero que tiende a desnaturalizar las estampas auténticas de la romántica interacción individual que caracterizan a la marinera.

Todos los años, desde 1960, se realiza el Concurso Nacional de Marinera, en el que cientos de parejas de distintas edades compiten frente a jurados especializados. Aunque comenzó con mucho apoyo, en la actualidad el concurso tiene serios detractores que cuestionan la rigurosidad de los criterios de evaluación, algunos estilos de baile e incluso los resultados. Existen también denuncias de favoritismos, premios amañados y hasta boicots entre participantes. Por tercer año consecutivo, a raíz de diversos problemas de permisos no concedidos por un alcalde de Trujillo hoy vacado, el certamen se realizará en el Callao y no en la emblemática capital de La Libertad, hoy tomada por la delincuencia. No es que en el Callao o en Lima las cosas sean mejores o más seguras pero bueno, es lo que hay.

El concurso dura toda una semana, pero la atención se concentra en la gran final. Durante ocho horas, las parejas finalistas compiten para obtener los preciados primeros lugares, en una actividad que une a la comunidad de la marinera -familias, academias, personajes notables, profesores, campeones de ediciones pasadas- y también al público en general que interactúa con sus pancartas y matracas mientras disfrutan de conocidas melodías como La concheperla (Abelardo Gamarra/José Alvarado “Alvaradito”, 1892), El turrón (Juan Requena Castro), Así baila mi trujillana (Juan Benites Reyes, 1981), Que viva Chiclayo (Luis Abelardo Núñez, 1947), Sacachispas (Luis Abelardo Núñez, 1955), San Miguel de Piura (Artidoro Obando García, 1911), El sueño de Pochi (José Escajadillo), y muchas otras, no tan conocidas.

Las categorías regulares del Concurso Nacional de Marinera son: Preinfantes, Infantes, Infantiles, Noveles, Junior, Juveniles, Adultos, Master. Y las categorías especiales: De la Unidad, de Oro, Campeón de Campeones. Las parejas se preparan durante todo el año ensayando, mandando a hacer sus trajes y cuadrando sus coreografías para dar lo mejor de sí en cada etapa del concurso. Cada año, miles de personas se congregan para ver a los mejores. Algunos de ellos llegan de otras ciudades del mundo. 

La marinera ha llegado al siglo XXI como uno de los más importantes símbolos de identidad nacional. En toda la zona del norte peruano, la marinera sigue cultivándose entre niños y niñas, quienes la aprenden a bailar desde el colegio: “Yo bailo marinera desde los 9 años. Todos mis compañeros de clase bailan marinera. No todos han estado en clases de academia, pero el colegio incluía dos horas de baile en la semana”, nos cuenta una joven trujillana de la generación millenial, pero que ha desarrollado amor, identificación y respeto por esta linda danza nacional. “¡Bailar marinera me encanta!”, nos dice.

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[La columna deca(n)dente] Por décadas, Juan Luis Cipriani, figura destacadísima del Opus Dei y exarzobispo de Lima, fue presentado por sectores conservadores como un bastión de valores y principios. Para estos grupos, cuya expresión política se ha materializado en partidos de derecha y ultraderecha, como Renovación Popular, Cipriani representaba la «reserva moral», un faro ético en medio de las turbulencias políticas y sociales. Sin embargo, una mirada crítica revela que este discurso no solo fue falaz, sino también profundamente perjudicial para la salud democrática y ética del país.

El respaldo de Cipriani al régimen de Alberto Fujimori marcó un punto de inflexión en la relación entre Iglesia y política en el Perú. Durante los años noventa, mientras el fujimorismo consolidaba su control autoritario mediante mecanismos de corrupción, clientelismo y violaciones de derechos humanos, Cipriani se posicionó como un aliado estratégico. Su silencio frente a casos como las desapariciones o ejecuciones extrajudiciales en Ayacucho durante el conflicto armado interno, y su crítica constante a las organizaciones de derechos humanos, reflejan una subordinación de los valores éticos al poder político. Esta cercanía no puede interpretarse como neutralidad o mediación, sino como una forma de legitimación moral del gobierno fujimorista, que atentaba contra los principios democráticos.

Las denuncias de abuso sexual contra Cipriani y las sanciones impuestas por el Vaticano han destapado una crisis de legitimidad, no solo para él, sino también para los sectores que lo presentaron como un símbolo ético. Aunque Cipriani niega las acusaciones, las medidas disciplinarias de la Santa Sede confirman la seriedad de los señalamientos en su contra. Este desenlace ha expuesto la fragilidad del discurso conservador que lo erigió como «reserva moral», evidenciando que los valores que decía representar eran, en el mejor de los casos, selectivos y convenientes.

Resulta revelador que los partidos de derecha y ultraderecha hayan adoptado a Cipriani como su referente moral, mientras promovían agendas políticas basadas en el autoritarismo, la exclusión y el desprecio por los derechos fundamentales. Este fenómeno no es exclusivo del Perú; en América Latina, las alianzas entre sectores religiosos conservadores y fuerzas políticas reaccionarias han sido una constante, reforzando estructuras de poder que perpetúan desigualdades. Cipriani, lejos de ser un faro moral, fue una herramienta de estas agendas, un símbolo utilizado para justificar políticas que, en muchos casos, contradecían los principios éticos más básicos.

La figura de Cipriani como «reserva moral» fue, en esencia, una construcción política más que una realidad ética. Su legado es un recordatorio de los riesgos de mezclar religión y política, de convertir a líderes eclesiásticos en figuras intocables y de permitir que intereses políticos se disfracen de valores morales.

Para los católicos, las sanciones contra Cipriani han sido un golpe devastador a la confianza en sus líderes religiosos. Para la opinión pública, su caída representa una oportunidad para reflexionar sobre la necesidad de construir referentes éticos que no dependan de alianzas con el poder, sino de un compromiso genuino con la justicia, la verdad y los derechos humanos. En última instancia, la lección que deja el caso Cipriani es clara: la moralidad no puede ser monopolizada por una ideología ni instrumentalizada por intereses políticos. Solo cuando se pone al servicio de toda la sociedad, y no de unos pocos, puede aspirar a ser verdaderamente legítima.

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En la última encuesta de Ipsos publicada en Perú21, de la izquierda aparecen Aníbal Torres con 3% de intención de voto, seguido de Verónika Mendoza con 2%, habiéndose excluido a Antauro Humala de la encuesta por estar inhabilitado por el Poder Judicial.

Seguramente, si el líder etnocacerista apareciese en la boleta, tendría un número bastante mayor que el conseguido por sus pares de izquierda. En general, el escenario social está dado para que alguna fuerza antisistema aparezca en el firmamento y allí la izquierda parte con ventaja respecto de la derecha por su mayor beligerancia a propósito del régimen de Dina Boluarte.

Lo cierto, sin embargo, es que sería tremendamente injusto que la izquierda ocupe un papel protagónico en esta elección venidera. Tremenda responsabilidad histórica tiene en su haber como para aspirar a que el furor antiestablishment de la ciudadanía termine encaramando a algún candidato de sus filas, a despecho de su proceder en los últimos lustros.

Primera gran responsabilidad: haber desmontado el sistema proinversión y promercado que reinó durante los gobiernos de Toledo y García, que explican el gran crecimiento económico, y la reducción pasmosa de la pobreza y de las desigualdades. La izquierda afincada con Humala, ralentizó el crecimiento económico, rebajando la categoría del Perú en materia de competitividad y de libertades económicas. Millones de pobres le deben su situación a la actuación económica de la izquierda.

Segunda gran responsabilidad: haber apoyado incondicionalmente al desastre absoluto del gobierno de Pedro Castillo. Le prestó sus votos y sus cuadros técnicos para ejercer el peor gobierno de nuestra historia republicana. Gran parte de la crisis económica de los últimos tiempos se debe no solo a la pandemia sino también a esa gestión funesta del Atila chotano apoyado por la izquierda que hoy se pretende reciclar, lamentablemente con más fortuna de la que merecería.

Esos dos factores bastarían para que la izquierda desaparezca de la escena electoral, pero el desastre de Dina Boluarte le ha devuelto la vida. Será cuestión de ahondar la memoria histórica reciente para que el país castigue severamente a los grandes responsables del desastre que hoy vivimos.

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izquierda peruana, Pedro Castillo

Por : Pedro Salinas

En mi último libro “Sin noticias de dios” (Autopublicación, 2022), hay varias subtramas que no se conectan, necesariamente, de forma directa con el Caso Sodalicio, pero que no dejan de ser reveladoras. Una de ellas tiene que ver con una historia criminal que atañe a un jerarca de la iglesia peruana. Si tienen un tiempo en esta holgada semana santa, les dejo algunos extractos para la ocasión. La historia completa se encuentra a partir de la página 543:

(…)

Luego de la publicación de Mitad monjes, mitad soldados, Pao y yo recibimos incontables llamadas, correos electrónicos, whatsapps, mensajes por el inbox del Facebook, y hasta cartas físicas sobre casos de abusos sexuales perpetrados por religiosos de no pocas organizaciones católicas, y también de curas diocesanos de diferentes parroquias. Solamente atinábamos a decir: «Lo siento mucho. Estamos enfocados en el Caso Sodalicio». Porque era la verdad. No había forma material ni tiempo para investigar lo que pasaba en otras congregaciones católicas.

Sí es verdad que hubo un caso que me interesó sobremanera, pues tenía que ver con una autoridad eclesiástica. El caso me lo habían adelantado dos personas, MC y G, que (…) tenían la versión de primera mano. Esta información llegó a mí entre el 2016 y el 2017. A través de ambos quise contactar a la presunta víctima, pero en ningún caso quería conversar con el autor de estas líneas. Y ahí lo dejé.

Hasta que, hacia fines de junio del 2018, una amiga, «Rosa de Lima» (nombre falso) lo convenció de hablar conmigo, y me lo derivó. Esta persona -a quien conocía, cosas del azar, desde que teníamos edad escolar y con quien teníamos no pocos amigos en común, porque Lima es así, un pañuelo-, finalmente se decidió a contactarme. Había visto la película El Bosque de Karadima, de Matías Lira, y eso cambió todo para él. «Rosa de Lima» me había escrito por el WhatsApp.

—Tengo que preguntarte algo, Pedro. ¿Alguna vez te llegó alguna denuncia sexual contra el obispo «Camilo» (nombre falso)? Es importante. Estoy ayudando a una víctima y esa información es clave

—Sé que existe por lo menos una supuesta víctima de «Camilo». Dos personas distintas me contactaron para ver cómo ayudarlo. Hasta donde sé, nunca lo denunció. Lo conozco desde que era un chiquillo y ambos estábamos en el colegio. Pero no quiere hablar conmigo ni por joder.

—¿Te puedo llamar?

—Sí, claro.

En la comunicación telefónica, constatamos que hablábamos de la misma persona. Fue ella, «Rosa de Lima», quien me contó el impacto que le causó la película sobre Karadima. Que conocía a su familia y que le extrañó mucho cuando la llamó, hasta que le contó parte de lo que había vivido. Le dije entonces que lo persuada de ponerlo todo por escrito y que, a través de nuestros amigos chilenos, en particular Juan Carlos Cruz (…), podíamos tratar de llegar al «hombre de blanco». Eso de hablar como espías del Mossad, era una exótica y huachafosa costumbre gremial, que saltaba automáticamente en este tipo de conversaciones, cada vez que se compartía información sensible.

Le dije también que no le prometía nada, pero que ese podía ser el camino más expeditivo. Por lo menos más expeditivo que el de una denuncia ante el peripatético Tribunal Eclesiástico, donde, además, probablemente se truncase el asunto. Por razones obvias. «Camilo» era un pez gordo. Y ya sabíamos cómo se comportaban algunos jerarcas de la curia cuando el escándalo asomaba la cabeza.

«David», como bautizaré a la víctima, se decidió a hacerlo, confiando ciegamente en «Rosa de Lima», en Juan Carlos Cruz y en mí, por lo que procedió a sentarse frente a su ordenador un 5 de julio del 2018 para escribir su testimonio. Luego de leerlo y releerlo varias veces, se lo envió a «Rosa de Lima» para que lo revise. Al día siguiente, finalmente, «David» me escribió por el WhatsApp para reunirnos.

Casi en paralelo me estaba comunicando con Juan Carlos Cruz. Le conté todo en una videollamada que duró más de cinco minutos, como adivinarán, porque Juan Carlos no dejaba de hacerme preguntas e interrumpirme para conocer más detalles y calibrar bien la gravedad de lo que había ocurrido con «David». Luego de media hora de examinar el asunto, me explicó cómo procederíamos en el hipotético caso de que «David» se atreviese a dar el paso para denunciar a monseñor «Camilo».

Y después cambiamos de tema para ponernos al día. Le conté lo de la obra de teatro. Me dijo que estaba yendo de vacaciones a Santiago hacia mediados de julio y me soltó, como jugando, que le provocaría darse un salto por Lima. Lo convencí de que lo haga y de que, con él acá, podíamos hacer un foro con el equipo de La Plaza después de ver San Bartolo. La idea le fascinó. Ese compromiso y generosidad se harían reiterativos en más de una oportunidad. Juan Carlos sentía el Caso Sodalicio como propio. Y lo demostraría una y mil veces, incondicionalmente.

Al comunicarme nuevamente con él, le dije que todo iba viento en popa. Que en La Plaza estaban más que entusiasmados con su presencia en la obra. Que apenas me ratificara la fecha, le iba a organizar entrevistas con medios nacionales (…) A las dos horas me escribió para confirmarme que vendría, y yo, por mi parte, le comenté que «David» había decidido dar el paso.

En el interregno, hubo una catarata de correos electrónicos. Primero entre “David” y mi amiga, luego entre ella y yo, y finalmente con Cruz Chellew. El objetivo era afinar la carta de «David» que debía llegar a manos del papa. La carta, finalmente, salió de mi bandeja el 9 de julio.

Estimado Juan Carlos,

Con cargo a entregarte la carta física la próxima semana que nos veamos en Lima, te adjunto la carta de «David» dirigida al papa Francisco. Se trata de una denuncia gravísima que acusa al obispo «Camilo» de abuso a un menor de edad. El hecho ocurrió hace treinta y cinco años, pero la víctima recién se atreve a denunciar, como suele suceder en muchísimos casos de víctimas abusadas por clérigos católicos. Como podrás inferir, hemos podido hacer pública la denuncia a través de los medios de comunicación, provocando un terremoto de proporciones inimaginables, como hicimos anteriormente con el Caso Sodalicio, pero la víctima quiere que su denuncia llegue con sigilo al papa. Y estamos respetando su decisión. Espero que, a través tuyo, podamos materializar el deseo de la víctima, porque de otra forma, vía el Tribunal Eclesiástico, no hay manera de que suceda algo.

Te mando un fuerte abrazo, y agradecemos desde ya tu gestión ante el santo padre, con el deseo de que se haga justicia.

La respuesta de Juan Carlos no se hizo esperar. Ese mismo día, escribió: «Querido Pedro, ya se la envié al contacto que me dio el Papa para estas cosas, y con tu texto. Te aviso apenas sepa algo. Pero qué horror lo que relata en su carta. Qué valiente que es “David”. Abrazos».

Ese día también le escribí a «Rosa de Lima», cuya intervención fue determinante en esta historia: «Ya llegó la denuncia al contacto del “amigo chileno”. Ahora a esperar».

La carta, dirigida al papa Francisco, comenzaba diciendo: «Con mucho respeto, y algo de temor, quiero contarle una experiencia adolescente de abuso sexual que he guardado por años entre un grupo muy pequeño de amigos y familiares». La descripción de lo sucedido estaba contenida en tres folios. Al leer el inquietante y estremecedor texto me di cuenta por qué le había impactado tanto la película sobre Karadima.

El abuso se perpetraba durante el sacramento de la confesión Esta era semanal o quincenal. Pero él fue su único confesor durante unos cinco meses, aproximadamente, cuando «David» apenas era un muchachito imberbe, menor de edad. Una vez que el depredador se ganó su absoluta confianza, lo conminaba a arrodillarse frente a él, entre sus piernas, sin confesionario de por medio. Y ahí fue cuando el agresor con sotana comenzó a hacer de las suyas, poco a poco, gradualmente, acercándose cada vez más, aprovechándose de la situación de dominio sobre el inocente chiquillo que carecía de una figura paterna.

Hasta que un día, que acercó su boca a la suya para besarlo, la sensación de incomodidad fue demasiado fuerte -y ojo que las situaciones de acoso sexual, reiteradas y sistemáticas, narradas en la esquela, son notorias a lo largo del testimonio desarrollado en la copiosa carta-. Ese instante, en el que «David» se sintió fastidiado y súbitamente irritado, en el que sus sistemas de alerta le avisaron que algo raro estaba ocurriendo, fue decisivo. Algo en ese sacerdote no estaba bien y, pese a su vulnerabilidad e ingenuidad, logró percibir el mal.

Las situaciones de abuso eran claras e incontrastables. La carta al papa remataba así:

Esta historia ha permanecido en secreto por años (…) (Como consecuencia de todo ello), me alejé por completo de la fe y de los sacramentos. No quise confesarme más (…) Ver la película “El bosque de Karadima” gatilló en mí muchos recuerdos dolorosos. Me gustaría recuperar mi fe. Me hace mucha falta, y siento mucha tristeza (…) No quiero hacerle daño a la Iglesia (…) La razón de esta carta es muy sencilla. Creo que Usted debe conocer estos hechos. He visto con sana envidia lo que está sucediendo en Chile y pensé que esta era la oportunidad de darle a conocer esta historia. No hay ninguna posibilidad de sanción penal (todo prescribió hace años). Tampoco busco un juicio eclesiástico, y mucho menos una reparación económica. Me hubiera gustado una disculpa, pero esa debió darse hace más de treinta años. Lo único que quiero es que Usted sepa la verdad, y que la tenga en cuenta.

La conmovedora y contundente misiva terminaba con la firma de «David» y su número telefónico.

***

(…)

(El 20 de julio), llegamos a La Mula donde nos esperaba Rolando Toledo y su equipo de producción. Las cámaras estaban en sus sitios y los micros puestos sobre la mesa. Juan Carlos vestía una impecable chompa azul y una camisa a cuadros, y lucía un porte aristocrático, mientras que el entrevistador, este servidor, o sea, exhibía unas ojeras de zombi, la mirada líquida, y una panza que parecía un bombo. Desde que llegué no dejé de tomar café y agua debido a la espantosa resaca que tenía.

Rolando se había encargado de convocar a varios periodistas para que participen con preguntas hacia el final. Juan Carlos, quien es un magnífico y eficaz comunicador, hizo un repaso sumamente didáctico y ágil de lo que había pasado en Chile durante los últimos ocho años. Habló de sus amigos y colegas de lucha, Jimmy Hamilton y Jose Murillo. De su visita a Roma para conversar con el papa Francisco. Del Caso Sodalicio. De San Bartolo, a la que calificó como «una joya del teatro peruano».

Antes de la conversación, todo hay que decirlo, le pregunté si le parecía que debíamos abordar la denuncia que involucraba a monseñor «Camilo», solamente de refilón, sin dar nombres ni nada. «No lo sé, se lo deslicé a El Comercio, pero hoy no publicó nada de eso». Efectivamente, el día anterior ya se lo había soltado a la periodista del decano, de una manera sutil pero clara. Lamentablemente, la periodista simplemente no la vio, se le pasó lo más importante de sus declaraciones. O, quizás, su editor prefirió omitir esa parte. Nunca lo sabré. «Dejémoslo ahí nomás. Hagamos que la entrevista fluya, y punto», le dije. Y así fue.

Pero a la hora de la rueda de prensa, hacia el final de la Mesa Mulera (así le decíamos a las entrevistas en La Mula), aprovechando una pregunta de un periodista del diario Correo, se mandó con todo: «Yo sé de un obispo peruano que tiene una denuncia bastante grave. Se trata de alguien de la jerarquía». La resaca se me fue del todo en ese momento, y solo atiné a decir, siguiéndole la cuerda: «Eso sonó fuerte». Y sin poder contenerme, volví a meter mi cuchara, interrumpiendo al periodista de Correo y al propio Juan Carlos, para preguntar:

—¿Y esa información la tiene el papa?

—Puede ser -me dijo, tras unos segundos sin responder, con una mirada cómplice y un tono misterioso que sonó a un sí.

—¡Guau! -acoté, y solo volví a intervenir para despedir el programa.

Esa explosiva revelación de Juan Carlos, que era como para un titular de primera página, insólita e inexplicablemente, no fue rebotada por ninguno de los medios que asistieron a La Mula. No obstante, por lo que supimos luego, sí agitó el cotarro en el gremio episcopal. Y de qué manera.

Su última entrevista, ese mismo viernes por la noche, fue en Canal N , con Mijael Garrido-Lecca. En silencio, sentado en una silla, a unos metros del set, estaba escuchando el diálogo entre Mijael y Juan Carlos, quien hablaba con ímpetu, cuando de pronto, y sin aviso, soltó una frase que sonó como un disparo: «Sé que hay una denuncia grave contra un jerarca de la Iglesia peruana».

***

(…)

En la columna diaria de Augusto Álvarez Rodrich, del 7 de agosto, el periodista de La República, quien fue uno de los que siguió el Caso Sodalicio desde sus inicios, hubo una alusión a la visita de Juan Carlos Cruz. Fue el único que advirtió la gravedad de la denuncia que había deslizado en La Mula y en Canal N, y que fue invisibilizada por los medios, ya sea por falta de atención o por lo que sea.

Se debe dilucidar a quién se refirió el chileno Juan Carlos Cruz en su paso por Lima cuando a unos periodistas distraídos les dijo que «un miembro importante del episcopado peruano tiene una grave denuncia ante el Vaticano».

Entre tanto, el 17 de agosto, en las páginas de La República, el presidente de la Conferencia Episcopal, Miguel Cabrejos, respondió a los cuestionamientos que hice en una de mis columnas y en otros medios sobre las débiles respuestas de los obispos peruanos. Monseñor Cabrejos se defendió señalando que nunca se callaron ni ocultaron nada. Y para demostrarlo, le mostró a La República ocho documentos, entre comunicados y notas de prensa que emitieron entre los años 2015 y 2017. También informes que enviaron a la Santa Sede. «Yo no voy a responder a las personas. Simplemente quiero decir una gran verdad: que la Conferencia Episcopal nunca ocultó nada. Todo esto demuestra que sí hemos hecho», dijo Cabrejos.

Era una verdad a medias, si me preguntan. A lo largo de esta crónica, los lectores podrán juzgar qué tan firme fue la actuación de la iglesia peruana en el Caso Sodalicio. Más todavía. Hasta ese momento, mediados de agosto del 2018, a casi tres años del destape, los obispos no se habían reunido con las víctimas de la organización sectaria creada por Figari.

Por último, dos días antes, el 15 de agosto, se dio a conocer públicamente la denuncia presentada por el arzobispo sodálite José Antonio Eguren contra mí por «difamación agravada», exigiendo una reparación de doscientos mil soles, el equivalente a más de sesenta mil dólares, y una pena de tres años de prisión, acusando una «campaña de desprestigio en su contra». Sobre eso, Cabrejos no dijo nada.

El 18 de septiembre, desde Berlín, Alemania, el cardenal Pedro Barreto volvió a referirse a la situación del fundador del Sodalitium, a quien calificó nuevamente de «perverso». El príncipe de la iglesia indicó que el proceso eclesiástico en su contra ha estado marcado por la «lentitud». Esto se lo dijo a la agencia alemana DW.

El día anterior, 17 de septiembre por la mañana, tuvo una audiencia privada con el papa Francisco nada menos que el arzobispo sodálite José Antonio Eguren, miembro del denominado «núcleo fundacional» del Sodalitium. ¿El motivo de la reunión? No trascendió a los medios. No obstante, en ese momento Juan Carlos Cruz no solo tenía una relación personal y directa con el pontífice argentino, sino con otras autoridades vaticanas del entorno de Jorge Mario Bergoglio. Ergo, pudimos enterarnos de algunas cosas.

Eguren, según estas fuentes vaticanas, habría pretendido solicitarle al papa una suerte de certificado o documento que evidenciara que él no tenía ninguna acusación o señalamiento o proceso eclesiástico o denuncia o algo por el estilo en el Vaticano. El papa Francisco, de muy buenas maneras, le dio a entender que no era costumbre expedir «hojas de buena conducta» a nadie, y que si tenía la conciencia tranquila no tenía que preocuparse de nada. O algo así.

De acuerdo con otra fuente eclesiástica, contactada en Lima, se había esparcido el rumor entre los purpurados peruanos de que aquella autoridad jerárquica a la que se refirió Juan Carlos Cruz en Lima era Eguren.

—¡Pero no es él! Créame que no se refirió a él -le dije a mi fuente con solideo, defendiendo a mi querellante, atropellándome con mis palabras.

—Yo lo sé. ¿Quién cree usted que ha sido el autor del chisme?

—No lo sé, pero me parecería torpe por parte de Eguren irse hasta Roma para decirle al papa: «Por si acaso, no soy yo». Es más. Eso hasta lo haría sospechoso ante el propio Francisco, ¿no le parece?

—Pienso igual que usted. Pero quien deslizó el rumor, le cuento, fue monseñor «Camilo».

—¡¿En serio?! Esto ya parece salido de una película sobre el medioevo, en la que los cardenales guardaban cicuta en sus anillos. Estaba casi seguro de que eran amigos.

—En esta historia se están jugando muchas cosas, y la amistad es lo último que importa.

—Guau. Qué fuerte. Este «Camilo» es realmente una serpiente. ¿Y es verdad que uno de los motivos principales del viaje de Eguren a Roma ha sido para pedir algo así como una especie de «certificado de buena conducta»?

—Es cierto. Pero yo no le he dicho nada a usted, por si acaso…

—No se preocupe. Lo tengo claro… ¿Y le dieron algo?

—No.

Al día siguiente recibí una llamada rarísima a mi celular. Me contactó «Ludovico», un periodista medio ahuevado, de escaso humor, con quien había trabajado en mis pininos televisivos. Luego dirigió un diario de corte conservador. Y era tío carnal de un talentoso editor y escritor que trabajaba en Planeta. Ah, y algo no menos importante, era muy cercano a «Camilo».

Me pilló en la oficina, a la hora de mi primer café. Muy afectuosamente, me felicitó -tres años después- por la investigación periodística sobre el Caso Sodalicio, por los premios que habíamos ganado con Pao, por la obra de teatro, y así, sin aterrizar sobre nada. Me dio la impresión de que su voz había envejecido. Después se puso a formular preguntas inocuas, o quizás no lo eran tanto. ¿Cómo estás? ¿En qué andas ahora? ¿Qué otros proyectos tienes entre manos? ¿Qué nuevas revelaciones piensas sacar a la luz? Y cosas por el estilo.

Pasado un buen rato, en el que, pacientemente, me la pasé siguiéndole la cuerda, lo corté afablemente, para precisarlo un poquito:

—Bueno, «Ludovico», y ahora que ya te puse al día sobre mí, cuéntame: ¿Cuál es el verdadero motivo de tu llamada?

—Jajaja. Siempre directo, ¿no? No has cambiado mucho desde aquella vez que hicimos televisión. Jajaja. Sí, bueno, mira, esteee, lo que pasa es que tenía mucha curiosidad sobre los comentarios que hizo el comunicador chileno en la entrevista que le hiciste…

—Pregúntame lo que quieras, «Ludovico». Con confianza.

—Gracias, Pedro. Sí, mira, en algún momento dijo algo así como que sabía o que tenía información de una denuncia sobre una autoridad eclesiástica peruana…

—Sí, recuerdo que dijo eso. Fuerte, ¿no?

—¿Sabes de quién se trata?

—No dijo su nombre. Se lo comentó a un periodista de Correo, no a mí.

—¿Pero te lo dijo a ti en privado? ¿O se lo preguntaste luego?

—Lo que sé es que el papa está al tanto.

—¿Y la denuncia sobre qué es?

—Dijo que sobre algo «bastante grave».

—¿Sabes si era sobre algo de índole sexual?

—Me dio la impresión de que a eso se refería, ¿no?

—Bueno, Pedro, no te quiero robar más tu valioso tiempo. Ha sido un gusto hablar contigo después de tiempo, saber de ti, y nada, hace rato que quería felicitarte por tus logros periodísticos.

—Gracias, querido «Ludovico», eres muy amable. Te mando un abrazo.

—Otro para ti. Nos vemos, chau.

***

(…)

Con quien hablé luego fue con Juan Carlos Cruz:

—Tengo noticias sobre “Camilo”. Cuando puedas, coméntale a “David” lo siguiente: cuando “Camilo” cumpla años, tendrá que renunciar formalmente a su condición porque así lo establecen las normas eclesiásticas. Luego de ello, el papa lo dejará como obispo por un rato, pero no por mucho rato. Para (la fiesta de) Reyes (entre el 5 y 6 de enero), comenzará su cuenta regresiva. Díselo por favor de mi parte. De enero no pasa. Díselo así, por favor.

—¡Mierda!

—Sí, lo mismo dije cuando me dieron el encargo. Abrazo grande, amigo.

—Hoy me tomo un whisky por el “hombre de blanco”.

—No busques pretextos para emborracharte. Pero sí. Tómate más de uno. Es como para celebrar.

(…)

Pedro Salinas

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