[La columna deca(n)dente] El artículo “Sobrevivir en Perú”, de Clara Elvira Ospina, es un retrato lúcido y descarnado de la profunda crisis que sacude al país. A través de una serie de escenas reales y estremecedoras —desde asesinatos y accidentes insólitos hasta intoxicaciones letales y negligencias farmacológicas—, la autora revela una nación marcada por el abandono gubernamental, la corrupción arraigada, la impunidad persistente y una informalidad que permea todos los ámbitos de la vida diaria. Su mensaje es contundente: el Estado ha fallado en sus responsabilidades más básicas, y en ese vacío de autoridad, la supervivencia ha sustituido a la ciudadanía.
Como se sabe, un Estado se define por su capacidad para imponer el orden jurídico y ejercer el monopolio de la violencia legítima. En el Perú, sin embargo, la violencia está fragmentada y cooptada por organizaciones criminales, mientras que el orden jurídico se diluye entre la impunidad y el soborno.
Los hechos que narra Ospina no son excepciones ni accidentes del destino: son parte de un patrón sistémico. La negligencia, la inseguridad y la injusticia ya no escandalizan; se han vuelto rutina. Desde una perspectiva de política comparada, el país presenta rasgos propios de Estados colapsados o en vías de colapso, donde las instituciones son incapaces de contener al crimen organizado ni de garantizar derechos fundamentales.
El sociólogo argentino Guillermo O’Donnell habló de zonas marrones, donde el Estado carece de presencia efectiva y la legalidad es una ficción. En América Latina, advertía, coexisten territorios con presencia estatal funcional y otros donde la ley es apenas una sugerencia. En el Perú, esa realidad adopta la forma de un “Estado dual”: uno que existe formalmente, pero que resulta irrelevante en la vida diaria de millones de peruanos y peruanas atrapados entre la informalidad, el abandono y el desgobierno.
En este contexto, la captura del Estado se manifiesta de manera clara y alarmante en el Congreso, que ha dejado de ser una institución encargada de legislar para el bienestar común y se ha transformado en una maquinaria de autoprotección y beneficio privado. A través de Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Perú Libre, Renovación Popular y otras bancadas, los legisladores diseñan leyes que los blindan a sí mismos y a las organizaciones criminales que operan impunemente. Mientras tanto, el Ejecutivo se limita a repetir discursos sobre el orden y la autoridad desde un “cuarto de guerra” sin capacidad ni voluntad para hacerlos realidad.
En palabras del escritor Nicolás Yerovi, en el país “no hay ciudadanos, sino sobrevivientes”. Y no le falta razón. En un sistema donde la corrupción se ha institucionalizado, el ciudadano ha dejado de ser sujeto de derechos para convertirse en un náufrago cotidiano.
La pregunta clave es: ¿cómo salir de este laberinto? No hay respuestas simples, pero está claro que el punto de partida debe ser una reforma profunda del Estado, un proceso que desmonte las redes de corrupción, recupere la legitimidad de las instituciones y restablezca el vínculo entre ciudadanía y Estado. La indignación es necesaria, pero no suficiente; debe traducirse en acción política. Y esa acción no vendrá del actual Congreso. El cambio deberá ser impulsado por partidos políticos que hoy están fuera del poder.
Sobrevivir en el Perú se ha vuelto una hazaña diaria. Pero no debería serlo. Volver a ser ciudadanos, con derechos plenos y garantizados, es el desafío político más urgente de nuestro tiempo.