Opinión

Termino la columna con una insondable pena que recorre febrilmente en cada punzada que le doy al teclado al escribir. El Perú está de luto. Y lo anticipé, lo que vendría no tendría porque tomarnos de sorpresa, solo es la consecuencia de una indiferencia general de muchos años. Esta puerta que está abierta no se cerrará si seguimos haciéndonos los ciegos, sordos y mudos. ¿Si acercamos sus demandas, acaso no podría ser el primer paso para llegar a un consenso? Recuerdo que de niño escuchaba jugando con mis carritos en la quinta donde crecí, Enrique Palacios, canciones de trova, como “Coplas de mi País” de Piero, o huaynos, cumbias, rock, hasta Chopin. Oía sin saber las connotaciones letrísticas o políticas que podían tener. Ahora, ya siendo un joven casi adulto, con muchos golpes y experiencias vividas, pero aún con la latente alma de ese niño. Y con la sutil diferencia que ahora entiende su realidad social y que vuelve a escuchar después de casi dos décadas “Coplas de mi País” una noche después del fatídico 9 de enero del 2023, y al que le es imposible no botar algunas lágrimas al acabar esta columna.


*Fotografía perteneciente a un tercero

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Conflictos

Y debe hacerlo con una guía clara: se dispara solo cuando la vida de la policía o de los soldados esté en riesgo. No se dispara para dispersar un bloqueo de carreteras o una marcha. Y debe darse todas las facilidades al Ministerio Público para que investigue y sancione a los responsables de crímenes sin justificación y, a la vez, se espera que la policía detenga a los violentistas o a los autores intelectuales y los lleve a un juicio severo, como corresponde.

En simultáneo, aunque no aparezcan voceros de un diálogo necesario, debe persistirse en el esfuerzo de convocar a los movimientos sociales que participan de la protesta y empezar con ellos el camino de una salida pacífica a la crisis.

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Dina Boluarte, política peruana

Tomar aeropuertos responde a una lógica militar desestabilizadora que no puede ser permitida por las fuerzas del orden democráticas. El Movadef, las mafias ilegales, y los secuaces del preso de Barbadillo no pueden marcar la agenda nacional con su lógica violentista y golpista. La democracia está en pleno derecho de defenderse y si en ese proceso (por eso es un orden democrático), se cometen excesos pues deberán ser sancionados, pero el lamentable número de muertos no nos debe hacer olvidar que acá estamos frente a una responsabilidad mayor de parte de los autores intelectuales de la asonada, que están buscando escalar el conflicto para provocar el colapso de la sucesión constitucional bien trazada por la institucionalidad democrática que supo resistir y salir indemne del golpe perpetrado por el expresidente Pedro Castillo, quien hoy dirige, qué duda cabe, la turbamulta delictiva organizada en diversos puntos del país.

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Conflictos, Democracia, Marchas

Lamentablemente, la derecha peruana, no alberga espacios liberales en su seno. Es una derecha conservadora, negacionista, obtusa y que hace honor al calificativo de bruta y achorada. No aprende, no le interesa hacerlo, y en ese plan constituye una grave amenaza a las libertades democráticas frente a la que hay que estar advertidos y no transar con ella.

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Derecha, política peruana

Algunos llegaron muy pequeños y crecieron con el inglés. Son los casos, por ejemplo, de Marie Arana y Alberto Alarcón. Otros llegaron adolescentes y aprendieron el inglés de manera muy fluida, y por lo tanto escriben tanto en español como en la lengua de Faulkner. Este sería el caso de Oswaldo Estrada.

Pero muchos llegaron ya adultos y mantienen su lealtad al español de manera insobornable, creando una riquísima veta de producción que a veces es poco conocida en el Perú y otros países hispanohablantes. Entre los narradores hay que mencionar, por ejemplo, a Eduardo González Viaña (aunque ahora en España), Isaac Goldemberg, José Castro Urioste, Peter Elmore, Miluska Benavides, Rossana Montoya, Rocío Quispe, Cesar Ruiz Ledesma, Claudia Salazar, Margarita Saona, Rocío Uchofen, Alberto Caballero, Alfredo M. Del Arroyo, Ani Palacios, Fernando Salmerón, Jerry Gómez Shor Jr., Julio Jesús Zelaya Simbrón, Luis Fernández-Zavala, Martín Balarezo García, Rina Soldevilla, Ricardo Vacca-Rodríguez, Ulises San Juan, Luis Hernán Castañeda, Alexis Iparraguirre, Carlos Villacorta, Christian Palacios y Enrique Cortez, entre otros. 

Los poetas no se quedan atrás. Hay poetas mayores, de la generación del 68, como Raúl Bueno, Rubén Urbizagástegui y José Cerna-Bazán. Otros ochenteros como el finado Eduardo Chirinos (muerto el 2016), José Antonio Mazzotti, José Bravo de Rueda, Carlos Orihuela, Mariela Dreyfus, José Serna, Roger Santiváñez y Miguel Ángel Zapata, y otros noventeros y más recientes como Ana Varela, Enrique Bernales, Chrystian Zegarra, Evgeni Bezzubikoff, Erika Almenara y muchos más. Que me disculpen si se me pasa algún nombre, como es casi seguro. Y no son menos importantes los poetas en quechua como Dora Caballero Hurtado, Fredy Roncalla, Odi Gonzales y la itinerante Ch’aska Anka Ninawaman.

El 2015 la Asociación Internacional de Peruanistas, creada en 1995 para coordinar las actividades de los muchos estudiosos que se enfocan en el Perú, organizó el Primer Encuentro de Escritores Peruanos en los Estados Unidos en Washington, DC. Acudieron casi cien escritores y la cosa acabó en fraternal fiestón. 

El panorama es, pues, muy amplio. Se espera que pronto haya un Segundo Encuentro, ya que las masas lo exigen.

Escuchemos a nuestro Quinto Suyo, pues tiene mucho que decir.

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escritores peruanos, estados unidos

Por ello, pensamos que una narrativa más aceptable para un sector mayoritario de la sociedad debería plantear que en el periodo estudiado se produjo una guerra iniciada por las bandas terroristas contra el Estado y la sociedad, y que la actuación de dichas bandas se caracterizó por el nulo respeto a la vida humana y la violación indiscriminada de los derechos humanos. En esta guerra, las FFAA y policiales actuaron en defensa del Estado y de la sociedad y derrotaron a las bandas terroristas. Sin embargo, en su actuación violaron los derechos humanos de la población; es decir, de la sociedad. Al respecto, dejo las siguientes recomendaciones:  

  1. Es necesario un profundo trabajo de reconciliación entre las FFAA y los pobladores o descendientes de pobladores víctimas de dichas violaciones a sus derechos humanos. Es decir, entre las FFAA y la sociedad. 
  2. Las bandas terroristas no formarán parte de ninguna política de reconciliación en tanto que únicas responsables del conflicto armado o terrorismo. La reconciliación debe darse exclusivamente entre la sociedad y sus Fuerzas Armadas. 
  3. Las políticas específicas, las dejo para otra columna. 

  

 

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Minedu, Terrorismo

-La del estribo: gran película Close, dirigida por Lukas Dhont. Emotiva, íntima y desgarradora muestra del tránsito de la infancia a la adolescencia de dos amigos, donde la tragedia no está ausente. Ganadora del Gran Premio del Festival de Cannes, la puede encontrar con su distribuidor conocido.

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política peruana

Según cuenta Pedro Salinas en su último libro Sin noticias de dios – Sodalicio: crónica de una impunidad, el 1° de agosto de 2016 durante una audiencia en el Ministerio Público el abogado de Eduardo Regal le mostró varias de estas cartas, preguntándole: «¿Recuerda haber solicitado voluntaria y entusiastamente a través de cartas escritas por su puño y letra su ingreso a la vida comunitaria, y posteriormente su reingreso a la misma? ¿Reconoce su firma en esta carta?» Salinas respondió lo siguiente: «La carta solicitando el ingreso a la vida comunitaria, prácticamente me la dictó Virgilio Levaggi, y era de puño y letra, pues ese era el requerimiento sodálite. La presión que ejerció el Sodalitum, a través de personas como Figari, Levaggi, Baertl y Doig, entre otros, fue fundamental y definitiva en mi incorporación. Jamás me dijeron a lo que estaba ingresando. No recuerdo la carta solicitando mi reingreso (permanente a las comunidades “de formación” de San Bartolo; la primera carta era para hacer un período de prueba). No la recuerdo, pero reconozco mi firma». Y continúa así su relato:  «No las podía negar. Eran mías. Sólo atiné a decir que no me reconocía en ellas, por el estilo postizo y las frases rígidas, extraídas aparentemente de las Memorias que cada fin de año pergeñaba Figari, y que nos hacían aprender de paporreta».

No sé de ninguna asociación religiosa en la Iglesia católica donde se exijan este tipo de cartas a sus miembros. Asimismo, no existe ninguna norma o reglamento escrito en el Sodalicio donde se ponga como requisito para hacer promesas formales el tener que escribir este tipo de cartas. Sin embargo, en la práctica se exigía hacerlo si uno quería seguir ascendiendo en la escala jerárquica de la institución. Rehusarse a escribirla era impensable, inimaginable. Debido al lavado de cerebro a que habíamos sido sometidos, carecíamos de la información y la voluntad para cuestionar esta práctica. En estas cartas no se permitía poner libremente lo que uno quisiera, sino solamente lo que el destinatario quería oír. Y de que eso ocurriera se aseguraban los consejeros espirituales y superiores de la comunidad, quienes revisaban las cartas antes de ser entregadas a Luis Fernando Figari.

Que tan poco libre y voluntaria era la permanencia en el Sodalicio lo muestra el hecho de cuando uno manifestaba su deseo de salir de comunidad, comenzaba un procedimiento tortuoso de “discernimiento” que podía durar meses, y en algunos casos incluso años, pues no estaba previsto que nadie se fuera: se consideraba una anormalidad, un mórbido imprevisto, una traición al inexorable llamado de Dios.

Cuando en enero de 1993 manifesté mi deseo de dejar la vida comunitaria y de ya no querer seguir siendo un laico consagrado, pasarían siete meses hasta que eso se concretara, siete meses que viví con una angustia permanente y recurrentes pensamientos suicidas. Eso explica por qué para muchos la huida tempestiva y clandestina era el procedimiento más expeditivo para abandonar el Sodalicio, a veces en circunstancias aventureras, como la de aquel exsodálite peruano que huyó de una comunidad sodálite en Bogotá y realizó por tierra el viaje hasta Lima, pasando por Ecuador, sufriendo contratiempos e incomodidades en una odisea que merece ser contada.

Todos los que huyeron se libraron de escribir sus cartas de salida, que también eran una especie de cartas de sujeción, pues en ellas debía quedar plasmado por escrito que la culpa de abandonar la comunidad era única y exclusivamente del renunciante. En mi carta, escrita en San Bartolo y fechada el 17 de julio de 1993, decía yo lo siguiente:

«En mi vida comunitaria, a lo largo de estos últimos años, siempre he tenido problemas debido en gran parte a mis propias inconsistencias. Estos problemas se han manifestado de manera particularmente fuerte en los últimos tiempos, de tal modo que me han hecho llegar a una situación de profundo cuestionamiento personal. En estas circunstancias, luego de pasar por un largo período de discernimiento en San Bartolo, he llegado al punto de considerar la posibilidad de abandonar la vida comunitaria, puesto que me resulta difícil permanecer en ella, y creo que, debido a mis problemas personales, ello puede conllevar obstáculos para el desenvolvimiento de mi vida cristiana».

No era el Sodalicio el que estaba mal, sino yo. Sacudirme esa conclusión me demoró más de una década. Y a pesar de lo que allí yo escribía con candorosa ingenuidad —«sé que podré contar siempre con la ayuda de mis hermanos sodálites en los momentos más difíciles»—, lo que en realidad ocurrió fue otra cosa: una mezcla de traición, desprecio y discriminación hacia mi persona por haber abandonado el camino de la vida consagrada sodálite.

Cada vez que se lea una de esas cartas de sujeción, se deberá ponerlas en su contexto y conocer las circunstancias en que fueron escritas. No son expresión de libre voluntad —pues se revisaba sus contenidos para que estuvieran conformes, mientras se tenía controlados mental y afectivamente a quienes las escribían—, sino prueba del lavado de cerebro que se practicaba en el Sodalicio. Y uno de los artefactos más atroces de la manipulación ejercida por las autoridades sodálites sobre quienes pertenecen o pertenecieron al Sodalicio.

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