Opinión

Ya es hora de volver a poner sobre el tapete la urgente discusión respecto de la posibilidad de despenalizar la producción, comercialización y consumo de la cocaína, como mejor manera de desterrar la huella delictiva y sangrienta que deja a su paso por las sociedades, el narcotráfico.

Ya no se trata tan solo de libertades morales (cada quien debería poder hacer con su cuerpo lo que quiera y, por supuesto, lo que se mete en él) sino de una pragmática constatación frente a la imparable estela de daño social que genera su ilegalidad.

Se evitaría la corrupción de fuerzas armadas y policiales, autoridades locales, jueces y fiscales, congresistas, funcionarios aduaneros, etc.; se eliminaría el lavado de activos que destroza las partes sanas de la economía empresarial; se evitaría que su tránsito social exija cupos de violencia y muerte. Y el fisco peruano recibiría una suma importante de dinero por los impuestos que se les cobraría a los que se dediquen a la actividad en cualquiera de sus engranajes.

Hoy, que el Perú es víctima de una ola delictiva sin parangón, que incluye la presencia creciente de mafias internacionales, en gran medida por ser uno de los principales países productores de cocaína, el tema vuelve a adquirir relevancia.

Debe ser una iniciativa multilateral (Colombia y Bolivia se sumarían sin mayor problema en estos momentos) para enfrentar la que seguramente será una dura reacción de Washington, que, por cierto, se basa en una gran hipocresía y en una actuación cómplice con el narcotráfico (la DEA y buena parte de los dineros malhabidos del narcotráfico en la potencia norteamericana medran justamente de su ilegalidad y el negocio se les vendría al piso si el mismo se legalizara).

Probablemente haya un aumento de la drogadicción, pero no parece que ello vaya a ser muy incidente, porque ya hoy en día se puede conseguir cocaína en cualquier esquina del país. Pero el inmenso daño social que produce su ilegalidad supera con creces el eventual “daño” social que ocasionaría este improbable aumento de drogadictos y su comportamiento antisocial.

La delincuencia ya es hoy el principal problema nacional. Junto con la corrupción -producto del narcotráfico también- son ya taras de la gobernabilidad democrática del país. Con la despenalización de la cocaína se le daría un duro golpe al narcotráfico, fuente principal de la delincuencia, y se fortalecería la democracia.

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[LA COLUMNA DECA(N)DENTE] La democracia peruana se encuentra en riesgo. El actual gobierno de Boluarte ha demostrado un desprecio colosal por las instituciones democráticas y los derechos humanos. Ha intentado restringir la libertad de prensa, ha criminalizado la protesta social y ha respondido las movilizaciones ciudadanas de manera brutal. A la fecha, 49 ciudadanos han sido ejecutados por disparos de armas de fuego de la policía y el ejército.

A ello se suma el Congreso, que inició una investigación sumaria contra los integrantes de la Junta Nacional de Justicia por presuntamente haber cometido una serie de “faltas graves”. Esta medida busca destituirlos irrespetando el debido proceso y la presunción de inocencia, socavando así la estabilidad jurídica del país.

Boluarte, Otárola y los congresistas de Fuerza Popular, Perú Libre y Alianza para el Progreso, entre otros, se saben poderosos e impunes. Se reconocen como aliados y, por ello, creen que pueden cometer cualquier tropelía, vulnerar derechos o erosionar la institucionalidad democrática sin mayores consecuencias, como ocurrió con la repartija del Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo.

La derrota política de la coalición gobernante no será fácil ni inmediata. Las fuerzas opositoras carecen de fuerza, se encuentran divididas y sin mucho poder de convocatoria. Esto quedó demostrado en las movilizaciones del 16 de septiembre en Lima, que fueron poco concurridas. En este contexto adverso para la democracia, es imprescindible la conformación de una coalición democrática amplia y plural. Sin embargo, su constitución presenta una serie de desafíos.

Las fuerzas opositoras están divididas entre partidos políticos de izquierda, centro y derecha; y organizaciones de la sociedad civil. Esta división, junto con las diferentes estrategias para enfrentar a la coalición gobernante, dificulta la construcción de una agenda común, la cooperación entre ellas y la coordinación de acciones. La superación de estas divisiones es fundamental para que las fuerzas opositoras puedan conformar una coalición democrática que tenga la capacidad de derrotar a la coalición gobernante.

En ese sentido, la formación de una coalición opositora requiere de los factores siguientes: una agenda común que refleje su compromiso con la defensa de la democracia y el adelanto de elecciones; un liderazgo fuerte y comprometido que pueda unir y liderar a las fuerzas opositoras en la lucha contra la coalición gobernante; y un compromiso para cooperar entre sí, a pesar de sus diferencias. Además de estos factores, también es importante que aquellas fuerzas cuenten con el apoyo de la ciudadanía, lo cual les dará la legitimidad y la fuerza necesaria para enfrentar al gobierno autoritario.

Por último, la unificación de las fuerzas opositoras es un proceso complejo y desafiante. Sin embargo, es un proceso necesario e imprescindible para defender la democracia y los derechos humanos de una coalición cuya continuidad en el poder representa un peligro para la estabilidad del país. Los partidos políticos democráticos tienen no solo la palabra.

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Es obvio que al gobierno actual no le cae a pelo ganarse un conflicto social como el que podría reactivarse en el valle del Tambo en Arequipa (y extenderse al sur andino, que anda buscando motivo para la bronca), a propósito de la eventual reactivación del proyecto minero Tía María que promueve la empresa mexicana Southern Perú.

En esa perspectiva suponemos que se han enrumbado las declaraciones del premier Otárola señalando que el proyecto no estaba en agenda, desbaratando los ímpetus del ministro de Energía y Minas, quien horas antes había hablado de que Tía María era un proyecto valioso que había que retomar, aunque bajo la condición previa de que haya “armonía total” (¿?).

Hay un problema político evidente en este desentendimiento público entre dos autoridades altas del régimen, pero lo que más enerva no es tanto que algo así suceda (las discrepancias debieran librarse en la interna, pero no es para cortarse las venas que ocasionalmente se salgan del cuarto cerrado), sino la falta total de compromiso del gobierno por promover una actividad esencial en estos momentos para la economía nacional, como es la minería.

No hay proyecto minero sin conflicto al lado. Ni en Suiza se produce “armonía total” entre empresas y ciudadanos, como pretende ilusamente el titular del Minem. El problema es que en el Perú se deja a las empresas privadas abandonadas a su suerte sin que el Estado se sume a los esfuerzos por sacar adelante proyectos vitales, como lo es Tía María, el que particularmente no implica mayor riesgo ambiental, y las empresas privadas descuidan el trabajo de percepciones, que debe ser permanente.

Tía María podría salir adelante si el gobierno atendiera demandas sociales de los agricultores del valle del Tambo (que no es donde operaría la mina, ojo con la percepción) que tienen décadas postergadas, como la construcción de la represa de Paltuture, que asegure un suministro de agua de regadío permanente (el proyecto Tía María no va a usar agua del río sino desalinizada del mar, nuevamente ojo con la percepción).

Este y todos los gobiernos tienen que entender que se la deben jugar por la minería, que reporta casi la mitad de sus utilidades en impuestos para el Estado y una parte no menor de ellos, destinados directamente, vía canon y regalías, a la zona de influencia directa del proyecto. El fisco nacional se robustece con el desarrollo de proyectos mineros de una manera superlativa.

El Estado peruano es el principal responsable de lograr las condiciones para que los proyectos mineros se desplieguen y, de llegarse al extremo de que acontezcan revueltas antimineras ideologizadas, actuar represivamente con inteligencia para no producir violencia inútil que lo único que hace, al final, es frustrar justamente el proceso de puesta en marcha de los proyectos empresariales.

De este gobierno es difícil esperar alguna jugada de riesgo. Juega al muertito porque su único objetivo es sobrevivir hasta el 2026, pero la clase política proinversión privada debe tomar conciencia de que es el Estado, de la mano de las empresas, el llamado a librar la batalla.

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[ENTRE BRUJAS] Durante siglos el patriarcado (no hay que tener temor a nombrarlo) se ha sostenido y reproducido teniendo como base el control del cuerpo, la sexualidad y la reproducción de las mujeres.

Uno de los mecanismos institucionalizados para sostener dicho control son las leyes que sancionan la posibilidad de autonomía. La penalización del aborto es un ejemplo claro.

Este, es un dispositivo que durante siglos no solo ha sancionado la posibilidad de que las mujeres tomen una decisión sobre su cuerpo y proyectos de vida, sino que a la vez les ha quitado dignidad a través de la criminalización.

Las leyes también saben de clases sociales y de estatus diferenciados. Aunque la penalización afecta a todas, tiene un impacto mayor en las niñas, adolescentes y mujeres jóvenes en condiciones de pobreza o sobrevivientes de violencia.

Es decir, las mujeres que tienen recursos económicos y entornos de apoyo pueden acceder a este procedimiento sin poner en grave riesgo su vida y libertad. Quienes no, suelen quedar expuestas a la clandestinidad abusiva y al aprovechamiento de personas inescrupulosas que lucran con la desesperación.

Por ello se dice que la despenalización del aborto es un asunto de derechos, pero también de justicia social. Son las mujeres y niñas pobres, violentadas y en situación precaria las que sufren el impacto de normas sexistas y abusivas.

La penalización del derecho a decidir de las mujeres es un indicador de sociedades machistas y discriminadoras. Pero, la penalización del aborto aún en casos de violación sexual pone en evidencia sociedades indolentes, en donde la dignidad de las mujeres no vale y se vulnera sistemáticamente. Tal es el caso peruano.

En el Perú, el aborto aún en casos de violación se encuentra criminalizado. Es decir, se obliga a las mujeres y a las niñas a continuar con embarazos producto de un crimen atroz. Las dramáticas cifras dan cuenta de ello:

En el 2022 a nivel nacional 1623 niñas entre los 111 y 14 años fueron obligadas a parir, luego de una violación. Hasta agosto del 2023, corrieron el mismo destino 636 niñas.

Criaturas forzadas a ser madres, impedidas de disfrutar de una infancia plena y con ello destinadas a continuar en un circulo de violencia y exclusión.

Feministas y defensoras de los derechos de las mujeres durante décadas han reclamado que el Estado corrija este error, y, despenalice la interrupción del embarazo en casos de violación. Aunque para avanzar en materia de igualdad es importante que esta figura penal desaparezca y no haya criminalización por ninguna causal; se reconoce que es urgente – al menos- proteger a las sobrevivientes de violencia sexual. Es decir, no condenarlas a la tortura de un embarazo forzado. Un mínimo de dignidad aun negado por el sistema patriarcal.

El reclamos de autonomía, derechos y dignidad vuelven a materializarse este 28 de septiembre, fecha en la que desde la Asamblea Verde (espacio de confluencia feminista) se ha organizado una movilización en el marco del Día internacional por la despenalización del aborto en América Latina y el Caribe. Organizaciones, activistas y colectivas feministas se unen para levantar en las calles y públicamente su voz de protesta frente a un Estado indolente. Se exige así que se deje de criminalizar a las mujeres y se brinden garantías para su autonomía.

Una marcha por el derecho a decidir, una movilización para que el Estado garantice el aborto legal y seguro. Una movilización vestida de verde, con pañuelos,  con historias reales de dolor y desesperación  en donde una vez más se vuelve a disputar la libertad y la dignidad de las mujeres.

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[CASITA DE CARTÓN] Esta Casita de cartón abre sus puertas escuchando una canción del cantautor español, Julio Iglesias, quién hace pocos días festejaba un onomástico, ‘Me olvidé de vivir’, canción que siempre consideré como retrato de mi vida, por más desenfrenada y delirante que ésta haya sido en distintas etapas. Ya que desde siempre he sentido esa sensación que en sus letras se emana, un canto a la nostalgia, una oda al pasado. Pero a su vez, también se podría llevar a la vida de otro romántico decadente (quien también se celebró su natalicio), de aquella generación de estirpe de artistas, “hermosos y malditos”, como su obra y su propia vida fuera, y que lo acompañaría hasta el final de sus días. Hablo del autor de la gran novela norteamericana, Scott Fitzgerald.

De esto se puede extrapolar estas letras de la canción: ‘De tanto cantarle al amor y la vida/ me quedé sin amor una noche de un día’. Como deben saber mis lectores, soy un trasnochado creyente del amor para estos tiempos, un ser trágicamente sensible, que en las obras de arte encuentra la fuente de suspiros como en el amor. Por esa razón, me puse tempranamente a releer algunos libros de Fitzgerald, entre ellos, ‘The crack up’, y no pude evitar soltar unas lágrimas sinceras. Libro imprescindible para entender la naturaleza del hombre que alguna vez toca las puertas del cielo y al otro amanecer, como vaivén natural del destino, las puertas del infierno, pues así fue la vida de este hoy en día laureado escritor. Quien tenía en esos años universitarios en Princeton a Keats como poeta favorito. Y del que tomaría un verso de uno de sus poemas más conocidos, ‘Oda a un Ruiseñor’, para su novela probablemente más autobiográfica y de las más memorables, ‘Suave es la noches’. Incluso, por aquellos años trataría de ser un vate, pero prontamente se daría cuenta que la poesía estaba al otro rincón de su arte.

Se encaminaría a la narración, donde sería descubierto por un mítico editor, Max Perkins, que también descubriría a otras plumas legendarias como Thomas Wolfe o Hemingway, y del que con este último formarían un lazo de amistad, sincera por parte de Fitzgerald pero no del todo, por el ‘buen’ Ernest.

Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia.

Escribiría Scott, como así diera muestra de su vida. Del héroe de los años locos, la era del jazz, siendo la estrella infaltable en cada fiesta con su esposa Zelda, los míticos ‘Fitzgerald’, a lo que voz populi se diría: ‘no hay fiesta si no están presente los Fitzgeralds’. Cuando rebosaba de dinero, más que todo por sus cuentos, que su momento llegaron a pagarle 4 mil dólares, suma estratosférica, que para esta época sería como 30 mil dólares. Y todo lo despilfarraría por la vida ostentosa que viviría en América y el viejo continente, en hoteles y gourmets A1, en compañía de aquella clase social que amaría por muchos años y que al final de su vida aborrecería.

Porque él sería héroe que perdería el vuelo con sus alas, en su tragedia irreparable como señalaría Hemingway, en, quizás, la mejor definición sobre su vida: ‘Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende una mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo’.

La vida es un proceso de demolición.

Así define el existir en un capítulo del Crack Up, y es que como el mismo sentenciaría sus últimos años: «Si Ernest (Hemingway) habla con la fuerza del éxito, yo hablo con la autoridad que da el fracaso». Llegado los 30, la vejez llegaba, y con eso la demolición triste y paulatina.

Esta casita de cartón cierra sus puertas entendiendo que aquel que osa tocar las puertas del cielo prematuramente tiene que atenerse a llegar a las puertas del infierno próximamente. Por eso, entre una de sus cartas que daría a ese ‘amigo’, quien lo vilipendiaría en Las nieves del Kilimanjaro, y la cual dejaría en evidencia su tormentosa relación con el alcohol, que era el motor y motivo de su vida, y la soledad que lo asfixiaba: “Mi última tendencia es derrumbarme alrededor de las 11 y, con lágrimas en los ojos y la ginebra derramándose, ponerme a contar que no tengo un solo amigo en el mundo”. El hombre que escribió la gran novela norteamericana del siglo XX se suicidó lentamente. Sumido en la depresión y el alcoholismo, como lo hacen muchas bellas almas que viven entre el delirio y la tristeza. Y en la nostalgia, claro está, como su epitafio reza: ‘Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado’. Como pudo haber sido las letras de ese himno titulado, ‘Me olvidé de vivir’.

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Que 400 mil peruanos se hayan ido del país el 2022 y que probablemente ese número crezca este año, es un síntoma claro del deterioro de las perspectivas económicas, sociales y políticas por el que transita nuestro país.

La mayoría de los que toman esa decisión son jóvenes. La propia encuesta última del IEP sobre el tema revela que en agosto del 2022, 36% quería irse y ahora ha crecido a 47% de ciudadanos, pero en el detalle etario, en la población entre 18 y 24 años, ese porcentaje de gente que quiere irse crece a 60%.

Muchos atribuyen este fenómeno a la llamada “generación cristal”, frágil e incapaz de soportar la mínima adversidad (después de todo, lo que estamos pasando ahora no es nada respecto de lo que se vivía en los 80s), pero esa sería una explicación muy superficial y prejuiciosa.

Una razón que influye mucho es el nivel de globalización existente hoy, que le permite a los jóvenes haber viajado o apreciar, vía las nuevas tecnologías informativas, la calidad de vida de otros países más desarrollados y su natural deseo de vivir su futuro en ese estatus y no en el deteriorado ambiente nacional (inclusive, el 44% del sector AB quiere emigrar y supuestamente, ese sector la pasa bien).

Lo que no se ve en el Perú es horizonte promisorio. Todo ha empeorado en los últimos cinco años. La salud, la educación, la economía, la política, la seguridad ciudadana, la corrupción, el urbanismo, etc. Y la clase política encargada de resolver esa pendiente es de última categoría, sin narrativa nacional motivante ni visión de futuro.

Y los pronósticos respecto de lo que se viene son pesimistas en todos los ámbitos. Y no hay un liderazgo político que les otorgue a los ciudadanos de a pie la esperanza de que de acá a cuando se produzcan las elecciones presidenciales, la cosa vaya a mejorar, sino todo lo contrario.

Lo que hoy predomina es el ánimo antiestablishment, un equivalente psicológico al mandarse a mudar. Y eso sucede porque no surgen personajes capaces de brindar optimismo ni confianza respecto de que con buenas decisiones gubernativas, el país puede mejorar y retomar la senda del crecimiento que lo caracterizó los últimos 25 años, antes de la crisis desatada en el 2016.

Es responsabilidad de los que pretenden gobernar este país, empezar desde ya su campaña y revertir este pesimismo cada vez más enraizado en los ciudadanos de a pie, particularmente entre los jóvenes.

 

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antiestablishment, Encuesta IEP, Exodo, liderazgo político

[EN EL PUNTO DE MIRA] Después de 23 años, ¿qué podemos decir de aquella narrativa y de dichas instituciones? Que si bien se avanzó en dar un entramado institucional al país, no se llegó a darle el reimpulso necesario para su fortalecimiento, como sí vimos en países como España y Chile. Con aciertos y errores, lograron dar reimpulsos significativos a las instituciones que encierran conflicto de intereses.

La descentralización. Si bien llevamos seis elecciones a nivel subnacional, no se ha llegado a fortalecer los mecanismos de fiscalización. Allí tenemos a César Álvarez, encarcelado por formar una mafia desde el gobierno regional en Áncash. También tenemos a Félix Moreno del Callao y Jorge Acurio de Cusco, ambos encarcelados. Debe darse una lucha frontal contra la corrupción e incentivos para una gestión transparente.

La ley de partidos. Si bien por primera vez en nuestra historia política contábamos con una ley que regule la actividad partidaria, esta necesita pensarse a raíz de los límites que ha tenido la participación de los candidatos independientes en las cuatro elecciones que han pasado. Financiamiento es una de ellos, transparencia en los mecanismos de democracia interna es otro, dejar los legalismos es un tercero, para saber si existe una real vida política de los partidos. Hay que dar paso protagónico a los órganos de control y fiscalización, como el Jurado Nacional de Elecciones y la ONPE, con participación del Reniec.

El Acuerdo Nacional y el Plan Bicentenario. Estos dos órganos, que son las principales directrices de la descentralización, no han dado impulsos para repensar la formación de funcionarios y servidores públicos permanentes. Asimismo, no se ha pensado aún en una articulación macrorregional. Las mancomunidades son un buen avance porque se articulan proyectos macrorregionales, pero son apenas una pieza dentro del entramado mayor del rompecabezas de la descentralización. Vale decir, debe dejarse de ver como una secretaría para ser un órgano autónomo.

Por otro lado, desde la transición a la democracia, hay un tema aún no superado, aún no resuelto: el sentimiento del “anti”. Si en el siglo XX teníamos el antiaprismo como una especie de identidad política que unía tanto a la oligarquía como a los comunistas, militares e Iglesia para enfrentar al Apra; post-noventa tenemos (sumado al antiaprismo) al antifujimorismo, el cual aglutina a cierta parte de la derecha, a organizaciones socialdemócratas y a la izquierda.

¿Eso está bien? Claro que no lo está; en democracia debería prevalecer la tolerancia. Pero seamos realistas. Para poner dos ejemplos, ni en España postdictadura franquista, ni en Chile postdictadura pinochetista, el “anti” ha sido superado. De cuando en cuando, y generalmente en el marco de elecciones, este suele aparecer.

Dicho esto, ¿habrá reconciliación? Con los actores políticos que fueron afectados por el gobierno autoritario fujimorista, no lo creo. Muy difícil. Podrá haber acuerdos (o coincidencias) parlamentarias, pero seguirá prevaleciendo el antifujimorismo. Es más rentable políticamente, dado que la democracia también es competencia.

¿De dónde partimos, entonces, para la reconciliación? Mínimamente, del reconocimiento de la participación en elecciones. Desde el encuentro electoral (aunque hostil) con el fujimorismo, podría a largo plazo irse apaciguando el anti y el fujimorismo irse adecuando aún más a los marcos democráticos.

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Conflicto Político, corrupción, Evolución Política, Reconciliación, Transición democrática

[CIUDADANO DE A PIE] El 3 de septiembre último, en el diario “La República”, Augusto Álvarez Rodrich, connotado miembro de la élite cognitiva y rabioso defensor del modelo económico neoliberal, plasmado en la Constitución del 93, publicaba una nota titulada “Perú un país condenado a tener éxito”. Entre hilarantes ocurrencias, como aquella de que “hasta una patada en el culo te empuja hacia adelante”, AAR dejaba nítidamente traslucir las preocupaciones de los grupos de poder y sus adláteres: los nubarrones de una importante crisis económica, cuyos primeros efectos se dejan ya sentir en los hogares, se ciernen amenazantes y cogen al país con el pie cambiado de un gobierno y un Congreso absolutamente desprestigiados, sumidos en la más profunda mediocridad, y sin ninguna capacidad de liderazgo. Álvarez Rodrich y sus amigos saben perfectamente que las arengas de emprendedurismo barato y las odas a la sacrosanta estabilidad, necesaria a las inversiones privadas, pueden no bastar en esta ocasión para conjugar el peligro de un estallido social que pudiera llevarse por delante el “modelo”. La pesadilla de lo ocurrido en Chile en el 2019, paraíso hasta entonces del neoliberalismo, los persigue sin cesar y hablan de ello constantemente, como una forma de exorcizar sus más profundas animadversiones y temores.

En su célebre artículo “El fracaso de la II Internacional” de 1915, Lenin definía lo que a su entender eran las tres condiciones necesarias para el inicio de una revolución social, las mismas que podríamos enunciar resumidamente así: 1. Imposibilidad para las clases dominantes de mantener sin cambios las formas políticas de su dominación. 2. Aumento significativo de la pobreza de las clases dominadas. 3. Como resultante de lo anterior, una movilización social creciente que deviene en una “actuación histórica independiente”. Como Lenin mismo reconocía, esta “situación revolucionaria” no basta por sí sola para desencadenar una revolución social, como de hecho se verifica en las múltiples ocasiones en que estas tres condiciones se han hecho presentes en la historia de América Latina, sin que ningún cambio significativo se haya producido. A la vista de lo que viene ocurriendo en nuestro país, nos sentimos tentados de plantearnos la pregunta ¿se encuentra el Perú actualmente atravesando una situación potencialmente revolucionaria que pudiera conducir a un quiebre del statu quo y a importantes cambios en lo político, social y económico?

Primera condición: El neoliberalismo autoritario

A raíz de la gran crisis económica del 2008, surgió lo que William Davies y otros estudiosos han denominado neoliberalismo punitivo, neoliberalismo autoritario e incluso fascismo neoliberal o posfacismo. Este neoliberalismo, a diferencia del que se gestó en los años 70 y dominó a partir de los 80 durante tres décadas, ya no puede convencer ni crear consensos alrededor de sus prácticas de competitividad despiadada -que involucra todas las esferas de la actividad humana- elevada al rango de norma social justa y hasta ética. El neoliberalismo ha perdido, como consecuencia de la desigualdad, la desprotección y la precarización que genera su modelo de crecimiento y acumulación de riqueza, credibilidad y aceptación. Alrededor del mundo, desde Francia hasta Chile, los “perdedores” de la globalización de los mercados han sido protagonistas de violentos estallidos sociales que han puesto a la defensiva a las élites neoliberales, y lo propio podría ocurrir pronto en nuestro país. Pero, aunque una legión de autores anuncia periódicamente la caída inminente del capitalismo neoliberal, bajo el peso de sus propias contradicciones, esto no parece ocurrir aún, o quizás, como ha escrito Neil Smith, el neoliberalismo “ya está muerto, pero sigue siendo dominante” ya no sirviéndose de la racionalidad normativa y del consenso, sino como afirma Davies, de manera implacable con “valores y actitudes de castigo”. El argentino Matías Saidel ha descrito muy bien este neoliberalismo autoritario, en el que “los grupos dominantes ya no buscan neutralizar la resistencia a través de concesiones, sino que favorecen la exclusión de los grupos subordinados, mediante cambios en la legalidad que neutralizan los alcances de las instituciones democráticas y mediante prácticas que buscan marginalizar, disciplinar y controlar a los grupos disidentes”.

En su libro “Demócratas precarios. Élites y debilidad democrática en el Perú y América Latina”, Eduardo Dargent hace una descarnada descripción de las siempre latentes pulsiones antidemocráticas de nuestras élites de derecha, entendidas como tales aquellas que se oponen a políticas redistributivas de la riqueza y tienen al orden social como un valor fundamental. Según este autor, cuando nuestras élites se hacen con el poder, tienden a no respetar los mecanismos constitucionales y a promover nuevas reglas que las favorezcan, en detrimento del democrático equilibrio de poderes. Por su parte, Moisés Naím en su libro “La revancha de los poderosos”, habla de “Estados mafiosos” en los cuales desde el poder se busca destruir los pesos y contrapesos que los limitan y obligan a rendir cuentas. En un Estado mafioso, se despliegan estrategias que socavan la democracia, criminalizando la oposición mediante el recurso a teorías conspirativas (con una preferencia por las acusaciones de terrorismo, según el ensayista Pier Franco Pellizzetti), controlando el nombramiento de jueces, emitiendo “seudoleyes”, y lo que es más grave aún “transformando sutilmente el gobierno en una inmensa trama delictiva depredadora, cuyos beneficios llenan los bolsillos de los gobernantes y sus amigos”. En estos Estados, la meritocracia es un espejismo y la administración pública se convierte en una inmensa red delictiva. En esta destrucción del estado de derecho se conforma, según Paolo Flores d’Arcais, “una nueva triada financiera, mediática y gubernamental que favorece la legalización de la delincuencia del establishment”.

¿Estamos asistiendo en el Perú a lo que Sinesio López y Glatzer Tuesta han calificado como un cambio de régimen? ¿Sería este nuevo régimen una forma de dominación neoliberal autoritaria y mafiosa, o quizás la reedición de algo ya conocido? CONTINUAREMOS.

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Resulta cuasi delirante la obsesión de cierto sector de la derecha con los llamados “caviares”, sector de la izquierda moderada, que cree en la democracia, pero que mantiene criterios económicos relativamente intervencionistas.

Es verdad que han aderezado su presencia política con ínfulas ideológicas y morales que los han tornado insoportables y fatuos, y es verdad también que han desarrollado una labor de infiltración de instituciones como el Ministerio Público y el Poder Judicial que los ha llevado a perseguir a sus adversarios ideológicos (el fujimorismo ha sido su principal objetivo).

Además, se consideran portaestandartes monopólicos de temas como el medio ambiente o los derechos humanos, haciendo mal uso de esa pretendida hegemonía ideológica en temas que son universales y no deberían formar parte de ninguna bandería.

Participaron aisladamente en todos los gobiernos, como los de Toledo, el propio García, Humala, PPK, Vizcarra y Sagasti, pero donde se achicharraron por defección moral fue durante el gobierno de Castillo, donde, a cambio de cuotas de poder, renunciaron a sus principios y se vendieron por migajas de puestos públicos o cargos estatales.

Merecen pues sanción política y ética. Todo su discurso de principismo moral superlativo se fue por el desague por su complacencia ante la terrible ineficiencia y corrupción comprobada del gobierno de Pedro Castillo, al que se sumaron sin ninguna prudencia ni distancia.

Pero de allí a considerarlos el objetivo político principal de destrucción y el enemigo mayor a derrotar, hay un abismo de diferencia que solo la frivolidad ideológica de cierta derecha puede explicar.

El gran peligro en el Perú de hoy no son los caviares sino la izquierda radical, disruptiva y autoritaria que asoma en el horizonte con posibilidades de triunfo electoral, ante la realidad sociológica del descontento popular y la terrible improvisación de los candidatos de derecha que van asomando en el panorama partidario.

Estamos en riesgo de perder el país, en el sentido de ver desaparecidos el modelo de economía de mercado y las formas democráticas. Y ese riesgo no lo comportan los llamados “caviares” sino la izquierda cerronista, leninista, extrema, antaurista, etc., a la que ahora en la derecha aplauden infantilmente porque ataca a los “caviares”, mostrando una absoluta falta de perspectiva y guiarse así por ojerizas ideológicas antes que por sentido de país.

 

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