Opinión

La historia de la música popular está repleta de personajes femeninos notables, en cualquier época o género. Desde las más amables y convencionales hasta las más revulsivas y extremas, las mujeres han ganado, a pulso, el respeto e importancia que merecen en el music business.

 

A veces con mucho talento y creatividad y otras, imponiéndose a través de la cosificación voluntaria y la comercialización de su imagen, conscientes de que “el mundo de los hombres” recompensará con admiración masiva (likes) y dinero (ventas), esa vocación por el exhibicionismo que va en desmedro de décadas de luchas feministas en búsqueda de reconocimiento como seres humanos, para que sean vistas como ciudadanas y no meros objetos de reproducción o placer masculino pero que, a un tiempo y de manera paradójicamente retorcida, les da la confianza e independencia económica que reclamaban sus predecesoras.

 

Antes de que Cyndi Lauper, colorida y arrebatada, le gritara a la generación MTV que las chicas solo querían divertirse (Girls just wanna have fun) o Pat Benatar, comandando una coreografía de aguerridas muchachas, declarara al amor como un campo de batalla (Love is a battlefield), el mundo ya había escuchado suficientes voces femeninas como para creer que esos manifiestos libertarios eran una novedad. Sin embargo, su impacto fue definitivo para configurar el nuevo perfil de la mujer dentro de los parámetros del pop-rock ochentero. Lauper y Benatar, ambas de 30 años en aquel lejanísimo 1983, condensaron el sentir de un sector de mujeres que no entendían muy bien la postura ambigua de Madonna, agresiva en su rol de mujer libre pero a la vez jugando con clichés clásicos del mundo machista (la novia virgen, la femme fatale, Marilyn Monroe). Paralelamente, músicas como Tracey Chapman, Annie Lennox o Kate Bush daban muestras de una sensibilidad artística más profunda y diferente.

 

Pero el protagonismo femenino en la música popular contemporánea es mucho más antiguo y está marcado por el dolor, la enfermedad, la adicción y el activismo. Pensar en las historias de extraordinarias cantantes de jazz como Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Nina Simone o Dinah Washington quienes, a pesar del éxito que tuvieron en su momento, lidiaron todo el tiempo con una doble discriminación –eran mujeres y eran negras- y desarrollaron sus luminosos talentos en lúgubres nightclubs, expuestas a toda clase de riesgos, nos da una leve idea de esta situación. Nadie podía negar su gran calidad artística pero, al mismo tiempo, nunca gozaron de la popularidad de hombres blancos como Frank Sinatra, Dean Martin o Tony Bennett. Aretha Franklin, otra gran mujer afroamericana, dio un paso más allá y acercó las exigencias de respeto a públicos masivos través del gospel y del soul, géneros en los que reinó con absoluta maestría.

 

En la década de los años treinta, una cantante francesa de corta estatura y poderosa capacidad vocal personificó el dolor femenino musicalizado. Nos referimos, por supuesto, a Édith Piaf, “la pequeña gorrión”, redescubierta hace algunos años en una excelente biopic protagonizada por Marion Cotillard y que lleva por título el nombre de su canción-emblema La vie en rose (1947). Junto a Marlene Dietrich (Alemania) y Josephine Baker (EE.UU.), Piaf representa ese estilo que va de lo sofisticado y elegante a lo sufrido y profundo, desde sus respectivas idiosincrasias e historias personales. Lo cierto es que, aun en épocas en que la mujer batallaba por convencer al mundo masculino de que también tenía derechos, muchas de ellas encontraron en la música –más que en la literatura o en la actuación- el mejor vehículo para soltar todo lo que llevaban dentro.

 

Nuestra música también ha sido bastión de muchas talentosas mujeres, y no es cosa reciente. Pensemos, por ejemplo, en intérpretes como Jesús Vásquez, las hermanas Graciela y Noemí Polo (Las Limeñitas), Esther Granados y compositoras como Chabuca Granda o Alicia Maguiña. Una segunda generación de criollas incluye a Lucha Reyes, Edith Barr, Lucila Campos, Tania Libertad, Cecilia Barraza, Cecilia Bracamonte, Lucía de la Cruz. O las exitosísimas Eva Ayllón y Susana Baca, surgidas hace más de treinta años y aun vigentes y activas. En el terreno del folklore también tenemos influyentes voces femeninas: Yma Súmac, Pastorita Huaracina, Princesita de Yungay, todas portadoras, de manera directa o indirecta, de un potente mensaje de empoderamiento femenino, tanto desde las que hacían catarsis por problemas y desamores, cuando no maltratos, hasta las que cantaban sobre cualquier otra cosa. El solo hecho de saltar a la palestra en una escena dominada por hombres era ya bastante significativo. Y lo sigue siendo.

 

Astrud Gilberto, Elis Regina, Gal Costa y María Bethania fueron, en Brasil, las madres fundadoras de un canto orgánico, entre lo tribal y lo romántico, que tuvo repercusión en décadas siguientes con artistas como María Rita, Bebel Gilberto, Ivete Sangalo y Marisa Monte. Las boleristas Toña La Negra, La Lupe y Olga Guillot pusieron en su sitio a más de un abusivo. En Argentina, Leda Valladares y María Elena Walsh acunaron a Mercedes Sosa. En Chile, Violeta Parra impuso su sencilla y a la vez profunda poesía y canto social. En España y el resto de Latinoamérica, baladistas de todo calibre hicieron sentir sus voces en un género que parecía exclusivo de hombres: Valeria Lynch, Ángela Carrasco, Massiel, Rocío Jurado, Amanda Miguel. Y desde Italia, Rafaella Carrá combinó música y vedettismo con inusitada desfachatez, a finales de los setenta.

 

En esa misma época, las divas del disco, capitaneadas por Donna Summer, abrieron el camino con una equilibrada combinación de talento, sensualidad y sofisticación. A diferencia del grotesco exhibicionismo de hoy -representado por Shakira, Jennifer López, Beyoncé, las hijas y alumnas de Britney Spears y todas las reggaetoneras- estas intérpretes conectaron la larga tradición del gospel y el soul con el funk e incluso los musicales, con Barbra Streisand a la cabeza. Whitney Houston, Mariah Carey (en su primera época) y Celine Dion continuaron con esa tradición de mujeres de inagotables recursos vocales.

 

En el mundo de la música  clásica también abundan las mujeres notables: la pianista argentina Martha Argerich, las sopranos Montserrat Caballe (España), Maria Callas (Grecia), o la cellista británica Jacqueline du Pre, cuya conmovedora  historia, marcada por la enfermedad de Gehrig, que le arrebató la vida prematuramente, a los 42 años, acaba de ser llevada exitosamente al ballet por la compañía del Royal Opera House de Londres; son solo algunos nombres que vienen a mi memoria. Hay más, por supuesto.

 

Volviendo al universo del pop-rock y sus diversas vertientes, como género de alcances e influencias globales, la lista de mujeres destacadas es extremadamente larga y diversa. Desde las pioneras Bessie Smith, Wanda Jackson o Sister Rosetta Tharpe hasta Beth Hart, Susan Tedeschi o Amy Winehouse, la presencia de la mujer ha sido siempre vital y arrolladora.

 

Pensar, por ejemplo, en personalidades tan fuertes y talentos tan fascinantes como Janis Joplin, Grace Slick, Joan Baez, Tina Turner, Joni Mitchell o Diana Ross es remitirse a las épocas del flower-power y las luchas sociales. En los setenta surgieron Karen Carpenter, Olivia Newton-John, las hermanas Ann y Nancy Wilson, Heart, cuyo influjo llegó hasta la década siguiente; como también ocurrió con el tándem Stevie Nicks/Christine McVie, compositoras y cantantes de alto vuelo en Fleetwood Mac.

 

De Inglaterra surgieron algunas de las figuras femeninas más bizarras de todos los tiempos: Desde Genesis P-Orridge, del colectivo electro-industrial Throbbing Gristle; Siouxsie Sioux, la madre de la onda gótica, líder de The Banshees; hasta el reggae punkie de The Slits o el desgarro rockero de PJ Harvey. En Norteamérica no todo es Demi Lovato y Lady Gaga, por cierto. Si no escuchemos a Patti Smith, Debbie Harry o The Runaways, una aplanadora de hard-rock de la cual salieron dos megaestrellas del rock femenino: Joan Jett y Lita Ford. O las Bangles, cuya bajista Michael Steele fue una Runaway también, que cosechó éxito en los ochenta con su sonido influenciado por The Byrds. Y si de posturas más extremas se trata, busquen en YouTube Crypta, un cuarteto de thrash femenino liderado por la bajista y gritante Fernanda Lira (ex integrante de Nervosa) quien, en sus ratos libres, canta temas de Astrud Gilberto e Etta James.

 

En cuanto a las instrumentistas, desde Carol Kaye, legendaria bajista de sesiones que ha trabajado con los Beach Boys, Nancy Sinatra, Frank Zappa, entre otros; hasta las australianas Orianthi Panagaris, Tal Wilkenfeld, virtuosas de la guitarra y el bajo, respectivamente –la primera conocida por su trabajo con Michael Jackson y la segunda, con Jeff Beck-, la lista también es interminable. Puede ser el soul de Alicia Keys, la nueva era de Loreena McKennitt o el jazz de Diana Krall, el poder femenino en la música es innegable y de gran riqueza y variedad.

 

No podemos cerrar este homenaje a la mujer música sin mencionar a Björk, la innovadora alienígena que llegó desde Islandia, a mediados de los noventa, pletórica de creatividad, actitud irreverente e ilimitada capacidad expresiva para construir un universo paralelo cuya femineidad no admite discusión y se opone diametralmente al barato exhibicionismo de Katy Perry, Cardi B y afines.

POST-DATA: La organización internacional CARE, que desde 1945 trabaja realizando campañas para aliviar la pobreza y combatir toda clase de abuso y discriminación, ha unido a dos extraordinarias cantantes de generaciones diferentes, Chaka Khan -una de las artistas más destacadas de soul, R&B y jazz, activa desde los años setenta- e Idina Menzel -estrella de los musicales de Broadway, protagonista de la laureada Wicked y voz de Frozen- para grabar el clásico I’m every woman, que Khan convirtiera en éxito mundial en 1978. El video muestra a mujeres de todo el mundo celebrando el Día Internacional de la Mujer. La campaña, bajo el hashtag #ImEveryWoman, enfatiza la importancia de proteger a aquellas mujeres, niñas y adultas, que sufren, con una canción que celebra su valor y resalta la autoestima femenina. Pueden ver el video aquí:

 

 

La lucha por los derechos de la mujer y sus cabales prerrogativas ciudadanas está en serio peligro, si prosperan algunas opciones electorales conservadoras que no solo no proseguirán el camino de conquistas ya iniciado hace algunas décadas sino que seguramente darán marcha atrás en muchas de ellas.

Hay que insistir en la lucha contra todas las formas de violencia de género, vinculando la misma con el respeto y garantia a los derechos sexuales y reproductivos, lo que nos lleva a la vez al derecho a decidir de las mujeres y el aborto legal y seguro.

Puntualmente, educación con enfoque de género pero a la vez, en las políticas públicas en todas las entidades del Estado. Eso implica en el sector Mujer, implementación y presupuesto para la política de igualdad de género y reforma del Programa Aurora.

En Salud, seguimiento a la aplicación del protocolo de aborto terapéutico y garantizar que se distribuya el anticonceptivo oral de emergencia, que hoy está aprobado, pero que no se implementa a cabalidad por prejuicios religiosos de algunos profesionales de la salud. Deber ser política obligatoria.

Como tema específico y acuciante, debe garantizarse el enfoque de igualdad de género e intercultural en el sistema de búsqueda de personas desaparecidas e impulsar un protocolo interinstitucional para la atención e investigación de casos de mujeres y niñas desaparecidas.

En Interior, Ministerio Público y Poder Judicial, disponer esfuerzos mancomunados para atender la ola de feminicidios que asola el Perú (somos uno de los países más violentos contra la mujer en el mundo) y que no quede en letra muerta la legislación que existe al respecto. Lo que ha sucedido con mujeres y niños durante la pandemia ha sido de espanto.

Lo mismo debe decirse de la discriminación social y laboral que sufren las mujeres por su sola condición de género. A igual trabajo, menos sueldo, ocurre no solo en el sector público sino también en el sector privado.

No calificamos como sociedad republicana, moderna ni liberal, mientras la mujer siga siendo ciudadana de segunda clase en muchos aspectos de su vida social. Ese es el mensaje que cabe dar en la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, advirtiendo seriamente que existe el peligro político de que retrocedamos décadas si tienen éxito visiones ultraconservadoras que anidan, por lo que se  ha visto, en agrupaciones de los candidatos Rafael López Aliaga, Yonhy Lescano o, por supuesto, el Frepap.

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Elecciones 2021, Gobierno

Históricamente nos trasladamos al siglo XIX y específicamente al año de 1857 cuando muchas mujeres se movilizaron en Nueva York protestando contra las condiciones inhumanas en que laboraban. Asimismo, exigían que los salarios no fueran desiguales. Dos años después se forma un sindicato para luchar por la equidad laboral y social. No es hasta el año 1909 en Estados Unidos cuando las mujeres consiguieron su voto parlamentario y así lograron elegir a sus propios gobernantes.

 

Pero, desafortunadamente, hubo algunas tragedias. El 25 de marzo de 1911 más de 140 mujeres murieron en un incendio en la fábrica de textiles “Triangle Shirtwaist” en Nueva York, encerradas bajo llave por sus patrones. Posteriormente ha habido en distintos países otras desgracias –como México y Perú– en el ámbito laboral. No hablemos ya de los feminicidios que todavía hasta el día de hoy siguen rampantes.

 

Ya en el nuevo milenio y durante la pandemia quisiéramos todas tener las mismas oportunidades. Las intelectuales escribimos desde nuestros cubículos o salas virtuales para poder concientizar a una sociedad patriarcal. Sin embargo, pocas se preguntan qué sucede con nuestras hermanas que no tienen ni voz ni voto para poder hacer de su grito un acto justo. Ese es el punto que quisiera comentar.

 

¿Cuántas mujeres hoy en día se quedan en la informalidad porque no tienen un salario o porque el virus ha matado a su familia? ¿Y qué hace el estado? ¿Qué hacen los y las congresistas? Es un tema que todos los políticos que quieren presentarse como candidatos deberían de indagar.

 

La condición difícil de las mujeres en el Perú se agrava según su posición social y su extracción étnica. Las sororas que dicen defender sus derechos pocas veces se preocupan de otra cosa que de su propia figuración como intelectuales. Creen que el empoderamiento pasa por ellas como protagonistas de los debates culturales y políticos. Pero poco se ve de su labor de base por visibilizar y empoderar a mujeres indígenas, amazónicas, afroperuanas. Su lobby se limita a la autopromoción y usan la retórica del machismo y el chantaje latente para todo aquel que las critica. A mí misma me han llegado a decir “machista” y que me equivoco “de enemigo”, cuando hasta el momento son pocas las que se suman al diálogo intelectual ya que no dejan de ningunear la existencia y el trabajo de quienes no comulgan con su causa. Y, lamentablemente, son las primeras que discriminan.

 

Por eso en el Día Internacional de la Mujer hago un llamado a la conciencia de mis sororas para que extiendan su preocupación a todas las mujeres y a las personas en general que no tienen el privilegio de acceder a los medios de difusión ni mucho menos a la reflexión académica. Asimismo, para que amplíen sus criterios y dejen de encerrarse en los ghettos de género, haciendo exclusivamente recitales, antologías y mesas redondas de solo mujeres. Se necesita más acción y activismo conjuntos, presencia en todos los ámbitos.

 

Solo el día que haya una apertura de género en el trabajo compartido, decolonizando nuestras relaciones grupales y con el medio ambiente, el Día Internacional de la Mujer pasará de ser un mero saludo a la bandera y una plataforma de figureteo para convertirse en la aurora de un nuevo día en que todos, hombres, mujeres y personas de orientación no binaria podremos ser libres de la dominación que sufrimos y que surge de la explotación capitalista. Ahí la madre del cordero.

 

Perder esa perspectiva es enfrascarse y gastar energías en una cortina de humo.

 

Feliz Día, pues, de corazón, a todas las mujeres, y que nos siga nutriendo nuestra Madre Tierra.

Es una buena noticia que el Jurado Nacional de Elecciones haya autorizado las candidaturas de George Forsyth, Rafael López Aliaga y Ciro Gálvez, y que además el Poder Judicial haya amparado la postulación parlamentaria del PPC.

Debe ser tarea futura del Congreso retirarle tanta discrecionalidad al poder electoral. No puede haber democracia plena si el capricho legislativo de algunos magistrados es capaz de torcer la voluntad popular o de mantenerla en ascuas. Honestamente, deja muchas sospechas sueltas de que detrás de este circo de exclusiones pueda haber alguna razón monetaria ilícita.

Recordemos que la gran disfuncionalidad de este quinquenio se debió en gran medida a la exclusión de Julio Guzmán y César Acuña de la campaña anterior. Gracias a ello subió Kuczynski, que ya estaba desahuciado, al recibir el trasvase de los votos del líder morado. Y Keiko Fujimori obtuvo el aluvión de votos que la condujeron a tener una mayoría aplastante, inédita en la historia republicana en el Congreso, merced a que los votos acuñistas -sobre todo los del norte- recalaron casi íntegramente en las filas naranjas.

Si ni Guzmán ni Acuña hubiesen sido tachados, probablemente la segunda vuelta era entre Guzmán y Keiko Fujimori, y probablemente hubiese ganado Guzmán, por el enorme antivoto fujimorista, pero Fuerza Popular no habría tenido el poder extorsivo que tuvo en el Legislativo contra PPK. Hubiera sido un mejor escenario de gobernabilidad que el que finalmente tuvimos.

Salvo los casos del aprismo, de Fernando Cillóniz y de Fernando Olivera -sacados irremediablemente de la contienda-, el grueso de candidatos se ha logrado mantener en la carrera y eso es bueno. En una democracia de baja intensidad como la peruana restarle representación y legitimidad popular de arranque, impidiendo que algunos candidatos puedan postular, es un hecho grave que felizmente no terminó por ocurrir.

La democracia peruana ha sido puesta a prueba este lustro y si bien ha salido airosa (a pesar de que la coalición desestabilizadora conformada por medios y políticos irresponsables sigue su labor de zapa, como hemos visto estos días), ha quedado bastante magullada. La tarea de reconstruirla no podía partir de un vicio de legitimidad de origen, sacándose candidatos a pocas semanas de la elección.

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Candidatos, Elecciones 2021

A meses de celebrar el bicentenario de la Independencia del Perú, este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, es la oportunidad idónea para reflexionar sobre el protagonismo de las mujeres en el proceso emancipador peruano y rescatarlas del olvido.

 

¿Cuál es el sentido que la Independencia tiene para las mujeres en el Perú de hoy? ¿Cómo las influye e inspira? ¿Qué desafíos les plantea? ¿Cuáles son los vínculos entre las heroínas del pasado y las protagonistas del presente? ¿Podemos hablar de continuidades? ¿De disrupciones?

 

Las guerras por la Independencia en América Latina del siglo XIX se libraron por la soberanía política y económica, y por la liberación de los territorios. El ámbito de acción de las mujeres en estas guerras fue casi imperceptible para el relato público. El acceso a liderazgos oficialmente reconocidos no era posible, puesto que a las mujeres se les tenía prohibido el ingreso a las milicias armadas y al ejercicio de cargos políticos.

 

Su participación en acciones militares y estratégicas, constituyeron significativas trasgresiones para la época. Sin embargo, a pesar de la documentación que registra estas incursiones, sus figuras han sido registradas (y reducidas) subrayando su rol como madres, amantes o esposas. Juana Azurduy quizá constituyó la excepción, ya que fue designada teniente coronel en 1816 tras haber sido una destacada líder en una rebelión contra los españoles en el Alto Perú. Azurduy fue la primera mujer en obtener un cargo castrense y, a pesar del tiempo, hoy son escasas las mujeres militares de alto rango en el Perú.

 

Las escritoras del siglo XIX sentaron las bases de un cambio de paradigma al trasgredir la palestra pública. Su proyecto emancipatorio levantó las banderas de la educación y el trabajo como pilares fundamentales para la autonomía de las mujeres. Dicho proyecto se concibió también como un camino liberador ante situaciones de desventaja y opresión como, por ejemplo, la dependencia de la caridad ajena y el sometimiento a matrimonios arreglados.

 

El feminismo en el Perú se constituyó como un nuevo horizonte de independencia para las mujeres a inicios del siglo XX. Sus primeras banderas de lucha fueron por los derechos cívicos y políticos. El derecho al ejercicio de cargos públicos y al voto fueron, para las mujeres, una manera de integrarse como sujetos activos y autónomos en el proyecto nacional. Años más tarde, ese horizonte de libertades se expandiría a la demanda por la emancipación de los cuerpos.

 

Es urgente entendernos en esa continuidad histórica y preguntarnos por los logros y ausencias de este largo recorrido. Hace dos siglos muchas mujeres dieron su vida por la independencia; hoy, otras tantas mueren por ejercer la libertad de decisión sobre sus cuerpos. Si en el siglo XIX la lucha fue por la independencia del territorio nacional, hoy el territorio en disputa es el cuerpo de la mujer.

 

La independencia puede ser entendida en su significado más amplio como un espacio que se conquista día a día en un contexto político y social limitante. Y como el resultado de luchas por ampliar las libertades que nos son negadas: el derecho a decidir; a la identidad; a la autonomía de las mujeres indígenas en sus territorios ancestrales; el derecho al goce y al placer; a la educación de calidad; el derecho a la memoria y a la justicia. El derecho a vivir sin ser violadas o asesinadas.

 

Pienso en las nuevas heroínas, en aquellas que proyectan su voz y que continúan este camino emancipador que iniciaron mujeres como Micaela Bastidas. Pienso en Máxima Acuña, en las compañeras que buscan a las desaparecidas, en las que levantan el puño con el pañuelo verde, en las que se atreven a denunciar y en las que, a pesar de la adversidad, buscan justicia.

 

Pienso en todas ellas, las que he visto y veré marchar cada 8 de marzo.

 

¿A alguien le queda alguna duda de que existe una coalición mediática y política que se ha trazado el objetivo de desestabilizar al país y en el caso extremo provocar un cambio del presidente Sagasti?

Son dos los intereses turbios detrás de esta operación desestabilizadora. Uno, más antiguo, Afincado básicamente en el Congreso, que a toda costa quiere hacerse del poder “así sea dos semanitas”, para tirarse abajo el proceso de la reforma universitaria (para ayudar a los poderosos propietarios de las universidades bamba), y los procesos judiciales anticorrupción, en los que muchos de sus aliados están comprometidos. Lo quisieron hacer con el inefable Merino y felizmente la protesta ciudadana impidió que se quedase en el poder para poder cometer las tropelías que sus encargantes le habían encomendado.

Pero a este grupo de conspiradores se han sumado otros, más recientes, que simplemente apuestan a incendiar la pradera por objetivos electorales. Y en ese juego se halla involucrado particularmente el candidato Rafael López Aliaga, a quien parecen haber convencido de que a mayor caos, mayor su cosecha electoral. El fustán se le ha visto en las últimas horas y ojalá, una vez decantados los hechos, la ciudadanía alerta lo castigue en las urnas.

Lo peor que le podría pasar al Perú, en estos momentos de crisis, es que estos sectores turbios del poder lleguen a Palacio de Gobierno. Tiempos oscuros sobrevendrían si los electores, llevados de las narices por las noticias falsas y el escándalo gratuito, terminan por premiar a quienes se han empeñado en arrasar con todo lo que esté a su alcance con tal de lograr sus propósitos de aumentar su cuota de poder político.

El país democrático debe reaccionar. Hay fuerzas vivas enormes en la ciudadanía que en los últimos años han sabido activarse para impedir el triunfo de estas fuerzas oscuras. Es hora de que lo vuelvan a hacer. Esta campaña electoral, crucial para el futuro republicano del Perú, debe servir, desde ya, como matriz de activismo de quienes no queremos un país sumido en la mentira, la matonería y el oscurantismo como métodos cotidianos aceptados.

Se tiene la impresión, muy relativa, de que en el Perú la tradición de discursos autobiográficos es magra en títulos. Yo diría más bien discontinua. De ahí que la aparición de una autobiografía, un epistolario, un libro de memorias o un diario concita casi siempre atención crítica. Es el caso de Vida interna, la autobiografía de Dora Mayer (1868-1959), un personaje decisivo en la historia de las reivindicaciones indígenas y feministas en nuestro país.

 

La remozada edición que aparece ahora, honra la memoria de su autora, que ya había decidido el título, detalle que omitió la edición de 1992 del Seminario de Historia Rural Andina, dirigido por Pablo Macera, que la publicó con el título de Memorias. Como indica el editor de este valioso texto, Joel Rojas, Vida interna constará de dos volúmenes que incluirán dos partes inéditas, seis en total, sumadas a los cuatro capítulos conocidos de esta autobiografía.

 

Es preciso hacer la distinción entre memoria y autobiografía, pues su sinonimia nos lleva a engaño. La memoria selecciona hechos puntuales de la existencia, de la trayectoria de la persona, no intenta un acercamiento de carácter global ni necesariamente secuencial a la experiencia de la persona. Cuando revisamos El pez en el agua, de Vargas Llosa o las Antimemorias de Bryce rápidamente nos damos cuenta de que se trata de textos que tienen un carácter fragmentario.

 

La autobiografía, en cambio, tiene un propósito más abarcador y, quiéralo o no, construye una imagen más completa –aun a pesar de su evidente parcialidad– de la persona. Y tiene también, por lo general, un desarrollo secuencial que intenta reflejar la evolución personal –ya sea en términos sicológicos o intelectuales– y los cambios de mayor importancia sufridos en esa travesía de la vida a través de la escritura.

 

En cuanto al texto que comento, se evidencia el intento de registrar un amplio arco temporal, que se inicia con la llegada de Mayer y sus padres desde Hamburgo hasta el Callao, donde se instalan, primeramente, punto de inicio de su aventura peruana. La niñez, la adolescencia, la formación intelectual, la vocación por la escritura van sucediéndose en un relato ordenado y en cierta forma análogo al que se puede encontrar en una novela de formación (bildungsroman).

 

Dora Mayer fue una destacada activista por los derechos de los indígenas; también fue una personalidad muy importante en el movimiento feminista peruano. Como se recuerda, fundó junto a su esposo en pensador Pedro Zulen y Joaquín Capelo una importante organización llamada Asociación Pro Indígena, que entre 1909 y 1916 se ocupó de difundir y buscar solución a los problemas más álgidos de las comunidades indígenas peruanas.

 

El primer volumen no hace sino alimentar el deseo de ver pronto en librerías el segundo. Se trata de una narración pulcra, de una intimidad sin exceso y manejada con elegancia elocuente y un relato en el que van apareciendo notables personajes de nuestra vida intelectual y política, desde Mariátegui hasta el mismísimo Augusto B. Leguía. Dora Mayer es autora de una obra vasta y de gran significado social, que merece ser republicada y difundida para bien de todos. Algún día será. Mientras tanto, rindámosle tributo leyendo las palabras con las que tejió este notable relato de vida.

 

Vida interna. Autobiografía de Dora Mayer. Edición de Joel Rojas. Tomo I. Lima: Heraldos Editores, 2020.

 

Un sector de la derecha, sobre todo la élite empresarial y los sectores conservadores, están aterrados respecto del retorno del populismo económico. Esta última gestión congresal les ha puesto los pelos de punta y no quieren ni imaginar lo que podría pasar en el país si además del Legislativo también se activa un Ejecutivo de ese talante.

El problema es que el miedo no es el mejor consejero político. Por pavor al populismo están endosando al ultraconservadurismo moral, autoritarismo político y mercantilismo económico de un candidato como Rafael López Aliaga. Por eso su crecimiento en las encuestas, aunque todo hace suponer que ese estirón se va a empezar a ralentizar y la ola celeste puede terminar convertida en un tumbito (influirán los errores notorios del candidato, el conocimiento de sus aspectos negativos, la arremetida de sus adversarios electorales que antes ni le daban bola, etc.).

Un sector de la derecha peruana está cometiendo el mismo error que cometió en los 90, cuando su pavor al populismo alanista y a la violencia terrorista los hizo adherirse sin prudencias ni cautelas al esquema corrupto y autoritario de Fujimori. Inclusive, connotados compañeros de la campaña del Fredemo y de Mario Vargas Llosa terminaron de entusiastas gonfaloneros del fujimontesinismo por esa misma razón. Y los resultados finales saltan a la vista. Fue un craso error, del cual no parece haber aprendido mucho esta derecha.

Opciones tiene. Es verdad que Hernando de Soto ha desplegado una campaña lamentable, casi indecorosa de lo mala que es, pero es, de lejos, mejor opción -más democrática y liberal- que la de López Aliaga. A cinco semanas de la elección, está bajo en las encuestas, pero no tan lejos del pelotón de potenciales contendores de la segunda vuelta.

La propia Keiko Fujimori, a pesar del inmenso pasivo que arrastra por su inefable conducta política luego de su derrota en el 2016, es también una mejor opción de derecha que la del candidato de Renovación Popular. Jugará su opción gubernativa al filo del reglamento (no es solo estratégica su insistencia en la “mano dura”), pero sabe que no puede reeditar viejos autoritarismos y en términos económicos y morales está también a años luz de modernidad en comparación con las chifladuras reaccionarias del candidato célibe.

La derecha peruana no brilla por su lucidez histórica, pero no está demás invocarla a que en la actual circunstancia bicentenaria reflexione y apueste por un destino liberal y republicano, de libre mercado competitivo, como mejor forma de derrotar a la real amenaza del estatismo o del malhadado populismo económico.

Según la mitología griega, Casandra era una princesa troyana, dotada de singular belleza, que había hecho votos de servir como sacerdotisa en el prestigioso templo de Apolo. Símbolo de inspiración profética y artística, siendo Apolo patrono del más famoso oráculo de la Antigüedad, el oráculo de Delfos.

 

Al verla, Apolo quedo prendado de ella y le habría ofrecido el don de la profecía a cambio de entregarse a él. Cuando la sacerdotisa recibió el don prometido ─quizá ya presintiendo los males que le acarrearía acceder a los encantos del más bello y mujeriego de los dioses─, se negó a cumplir su promesa. Apolo en consonancia con las leyes divinas, no podía arrebatarle el don ya concedido, pero con la clásica ironía griega, le incluyó una maldición: Casandra sabría vaticinar el futuro con precisión, pero nadie, ni siquiera su familia, creería jamás en sus profecías.

 

A pesar de trabajar incansablemente al lado de su esposa dirigiendo la Fundación Bill y Melinda Gates, y dedicar tiempo y energía a combatir la malaria en el África y de ser reconocido como responsable de la erradicación de la poliomielitis en el mundo, Bill Gates ha sufrido en carne propia lo que se conoce como el síndrome de Casandra. El fundador de Microsoft es el blanco favorito de teorías conspiracioncitas que circulan en los bajos fondos de internet y que lo identifican como uno de los inventores del virus de COVID-19 y como futuro Gran Hermano dispuesto a gobernar la humanidad una vez que la campaña de vacunación sea concluida.

 

Sin embargo, Cómo evitar un desastre climático no cae en el tono profético o la advertencia apocalíptica, al contrario, a lo largo de sus doce capítulos, el libro discute con objetividad y sin alarmismo ─empero con gran profundidad técnica─ el reto global del inminente desastre ambiental que amenaza a la humanidad con consecuencias peores que las que estamos sufriendo producto de la pandemia: “en las próximas décadas el exceso anual de mortalidad debido al cambio climático puede alcanzar el mismo nivel que las producidas por COVID pero hacía el año 2100 los cálculos indican que podría ser cinco veces mayor.”

 

El autor es consciente que uno de los mayores riesgos que conlleva la lectura del libro radica en la complejidad del tema: discutir el cambio climático y los retos que comporta, requiere incursionar en disciplinas tan dispares como son la química, la física, la ingeniería, la biología, la economía política, la sociología y la historia. Bill Gates conduce impecablemente al lector a través de ese laberinto de datos, estadísticas, nociones científicas, de modo que al lector entienda la complejidad del problema y la dificultad de las soluciones y alternativas que se pueden implementar.

 

Bill Gates sabe también que el libro puede ser acusado de ser un panfleto publicitario destinado a publicitar sus intereses personales. Después de todo, el lector sabe que el autor del libro posee la tercera mayor fortuna del planeta. Así el libro evita referencias a empresas y enfatiza los principios generales de las tecnologías que discute.

 

Las trecientas páginas del libro tampoco son un mero tratado teórico: los diferentes capítulos presentan las alternativas, analizan los pros y los contras de las diferentes políticas que están siendo implementadas en diversas partes del mundo. Sin ser un manifiesto político, los últimos capítulos son un plan de acción propuesto para gobiernos, empresas y ciudadanos (el lector).

 

Lo primero que el lector debe comprender es la magnitud del problema: hábilmente Bill Gates resume la esencia del reto climático en una cifra: los 51 mil millones de toneladas de gases a efecto invernadero que globalmente la actividad humana inflige al planeta año tras año. Esa cifra se convierte en piedra de toque para analizar los diferentes sectores de la economía y de la sociedad que contribuyen a su generación, pero también es la cifra que sirve para evaluar el potencial real de muchas de las soluciones propuestas por políticos y especialista. Así soluciones como la energía hidráulica, solar, eólica, los biogases, las baterías, el carbón y la energía nuclear son discutidos sumariamente, pero en modo que al lector le queda claro el verdadero alcance y potencial de estas tecnologías.

 

El libro también analiza la manera y la cantidad de energía que consumimos, y allí Bill Gates lo primero que aclara es que no se trata de disminuir o reducir la calidad de vida, pero si de hacernos conscientes de la calidad energética de nuestro consumo. Bill Gates pasa revista a la industria petroquímica, al modo en que el mundo reaccionó a la crisis energética de los años setenta, y como la legislación existente hace imposible que las energías renovables puedan competir con el petróleo o el carbón.

 

Bill Gates es consciente, no obstante, que tendremos que aceptar ciertos cambios inevitables: que la industria agroalimentaria y sobre todo el origen de las proteínas animales es insostenible. No solo por la utilización de tierras que normalmente son bosques o que podrían ser dedicadas a la producción de otros cultivos, sino y sobre todo por la cantidad de gas metano y residuos químicos de los excrementos que el ganado produce y que con la tecnología existente es imposible capturar o reciclar. Es uno de los momentos más intimistas del libro, en el cual el autor nos revela su relación emocional con las hamburguesas a través de los recuerdos de su infancia, y como esa misma pasión lo ha impulsado a invertir en una empresa que produce carne vegetal, que podría utilizar hasta cincuenta veces menos de energía para ser producida sin producir residuos nocivos.

 

A medida que nos adentramos en la lectura del libro, el lector comprende la tarea formidable que la humanidad tiene por delante para impedir un fenómeno que se hace patente día a día en nuestra realidad a través de los disturbios climáticos (sequías, inundaciones) y de otros fenómenos relacionados que estamos comenzando a entender: la deforestación y las enfermedades virales generadas en especies animales con los que antes no estábamos en contacto.

 

Cómo evitar un desastre climático es un libro obligatorio para todos aquellos que quieran entender los entresijos del mayor reto que la humanidad jamás ha afrontado. En un momento de encrucijada política que nos tocará afrontar en algunas semanas, sus reflexiones, el análisis y la información que nos proporciona podrían ser utilizadas para evaluar las propuestas del próximo presidente del Perú.

 

Cómo evitar un desastre climático, Bill Gates, Plaza & Janes editores, Barcelona, febrero 2021, 320 páginas

 

 

Ginebra, 6 de marzo de 2021

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