[Música Maestro] Durante un vuelo largo que me traía de regreso desde un fascinante y desconocido país del Asia Central, punto neurálgico de una de las más importantes rutas comerciales del mundo antiguo -ese que las grandes mayorías creen que no existe porque para ellas las cosas comenzaron el año que se fundó Google- tuve ocasión de ver Tár (Todd Field, 2022), largometraje elogiadísimo en prestigiosos festivales como Venecia o Cannes cuyo paso por la cartelera local fue breve e ignorado. La película me dejó varios apuntes relacionados a uno de los diversos temas que aborda, la música.
Tár: Una película para músicos
En principio, es alucinante que en otras latitudes todavía haya casas productoras y públicos interesados en esta clase de guiones, porque más allá de que el film consiga atraer la atención por sus otros focos temáticos, como son la dicotomía entre las creaciones de un artista y su vida personal, el abuso de poder y las intrigas en medio de una situación de competencia feroz, la traición e hipocresía en relaciones humanas contaminadas por ambiciones desmedidas y la problemática de género en una actividad tradicionalmente dominada por hombres, Tár es esencialmente una película para músicos y aficionados a la música.
En un mundo cada vez más controlado por las mentiras de la inteligencia artificial, el odioso latin-pop que pudre lo poco de bueno que tienen los Latin Grammy -Susana Baca, Rubén Blades, Raphael, Bunbury- y el sobrepublicitado nuevo single de Rosalía, escuchar diálogos densos, woodyallenescos, con detalladas referencias al amplio universo de lo sinfónico, desde Beethoven, Bach y Mozart hasta Mahler, Stravinsky y Varèse, constituye un rotundo llamado a la unidad de las minorías en torno a un tema común. Hasta Charles Ives, el importante compositor norteamericano de música instrumental contemporánea que actualmente nadie conoce, aparece en las discursivas conversaciones de las protagonistas.
Aunque quizás haya excepciones, es prácticamente imposible que las muchedumbres que llenan las salas de cine conecten con una historia como esta ni con sus personajes si no son capaces de entender de qué están hablando en sus principales escenas, en restaurantes, en oficinas, en alcobas. Mientras veía Tár y sus requiebros entre lo cotidiano, lo artístico y lo patológico, pensaba en todo ello y en cómo se ha degradado la cultura musical de nuestras poblaciones.
La música activa emociones
El ser humano moderno le ha perdido respeto y cariño al (buen) sonido. No me refiero, desde luego, a las pequeñas comunidades de audiófilos obsesionados con la alta fidelidad, ni a los melómanos que aun nos indignamos cuando un artista o conjunto de artistas de géneros desechables se llevan todos los premios, aparecen en todas las portadas y lideran los rankings de seguidores en todas las redes sociales.
En paralelo, esos mismos seguidores ignoran deliberadamente a los grandes músicos del pasado cuando producen algo nuevo o incluso cuando mueren -ni hablar de los que vivieron en siglos anteriores-, en una combinación macabra de desprecio y desconocimiento, una arista del comportamiento obtuso que exhiben en otras actividades como, por ejemplo, las opiniones políticas o el apoyo a opciones y personajes nocivos, lo mismo en el Perú, en Argentina o en los Estados Unidos.
Me refiero precisamente a esas masas que disfrutan, por ejemplo, del irritable ruido distorsionado que emana de sus celulares cuando los activan en lugares públicos y sin audífonos, un hecho que demuestra, además de ese egocentrismo incapaz de percibir la molestia que causa a los demás, la profunda atrofia auditiva que padecen. Hasta la composición más sublime de música clásica, salsa, jazz o pop-rock, suena horrible a través de la limitada salida de audio de cualquier Smartphone. Peor aun si lo que ponen, a todo volumen, es alguna cumbia gritona o un balbuceo reggaetonero.
La música, sea del género, estilo o época que sea, es capaz de activar todo el rango de emociones humanas. “Desde las más comunes -amor, felicidad, tristeza- hasta aquellas más complejas que no podemos siquiera nombrar” como se dice en una de las secuencias culminantes de Tár, en la que la protagonista ve y escucha, con lágrimas en los ojos, la definición que hace el legendario director Leonard Bernstein acerca del sentido de la música.
Sorprenden y estremecen, por ejemplo, los latigazos de violines y timbales que simulan la tortura de Jesucristo ordenada por Poncio Pilatos escritos por Maurice Jarre -el papá de Jean-Michel- para la banda sonora de aquella coproducción televisiva dirigida por Franco Zeffirelli en 1977. Otro ejemplo. Si se escuchan a oscuras, los coros satánicos que Jerry Goldsmith organizó para la primera parte de La profecía (Richard Donner, 1976), pueden ser fuente crónica de pesadillas.
Enfervorizan los riffs y solos de James Hetfield y Kirk Hammett durante los 55 minutos del Master of puppets (1986) y enternecen los fondos orquestales que arreglistas sensibles como Juan Carlos Calderón o Bebu Silvetti han escrito durante décadas para las grabaciones más conocidas de José José, Raphael, Nino Bravo o Mocedades. Alegran y provocan salir a bailar los merengues de Wilfrido Vargas, las salsas de El Gran Combo, el funk-soul-disco de Earth, Wind & Fire. Y así…
¿Por qué escuchamos la música que escuchamos?
Como muchas otras cosas que forman parte de nuestra constitución como adultos, la sensibilidad musical se construye durante la infancia. Aquellas melodías que se escuchan en los primeros estadios de la vida -las canciones de cuna, los himnos patrióticos, religiosos, escolares- van tejiendo en nuestro subconsciente esa base que, años después, nos permitirá distinguir, apreciar y diferenciar entre sonidos.
Sin embargo, resulta increíble que jóvenes urbanos, criados en familias medianamente estables y de sectores socioeconómicos que van de lo más o menos alejado de la línea de pobreza hacia arriba, que hicieron el nivel Inicial desde los tres años y cuyas madres tuvieron probablemente sesiones de “El Efecto Mozart”, hoy toleren la estática chirriante de posts de YouTube y TikTok reproducidos sin auriculares.
Y también es difícil de entender cómo otro grueso sector de personas, no tan jóvenes, profesionales que han atravesado por diversas formas de educación regular y superior, acompañen a las nuevas generaciones en esa distorsión sonora, además de participar con ciego entusiasmo en la elevación de artistas muy superficiales -y, en algunos casos, decididamente mediocres- a la categoría de ídolos, genios y dioses de la música popular, cuando a lo máximo que deberían aspirar es a servir de diversión ligera para una intrascendente y momentánea fiesta de fin de semana.
Educación, hipersexualización y modas
Hace una o dos semanas, un noticiero local propaló la siguiente tragedia ocurrida en Argentina: una descontrolada turba, integrada por padres de familia, quemó la casa en la que vivía un niño de 10 años acusado de “realizar tocamientos indebidos” a dos niñas de 7 años. La situación, que involucra a alumnos de un colegio bonaerense de Primaria, llama la atención por la espectacularidad y la reacción desproporcionada. La madre del niño acusado, desesperada, solo atinó a decir que “no sabía si su hijo había hecho eso”.
¿Por qué ocurre algo así entre menores de edad? Aunque el caso sigue en investigación, una mirada elemental nos lleva al tema de la hipersexualización de la infancia. Los preadolescentes del siglo XXI están sometidos a una sobrecarga de estímulos que terminan distorsionando su percepción de las cosas y los ponen, con innecesaria anticipación, en contacto directo con mensajes y conductas que incluso durante la vida adulta no son las más recomendables para una convivencia sana y respetuosa entre géneros. Y esa sobrecarga proviene, principalmente, de los artistas que siguen y las canciones que escuchan.
Si a un grupo de estudiantes de Primaria se les enseña a escuchar composiciones de lo que comúnmente llamamos música clásica -Johann Sebastian Bach, Wolfgang Amadeus Mozart, Antonio Vivaldi, Johann Strauss, etcétera- desde los primeros grados de este nivel de enseñanza, solo unos cuantos terminarán siendo pianistas, cellistas o violinistas. Pero los que no decidan hacer de la interpretación musical su vida o vocación de futuro, tendrán la oportunidad de desarrollar gustos más sofisticados y amplios, una habilidad que les permitirá no ser presa fácil de la publicidad y las modas impulsadas desde el marketing.
Generalmente, las escuelas latinoamericanas -a diferencia de las europeas- no consideran la formación del gusto musical como parte de sus currículos y solo la tienen como algo transversal, que se aprende por casualidad o por accidente. Lo que ocurre en la realidad es que los escolares consumen todo el día reggaetón, pop gringo, latin-pop, bachatas y afines, interpretados por los artistas top del momento y cientos de clones que, a través de todos los medios de comunicación y redes sociales, con sus letras y actitudes, predisponen a una amplia población con edades entre los 8 y los 13 años a asumir comportamientos y buscar experiencias que no corresponden a sus edades cronológicas, mentales y físicas.
Y lo más grave es que, debido a las distorsiones del mercado y de los conceptos degradados de libertad que priman en los ordenamientos sociales de hoy, no existe posibilidad de imponer filtros o moderar la forma en que los más pequeños acceden a estos contenidos, que llegan recubiertos de un disfraz artístico apoyado por intensas campañas de publicidad contra las cuales cualquier medida -educativa, social, política- resulta inútil.
Una crisis cultural que conviene al poder
Esta crisis cultural tiene un componente de control social que no puede ser pasado por alto. Como sabemos, todo grupo corrupto y con deseos de perpetuarse en el poder aspira a mantener a las poblaciones anestesiadas, embrutecidas. Y si lo hacen desde la más temprana infancia, cuanto mejor para ellos. Esta problemática, presente en la historia de los sistemas políticos desde hace centurias, tiene en nuestros países dos ingredientes nuevos que la hacen aun más difícil de combatir.
Por un lado, la descalificación que hacen las masas fanáticas, dispuestas a no ceder un centímetro de sus propios disfrutes, de todo intento por regular la difusión de contenidos inapropiados para evitar que lleguen a ojos y oídos de menores -en pleno cumplimiento la ley de protección del niño y del adolescente-, llamándolos “conservadores”, “censuradores” o “cucufatos”, sin prestar atención a los impactos negativos que la hipersexualización viene provocando en niños, niñas y adolescentes en su desarrollo mental integral.
Y por el otro, el ilimitado alcance de la publicidad asociada a estos personajes que terminan estableciendo tendencias y relacionándolos con conceptos como estatus, ascenso social, libertad, éxito y desarrollo personal, con todo un aparato omnipresente y desregulado de redes sociales, un paquete completo de condicionamiento que se instala en las psiquis de adolescentes con la misma fuerza de una adicción narcótica, incubando un fanatismo intransigente, agresivo e intolerante a la crítica. ¿Cómo será la adultez de un muchacho de 10 años que hoy repite las barbaridades de Ozuna, Bad Bunny y sus clones? ¿Qué hará que esa supuesta humorada adolescente no se convierta en un perfil misógino cuando sea mayor de edad?
Por cada educador o padre/madre de familia que entiende que sus hijos -hombres o mujeres- de 10 años no tienen por qué ver cómo estos artistas y sus bailarines se retuercen sobre el escenario con actitudes explícitas y letras lesivas para su mentalidad, no solo hay miles de educadores o padres/madres a quienes eso les parece normal, bacán, “cool” sino que además esos contenidos aparecen mañana, tarde y noche en Facebook, Instagram y TikTok. No estoy en condiciones de concluir de manera contundente que la lamentable situación en el colegio bonaerense tiene relación directa con la música y videos que consumen los alumnos involucrados. Pero no hace falta ser un genio para colegir que algo tienen que ver.
Siglo XXI: Las cosas son más difíciles que antes
Hace cuarenta años, en noviembre de 1985, acusaron injustamente al cantante británico Ozzy Osbourne, recientemente fallecido, de ser causante del suicido de John Daniel McCollum, un joven californiano de 19 años, por escuchar Suicide solution (Blizzard of Ozz, 1980), una canción coescrita con sus músicos Bob Daisley y Randy Rhoads. Pocos meses antes, se había fundado el Centro de Recursos Musicales para Padres (PMRC, sus siglas en inglés), un comité federal que impuso un etiquetado de advertencia en álbumes de varios artistas de pop-rock y heavy metal cuyas letras “incluían temas violentos, ocultistas, sexuales o relacionados al consumo de drogas”.
En ese entonces, se consideró que la PMRC incurría en una inaceptable censura y reconocidos músicos como Frank Zappa, Dee Snider (Twisted Sister) y John Denver participaron en audiencias públicas ante el Congreso norteamericano para explicar por qué el gobierno no tenía derecho de intervenir en las decisiones de compra de los padres y que la supervisión debía empezar en las propias casas para evitar usos inapropiados.
A pesar de esta reacción, enfocada en la defensa de los derechos artísticos y en contrarrestar una campaña que, como se supo después, venía impulsada por sectores fanáticos religiosos, tele-evangelistas y financistas del Partido Republicano -que tenía el poder esos años, con Ronald Reagan como presidente de los Estados Unidos- la PMRC logró su objetivo primordial, expresado en el sticker que hasta hoy acompaña a discos compactos y vinilos, una etiqueta blanquinegra que dice “Parental Advisory: Explicit Content”.
En ese tiempo, la televisión y, en menor medida, el cine, eran los únicos enemigos por combatir, pues los estudiantes no iban, como ahora, con computadoras de bolsillo a clases, no se encerraban durante horas frente a una computadora con internet y sin filtros. Las instituciones religiosas y políticas que promovieron la PMRC intentaron trasladar a los creadores la responsabilidad, cuando lo que tendrían que haber buscado era un mecanismo de control dirigido a los medios de comunicación y reforzar sus sistemas de educación pública y privada, aunque eso afectara sus negocios. Censurar músicos y canciones fue la salida más fácil y la menos efectiva.
Pero lo que ocurre hoy es diferente y más grave. Los contenidos explícitos de canciones y videoclips actuales gozan “de buena prensa”. No tienen, como sí ocurría en los ochenta e incluso en los noventa, una carga negativa que los convierta en un peligro para la mentalidad de los más pequeños. Hoy esa clase de contenidos, mucho más grotescos que los de hace cuatro décadas, son presentados con apariencia de normales, poseen amplísima aceptación social y cualquier cuestionamiento que se les haga es considerado un atropello a la “libertad de expresión”.
Por todo eso es más fácil que las niñas vean como fuente de inspiración los videos de Shakira o Karol G y se aburran ante el talento de Jacquline du Pré quien a los 25 años, la misma edad a la que las colombianas ya se exhibían en videos no aptos para menores, era capaz de interpretar con excelencia el fabuloso concierto para cello de su compatriota, el británico Edward Elgar, e scrito a principios del siglo pasado. La crisis cultural y educativa combinada con los excesos de la tecnología y la publicidad hacen de esta situación algo insostenible, sin solución. Como el Perú, como el mundo.