Ver provocación o rompimiento de protocolo en la histórica chacchada de coca que el premier Bellido practicó en el congreso hace una semana es no conocer o desconsiderar la parte infame de la historia del país. Qué ejercicio de libertad no es rebelde en el ninguneo, qué manifestación cultural alterna no rompe protocolos en la homogeneidad provinciana del occidente más conservador. Ciertamente aquí hay un gesto político, que responde a un contenido que no estuvo en el discurso de pedido de confianza – por razones obvias -, pero que ha sido varias veces manifestado como voluntad de la bancada oficialista: eliminar la erradicación de la hoja de coca como eje central de la política antidrogas.
La criminalización de la hoja de coca, y el compromiso de erradicación que el Estado peruano tiene desde la década de 1960, es otro de los asesinatos culturales que occidente le ha infligido al mundo andino-amazónico, un etnocidio a todas luces. La hoja de coca no es droga y no tendría que estar en la lista de estupefacientes ilegales de la ONU, tampoco lo es la cocaína (uno de sus muchos componentes). Sí lo es el clorohidrato de cocaína, porque es psicoactivo, produce adicción y es nocivo, lo que en ningún escenario puede decirse de la hoja de coca. Pero, además, la cocaína es sólo un insumo en medio de muchos productos químicos que conforman la droga. Para producir un gramo de la droga en polvo se necesita extraer cocaína de 100 kg de hoja de coca. Es decir, en un gramo de clorohidrato de cocaína, menos de una centésima parte es cocaína que proviene de hojas de coca. Sin embargo, a éstas se les persigue, no a los otros insumos. Es algo así como prohibir la uvas para evitar la alcoholización con vino. O proscribir el tabaco – planta maestra también – por la alta letalidad de los cigarros. Y pasa todo lo contrario: se venden con publicidad que advierte el crimen. Obviamente, los campesinos de la selva latinoamericana son un perseguido geopolítico mucho más débil y silenciable que los poderosos empresarios cigarreros del mundo.
La gran desgracia de la hoja de coca, en realidad, fue encontrarse con el desarrollo de la ciencia química en la segunda mitad del siglo XIX. Esta estudió el producto, ubicó a la cocaína y la aíslo, para así poder mezclar el activo natural con elementos sintéticos y vender masivamente sus beneficios. Hubo toda una industria de medicamentos, anestésicos locales, golosinas, licores y afines que aprovecharon las virtudes de la hoja de coca, desde el último cuarto del siglo XIX. El hallazgo clorohidrato de cocaína es hijo disfuncional y destructivo de este momento histórica, que es urbano y propia de la segunda revolución industrial, y ajeno al escenario agrícola donde se cultiva y consume la hoja de coca desde miles de años atrás. Así, en el primer cuarto del siglo XX, cuando ya han confirmado el potencial adictivo y destructivo que podía tener la cocaína con ciertas mezclas, empiezan a prohibirla. Y luego terminan obligándonos al suicidio cultural de la erradicación. No reprimen ni desconocen derechos en su territorio, donde está la gran y mayor demanda, sino aquí, en regiones en las que no se tiene responsabilidad frente a su problema social con las adicciones graves.
Y cuando arriba digo que se comete etnocidio con la erradicación, no soy otra cosa que descriptivo . La hoja de coca es central en nuestro mundo andino desde hace más de 4 mil años, y sigue viva en por lo menos la mitad del territorio peruano y entre 6 millones de sus habitantes. Es parte nuclear de rituales y ceremonias – muchas propias del quehacer agrícola cotidiano – pues abre los sentidos, incentiva la meditación y conecta con la naturaleza, a la que se quiere transmitir mensajes y atender, para reforzar su fertilidad. La hoja de coda también es caja chica y moneda de cambio. Y no sólo es el más grande energético natural y sin contraindicaciones que ha descubierto el mundo, sino que es un gran cohesivo social, y un símbolo de apertura y confianza entre quienes la chacchan juntos. Fumigarla indiscriminadamente no es más que otra mecánica aniquilamiento cultural en su contra, aunque esta vez con un pretexto de seguridad. No es la primera vez que la hoja de coca es perseguida, ya sucedió durante la colonia, cuando el mal salvaje que nos subordinó la vinculó con sus propios miedos y culpas, o lo que llamó demonio. Al final terminó consumiéndola y registrándola como especie botánica, pues la cantidad de beneficios que posee es innegable.
Prácticamente todo el siglo XX ha sido testigo de un silenciamiento de las muchas virtudes que posee la hoja de coca, lo que hace muy favorable su eventual masificación. La planta tiene una enorme variedad de cualidades medicinales, inabarcables en este espacio. Es tranquilizante y ligeramente antidepresiva, es desinflamante y cicratizante, es digestiva, es oxigenante para el cerebro (se piensa más y mejor), es regenerativa para la descalcificación ósea, está vinculada a la longevidad saludable, y la lista es larga. Todo esto sin causar ningún efecto negativo: se puede chacchar toda la cantidad de hoja de coca que se desee, no es una adictiva ni hace daño. Al contrario: el país podría dar un importante salto productivo si se hiciera cotidiano el consumo de hoja de coca, porque cada uno de nosotros mejoraría en todo sentido, y tendría más energía e inteligencia para crear soluciones.
El hecho de que todos estos efectos favorables en términos de salud y calidad de vida no tengan consecuencias adversas, hace que la hoja de coca tenga un enorme potencial industrial, que el Estado debería aprovechar muchos más. En este momento, a través de la empresa pública ENACO (que en teoría es el monopolio estatal para la producción y distribución de la hoja de coca), y de un número recudido de micro y medianas empresas, se industrializan decenas de productos cocaleros en territorio peruano (alimentos, bebidas, dulces, otros), pero estamos muy lejos de optimizar todo el potencial a la mano. Bien promovida, podría conformarse una enorme industria peruana – e incluso pan-andina – de la hoja de coca, la que podría conquistar el mundo y conformar un gran mercado interno. Quién no querría comprar productos que mejoren el bienestar biológico y emotivo. ENACO debería ser empoderada para empadronar a los agricultores y evidenciar donde está la siembra ilícita. Y promover patrones de mercado como empresa pública con posición de dominio, por lo menos hasta que la industria florezca plenamente. No se necesita un monopolio estatal en la producción y la distribución de hoja de coca. Este no sólo es permanentemente burlado por los traficantes de estupefacientes (hay mucho mejores estrategias), sino que impide la libre competencia necesaria para conformar una industria a gran escala.
Industrializar la hoja de coca en el Perú también podría ser una oportunidad para empezar a promover un nuevo patrón de industrialización alimentaria, de fuente pre-hispánica, que necesitará el mundo muy pronto: se produce a escala para masificar la calidad de vida, no para reproducir las enfermedades degenerativas. El negocio procede cuando mejora la condición humana y el hábitat comunitario, no cuando los deteriora. Obviamente los imperios del mundo piensan a la inversa: no quieren que tengamos ventajas comparativas y ni que exportemos valor agregado, no quieren que a los consumidores peruanos lleguen valores vinculados a la alimentación inteligente y sostenible. Ya se ha dicho en este espacio que acumulan a partir de nuestro rezago creciente.
Finalmente, es bastante obvio que la política basada en la erradicación de la hoja de coca no es solución para el narcotráfico. El Estado no tiene capacidad para controlar tan complicadas y hasta inaccesibles zonas de la selva donde se cultiva la hoja de coca. Y ésta – siempre generosa – no es exigente en cuanto a la calidad de tierra donde la hacen brotar, además de no tener plagas destructivas y ofrecer varias cosechas al año a partir de una sola siembra. De ahí que hasta hoy la política de erradicación tenga resultados tan pobres frente al tráfico de drogas ilegales. El Perú lleva seis décadas en este camino, y el narcotráfico ha demostrado muchas veces que está en lo más alto del poder político, en operatividad siamesa con la corrupción. De más está decir que el tráfico de estupefacientes agudiza nuestro subdesarrollo y reduce nuestras muy escasas posibilidades de superarlo. En realidad lo necesita, pues el atraso económico es sinónimo de Estado débil y capturable, que es lo que buscan la mafia y el sicariato para apoderarse de regiones enteras por medio de la violencia y el terror.
No creo que la persecución policial y la represión sean un camino viable para solucionar el problema del narcotráfico, que es el de las adicciones graves si lo miramos desde la demanda. La realidad nos dicen que hay cada vez más cultivos ilegales y que el precio del clorohidrato de cocaína para consumo sigue bajando. Creo que hoy sería mucho más potente una permanente campaña informativa mundial, que transparente todo el conocimiento existente sobre esta droga ilegal (y otras), que solucione miedos innecesarios y estigmatizadores, y que advierta con seriedad académica sobre los peligros. Y si esto es así, el problema del narcotráfico tendría como única y más eficiente salida legalizar la producción y el consumo del estupefaciente. Pero ése es un dilema que deben enfrentar los países más poderosos del mundo, porque sólo ellos están en capacidad de generar el consenso internacional necesario que requieren las políticas antidrogas, y porque son los principales afectados por los problemas de adicción. En cuanto al combate al narcotráfico en nuestro país, al que no tenemos por qué dejar de apoyar, se le debe atacar persiguiendo al resto de los insumos de la cadena productiva del clorohidrato de cocaína y la pasta básica (kerosene, trata de personas, armas, sintéticos intermedios, autoridades políticas, servidores públicos, militares), no a la hoja de coca, que es una planta maestra de grandes capacidades energéticas, y que es central en la cosmovisión y el orden social de la cultura andina.
Como siempre, las causas que explican el abuso histórico se mezclan y confunden. Hay mucho de desconocimiento y eurocentrismo aquí, sobre todo entre las autoridades y las élites, pero sin duda gran parte del asunto tiene que ver con las bases militares que el Estado norteamericano posee en las zonas cocaleras peruanas, donde accede a los recursos mundialmente estratégicos que están en nuestra Amazonía (agua, maderas, diversidad e inmensidad genética, conocimientos ancestrales), lo que le da capacidad para construir control geopolítico sobre ellos, a futuro. Todo bajo el pretexto de la ineficiente, y culturalmente criminal, política de erradicación de la hoja de coca. No es excesivo sospechar que el interés yanqui está en dejar que las cosas sigan como hasta hoy en todos sus extremos, se sabe que el Estado norteamericano está penetrado por el narcotráfico. Y tampoco es desproporcionado decir que la chacchada de Guido Bellido en el congreso no fue beligerante, sino justiciera, desarrollista y nacionalista.
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