Opinión

Ha hecho mucho el presidente Castillo por quitarle argumentos a la derecha extrema, que lo quiere vacar desde el primer día sin importar razones, al romper con Vladimir Cerrón, el polo radical marxista que el exgobernador de Junín representaba.

La queda aún tarea por hacer. Desde tomar distancia también del ala maoísta del magisterio que lo acompaña y que se infiltra a través del Fenate-Movadef y de un displicente -si no, cómplice, ministro de Educación-, hasta, además, en lo que sería la piedra madre de la maduración del régimen, el abandono del proyecto de Asamblea Constituyente (y cuyo pase obligado por la disolución del Congreso es lo que activa todas las alarmas de una vacancia expréss). La última encuesta de Ipsos refleja que solo el 10% de la ciudadanía apoya el cambio de la Carta Magna.

Haciendo ello, Castillo no se humaliza, ni despliega una “hoja de ruta”. Simplemente quita toda la maleza que en estos momentos sigue perturbando la visión legítima de un gobierno de izquierda, que, como tal, debiera abocarse a tareas urgentes pendientes en el país.

Desde ajustar inequidades tributarias obvias, hasta generar nichos de competencia donde en estos momentos no los hay, en lo que coincidiría, dicho sea de paso, con una opción liberal, en manejar disruptivamente el establishment económico-empresarial del país.

Y, sobre todo, desplegar una reforma radical y profunda de los sistemas de salud y educación públicas. Allí radica la esencia de un gobierno de izquierda en el Perú. En lograr una ecualización ciudadana en base a esos dos grandes sistemas de nivelación e inclusión social, que representa que los pobres del país gocen de una salud y educación de primer orden, gratuita y universal.

Pero de ello hasta el momento poco o nada. El ministro de Salud está abocado, con eficacia, a manejar los asuntos de la vacunación (esperemos que también esté preparando al país para la tercera ola), pero de reforma del sector y de integración de EsSalud y el Minsa en un solo sistema, no hay una sola letra. Y el ministro de Educación va a contramarcha de lo mucho de bueno que se ha avanzado en los últimos lustros respecto de la carrera magisterial meritocrática y se la quiere tumbar de un porrazo. Es, en la práctica, un contrarreformista.

Castillo debe durar cinco años. Un gobierno de izquierda declarado debe poder hacerlo. Pero necesita despercudirse de tics ideológicos absurdos y abocarse a lo que realmente importa y corresponde.

-La del estribo: a ver si la correcta ministra de Cultura, Gisela Ortiz, le da una miradita al absurdo tema de rutas y aforos de Machu Picchu, la estrella del turismo nacional, que hoy está atrapada en regulaciones absurdas que solo espantan al turista en lugar de atraerlo.

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Así, en plural. Me refiero a la vuelta a la oficina, a la vuelta a los salones de clase, a esa tan mentada nueva normalidad, cuando la pandemia amaina y parece enfilarse hacia la endemia.

Se supone que todos estamos saltando en un pie: madres y padres hartos de actuar varios guiones distintos en el mismo escenario, por fin exonerados de ser asistentes de aula impagos. Los chicos eximidos de esa cercanía sofocante —he escuchado a varios que juran “la siguiente epidemia no me agarra ni de a vainas en la casa de mis viejos”— que puso entre paréntesis las promesas de independencia y autonomía.

Pero no…, por lo menos no así de sencillo, ni unánime.

Acompañé a pacientes de todas las edades en los varios matices del encierro y las múltiples tonalidades del miedo. Ahora voy siguiendo los sentimientos encontrados camino a los espacios pre covídicos, no solo de individuos, sino también de grupos de ejecutivos que trabajan en organizaciones de todo tipo y en varios países.

Los hay claustrofóbicos y otros claustrofílicos, los hay que se sienten cómodos con colegas bidimensionales y otros que añoran la carne y el hueso de los pasillos. Pero si los mandamases en los directorios y quienes dirigen los departamentos de recursos humanos creen que se va a imponer una talla única, se equivocan groseramente.

Muchos la tienen clara: el contacto importa, pero la reunionitis compulsiva es una pérdida de tiempo y energías. Nada justifica desplazamientos que en algunas ciudades se miden en horas. La identidad organizacional no depende de una sede central llena de rituales y señales que tienen que ver más con jerarquía y control que con innovación y productividad. Se puede trabajar desde cualquier lugar, por lo menos parte del tiempo.

Todos saben que lo que se extraña de las empresas y colegios —encuentros casuales, intercambio de información interpersonal, vale decir, chismes y recreos de todo tipo— es justamente lo que estará fuera de límites y que el resto es, más o menos, lo que se hacía en casa o cualquier otro lugar, solo que… con mascarilla.

Pero, sobre todo, un número apreciable de quienes estudian y trabajan, han comenzado a redefinir lo que significan esas dos actividades y su contribución a la identidad de las personas y están llegando a la conclusión de que por lo menos algunos protocolos educacionales y profesionales no son más que estupideces consagradas por la tradición y la autoridad.

Ya se dieron cuenta.

Los más creativos y capaces ofrecerán sus talentos a organizaciones —públicas y privadas, con y sin fines de lucro— que acepten lo anterior y ofrezcan flexibilidad, así como reconocimiento a maneras distintas de hacer las cosas; que combinen lo presencial con lo remoto, la circulación de personas e ideas por espacios diversos sin que dejen, por ello, de pertenecer a culturas institucionales vigorosas.

El COVID-19 causa una enfermedad, SARS-CoV-2, que se volvió pandemia. Habíamos olvidado que las pestes nos han acompañado desde que se nos ocurrió erigir la torre de Babel, mítico emprendimiento bíblico, símbolo de nuestra soberbia.

Hemos podido más que nuestros ancestros cuando sufrieron los embates de las plagas ateniense, antonina, justiniana, la muerte negra, la gripe rusa y la española, para solo mencionar algunas. Con celeridad extraordinaria desarrollamos vacunas eficaces y las venimos aplicando a pesar de las dificultades —que han terminado siendo más ideológicas, basadas en ideas, que logísticas—, así como estrategias comportamentales individuales y colectivas que limitan los contagios.

Sin embargo, no hay bala de plata: todos los países, no importa el sistema político que los gobierna ni los perfiles culturales que los definen, han pasado por cimas y simas en sus indicadores pandémicos.

Independientemente de lo anterior, el estado de ánimo colectivo —que ya venía groggy desde 2008— ha cambiado para peor. Sin entender los nuevos sentidos del trabajo, lo que esperamos de la vida, lo que define a los individuos, la identidad colectiva, el significado de salud y enfermedad, el balance entre protección y libertad, la palabra regreso es una cáscara vacía.

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Covid-19, sociedad

Es un disparate supremo el perpetrado por Vladimir Cerrón y su cúpula partidaria, de acusar al actual gobierno de derechista o de caviar. Si algo caracteriza claramente al régimen de Castillo es su izquierdismo manifiesto.

¿Qué política pública de derecha ha aplicado en estos primeros meses de gobierno? ¿Qué derechista agazapado se ha infiltrado en las filas del régimen? ¿Qué indicio de sojuzgamiento a los grupos de poder -si como derecha mercantilista se le quisiese clasificar- puede apreciarse en las decisiones del Ejecutivo?

El de Castillo es un gobierno de izquierda. Y como tal, un gobierno lleno de mediocridades y errores, propios de los regímenes que siguen esa línea ideológica. Por lo pronto, una clara aversión a lo que significa la inversión privada, sin cuyo aliento no tendremos forma de obtener tasas de crecimiento del PBI superiores al mediocre 2% que la mayoría de expertos pronostica para el vigente lustro.

Habrá pocas nueces izquierdistas, es verdad, porque felizmente funcionan en el país los poderes de contención institucionales. El Congreso, el Poder Judicial, el Ministerio Público y el Tribunal Constitucional, de diversas formas le han hecho saber al Ejecutivo que no es un poder dictatorial y tiene que ceñirse a ciertos cartabones.

La medianía en el ejercicio del poder va a caracterizar a este gobierno precisamente por ser de izquierda. Lo reiteraremos hasta el agotamiento: lo que el Perú necesitaba más que nunca en las actuales circunstancias era un shock de inversiones capitalistas que permitieran remontar la recesión pandémica, en el corto plazo, y en el mediano, la inercia proinversión (excepción hecha del segundo alanismo) de la transición post Fujimori.

Y Castillo y sus diletantismos izquierdistas no generarán la confianza necesaria para alentar ese proceso. La única manera de, siquiera, rozar mínimamente un grado de inversión privada interna potable, pasa por descartar la Asamblea Constituyente corporativista que aún piensa ejecutar. Más temprano que tarde esperemos que se dé cuenta del desmadre que implicará ese proyecto y lo deseche, pero el tiempo que demore en hacerlo será tiempo valioso perdido para el país.

El Perú necesitaría veinte años seguidos de gobiernos promercado para acceder a ser un país medianamente desarrollado y con grados de disminución de la pobreza y de las desigualdades tales, que se desarraiguen ideas pasadistas como las que alberga un sector significativo de la ciudadanía. Castillo, claramente, no forma parte de ese proceso. Su izquierdismo rampante lo condena a la mediocridad.

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Derecha, Izquierda, Presidente Castillo, Vladimir Cerrón

Ayer se inició la colocación de una dosis de refuerzo al personal de primera línea y, si bien aún no existe evidencia a favor de una tercera dosis en vacunas heterólogas (ya que vamos a mezclar el esquema de Sinopharm con una dosis de Pfizer), sinceramente, aplaudo esta iniciativa. 

He visto el gran descenso de casos hospitalizados gracias a que se está vacunando a toda la población; pero aún llegan pacientes graves, los cuales son personas no vacunadas. Por eso, no voy a negar que, a pesar de que sé que nuestro principal escudo son las mascarillas, mientras más pasan los meses, crecen mis dudas respecto a si aún tengo esa protección extra que adquirí en febrero. Lo último que quisiera es que con el paso del tiempo nuestra protección baje a tal punto que, en caso de contagiarnos, alguno de mis compañeros o incluso yo misma lleguemos a desarrollar una enfermedad grave. 

Por eso agradezco esta tercera dosis, sin embargo, no estoy contenta por completo. Creo que faltó algo mandatorio, que es plantear una investigación para evaluar realmente qué grado de protección podríamos tener con esta tercera dosis y, principalmente, confirmar que efectivamente la estamos adquiriendo. 

Si bien es cierto, el ministro Cevallos anunció que el INS tomaría muestras a 800 médicos antes y 3 meses después de inocular esta dosis, sin embargo, no se ha hablado de un protocolo de investigación en sí como para conocer si estos 800 médicos constituirán una muestra significativa o si los resultados encontrados serían extrapolables al resto de la primera línea o la población general. 

Esto me preocupa porque, ¿qué pasaría si en realidad usar una vacuna con un mecanismo de acción diferente no funcionara como refuerzo? El peor escenario sería  que lo tomemos como si así fuese y al final terminemos desprotegidos. 

Espero que pronto haya mayor información por parte del INS acerca de cómo es que se realizará este estudio, porque es importante para nosotros conocer si esta tercera dosis realmente nos servirá como refuerzo para que, en caso contrario, se tomen decisiones como, por ejemplo, aplicar el esquema de Pfizer completo. Además, realizar un buen estudio nos serviría también para replicar esta medida en el resto de la población. 

 

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La filósofa norteamericana Susan Wolf publicó en el 2010 un artículo llamado “Meaningfulness: A Third Dimension of the Good Life” en el que hace una propuesta acerca del sentido de la vida. Tuve acceso a este artículo recientemente a través de un curso de filosofía y me llamó la atención su propuesta por la manera clara y didáctica en la que explica un tema muy relevante. Por esto decidí que valía la pena producir un resumen en español que espero disfruten tanto como yo.

Introducción

Los modelos filosóficos de motivación humana tienden a caer en dos categorías. Por un lado, existen modelos egoístas, que conciben a los seres humanos como movidos y guiados exclusivamente por lo que consideran su propio interés. 

Por otro lado, hay modelos dualistas, que sostienen que las personas son capaces de moverse no solo por el interés propio, sino también por algo «superior».  

Estos modelos de motivación, sin embargo, dejan fuera muchos de los motivos y razones que dan forma a nuestras vidas, los cuales no son periféricos ni excéntricos.

Específicamente, sugiero que estas razones están conectadas con la posibilidad de que vivamos vidas con significado, entendiendo el significado como un atributo no reducible bajo los criterios de felicidad o moralidad.  

La conciencia de que el significado representa una categoría de valor conceptualmente distinta a la felicidad y al interés propio, por un lado, y la moralidad, por otro, debería afectar la forma en que pensamos sobre estas otras categorías más familiares.  

Los ejemplos más obvios de esta nueva categoría son aquellos en los que actuamos por amor. No actúo por interés propio ni por deber ni cualquier otro tipo de razón imparcial, actúo por amor. 

Así como los modelos egoístas y dualistas dejan fuera estas «razones de amor», me parece también dejan fuera muchas de las razones que nos mueven a perseguir intereses que nos apasionan, como por ejemplo escribir filosofía, practicar un instrumento musical o cuidar el jardín, los cuales pueden exigir más tiempo del razonable desde el punto de vista de nuestro propio bienestar.

No es forzado pretender que los sujetos de estos ejemplos amen la filosofía, la música o las flores, y que su amor por estas cosas pueda no solo explicar sino justificar sus decisiones y comportamiento más que el amor por sí mismos o un imperativo moral.

En el caso de actuar en favor de un ser querido, es el bien de esta otra persona el que nos proporciona las razones para actuar, lo que nos atrae es un valor percibido que se encuentra fuera de uno mismo. 

Mi afirmación entonces es que las razones de amor – ya sea a personas, ideales u otro tipo de objetos – tienen un papel distintivo e importante en nuestras vidas y no deben ser asimiladas como razones de interés propio o de moralidad.  

Sin embargo, no todas las acciones motivadas por razones de amor están justificadas ni son buenas razones. Lo que deseo defender es la justificación e importancia de un subconjunto de esas acciones y decisiones que se guían por razones de amor. 

Quiero defender la importancia de las acciones y patrones de acción que se involucran positivamente con objetos dignos de amor, de una manera que sea independiente de si estas acciones promueven el máximo bienestar de la persona en cuestión o el bienestar del mundo en general.  

Ser propensos a ser movidos y guiados por razones de amor, cuando los objetos de amor son dignos, es, creo, el núcleo de nuestra habilidad para vivir vidas con significado.

De acuerdo con el concepto de significado que propongo, este surge de amar objetos dignos de amor y comprometerse con ellos de una manera positiva. 

La relación entre el sujeto y el objeto de su atracción debe ser activa. El mero reconocimiento pasivo y una actitud positiva hacia el valor de un objeto o actividad no es suficiente para una vida significativa. 

Lo que quizás sea más distintivo de esta concepción de significado, es que implica elementos subjetivos y objetivos, inextricablemente vinculados.

Este punto de vista podría verse como la combinación de dos puntos de vista populares. 

El primero, también llamado Enfoque de Plenitud,es la visión de que no importa lo que hagas con tu vida, siempre y cuando sea algo que amas. Encuentra tu pasión. Averigua lo que te enciende y búscalo. 

El segundo, también llamado Enfoque Más grande que uno mismo, dice que para vivir una vida verdaderamente satisfactoria, uno debe ser capaz de ser parte de algo “más grande que uno mismo”. Esto con el objetivo de contribuir a algo cuyo valor es independiente de uno mismo.  

Entendida de esta manera, la primera visión, puede entenderse como una forma de abogar por el elemento subjetivo, mientras que la segunda visión, nos insta a satisfacer la condición objetiva.   

Cuando se piensa en la propia vida, por ejemplo, la preocupación de una persona respecto a que su vida carece de significado suele ser una expresión de insatisfacción con la calidad subjetiva de su vida.  

Por otro lado, cuando consideramos las vidas de los demás, nuestra tendencia es a caracterizarlas como significativas, o no, basados en nuestra evaluación del valor objetivo de estas.

El Enfoque de Plenitud

El Enfoque de Plenitud nos insta a «encontrar nuestra pasión e ir a por ella», porque hacerlo nos dará un tipo particular de sentimientos positivos, llamémoslos de plenitud, opuestos a sentimientos de aburrimiento y alienación. 

Aunque los sentimientos de plenitud son indudablemente buenos, hay muchos otros que podrían ser clasificados como placeres, que no tienen nada que ver con la plenitud. 

Para alguien que trata de decidir qué carrera seguir o cómo estructurar su vida, este enfoque aconseja no centrarse demasiado en los objetivos superficiales de la facilidad, el prestigio y la riqueza material.  

No obstante, el Enfoque de Plenitud, tal como lo he interpretado, es una forma de hedonismo, en el sentido de que su prescripción para la mejor vida posible se basa exclusivamente en la cuestión de cómo una vida puede alcanzar el mejor carácter cualitativo. Desde este punto de vista, la experiencia positiva es lo único que importa.

Si, como sugiere el Enfoque de Plenitud, lo único que importa es la calidad subjetiva de la vida, entonces no debería importar qué actividades dan lugar a esa calidad. Imagínese, en particular, una persona cuya vida está dominada por actividades que la mayoría de nosotros estaríamos tentados a llamar sin valor, pero que sin embargo le dan satisfacción, como por ejemplo resolver crucigramas o ver telenovelas. 

En la variación que el filósofo Richard Taylor hace del mito de Sísifo (los dioses inyectan a Sísifo una sustancia que lo hace apasionarse por rodar piedras), la tarea de Sísifo ya no es aburrida para él. Pero sigue siendo una tarea inútil. Algo deseable parece faltar en su vida a pesar de su experiencia de plenitud. Dado que lo que falta no es una cuestión subjetiva –la vida de Sísifo es la mejor posible desde su punto de vista–, debemos buscar una característica objetiva que defina lo que falta. 

El Enfoque Más grande que uno mismo 

Este segundo enfoque nos dice que el mejor tipo de vida es aquella que contribuye a algo «más grande que uno mismo». Podríamos entender este enfoque como uno que recomienda la participación en algo más importante que nosotros mismos, algo, en otras palabras, que es más grande que nosotros mismos no en tamaño, sino en valor. 

¿Es la filosofía o la poesía o el baloncesto algo “más grande que uno mismo” en valor?  Es difícil saber lo que significan estas preguntas. Una interpretación más prometedora de este enfoque es recomendar que uno se involucre con algo que no sea uno mismo, es decir, con algo cuyo valor es independiente y tiene su fuente fuera de uno mismo.  

El Enfoque Bipartito o de Plenitud Adecuada

La combinación del Enfoque Mas grande que uno mismo y el Enfoque de Plenitud, producen el Enfoque Bipartito, una mejor concepción del significado que cualquiera de los dos enfoques tomados por sí solos.  

En esta visión bipartita, para que una vida sea significativa, se debe cumplir una condición objetiva y subjetiva. Lo que recomienda este enfoque es que uno se involucre activa y amorosamente en proyectos que den lugar al sentimiento de plenitud, pero siempre que estos tengan un cierto tipo de valor objetivo.  

Al vivir de una manera que está parcialmente ocupada y dirigida hacia la preservación o promoción o creación de algo independientemente valioso, uno hace algo que puede ser entendido, admirado y apreciado desde el punto de vista de los demás, incluyendo el punto de vista imaginario de un observador imparcial.

La contemplación de la propia mortalidad, de la insignificancia cósmica y la indiferencia del universo puede hacer que algunos se estremezcan o entren en desesperación. El vivir de una manera activa y comprometida en proyectos de valor independiente puede poner fin a estos sentimientos.  

Si estamos comprometidos en proyectos de valor independiente –luchando contra la injusticia, preservando un edificio histórico, escribiendo un poema–, entonces presumiblemente otros también serán capaces de apreciar lo que estamos haciendo. Esto nos hace al menos teóricamente parte de una comunidad, compartiendo valores y un punto de vista.  

El hecho de que el interés por una vida con significado no aflore hasta que se satisfagan las necesidades más básicas no es razón para perder de vista su importancia. El hecho de que una persona no articule conscientemente un interés en garantizar que algunos de los proyectos o cosas con los que está ligada su vida puedan ser juzgados independientemente como valiosos no es suficiente para justificar la opinión de que su valor sea irrelevante para él.  

La búsqueda de significado a través de un compromiso activo y amoroso en proyectos de valor es una característica distinta de la felicidad y la moralidad y merece ser incluida en una concepción de vida humana plenamente exitosa.  

Nuestro interés en vivir una vida significativa no es un interés en que nuestra vida se sienta de cierta manera – es un interés en que sea de cierta manera, específicamente, que sea una que pueda ser apreciada apropiadamente, admirada o valorada por otros al menos en principio; que sea una vida que contribuya o se conecte de una manera positiva con un valor independiente.

Para tener una vida que no sólo parece significativa, sino que es significativa, el aspecto objetivo es tan importante como el subjetivo. 

Me parece que hay dos tipos de preocupaciones que tienden a alimentar las dudas sobre la objetividad de los valores. 

La primera es de tipo moral y está relacionada con la pregunta “¿Quién puede decir que proyectos son o no valiosos?”, a la cuál respondo “Nadie en particular”. 

Estas son preguntas abiertas, nuestros juicios de valor siempre serán tentativos y supongo que las responderemos mejor si compartimos nuestra información, experiencia y pensamientos. 

Sin embargo, la ausencia de una autoridad final sobre la cuestión de qué cosas tienen valor no pone en duda la legitimidad o coherencia de la búsqueda de una respuesta más o menos razonable, aunque también parcial, provisional, impermanente. 

El segundo tipo de preocupación es más intelectual y pone en duda el hecho de que pueda existir un estándar objetivo de valor. Algunos podrán juzgar una actividad como inútil mientras que otros la podrán ver como valiosa. 

Con respecto a los juicios de valor, entonces, uno puede estar equivocado. En mi opinión, encontrar una explicación adecuada de la objetividad de los valores es un problema sin resolver en filosofía, o quizás mejor, un grupo de problemas sin resolver.  

La ausencia de un cálculo adecuado de la objetividad en los valores nos da mayor razón para ser tentativos en nuestros juicios sobre qué tipo de proyecto merece ser incluido en la clase de actividades que puede contribuir al sentido de la vida.  

Debemos admitir la razonabilidad de la controversia no sólo sobre el valor de actividades particulares, como hacer bailes de tiktok, jugar frisbi o estudiar filosofía, sino también sobre categorías enteras de actividad, como la autorrealización o la comunión con la naturaleza. 

Mi propia inclinación es ser generosa en mis juicios tentativos acerca de lo que es valioso. ¿Cuál es el punto de insistir en que existe tal cosa como una vida significativa, podrían preguntarse, si no se puede dar ningún tipo de orientación sobre cómo vivir una?  

Parte de la respuesta es que reconocer al significado como una categoría distinta de la felicidad y la moralidad nos ayuda a entendernos a nosotros mismos y a nuestros valores, y nos hace menos propensos a distorsionar el carácter y la importancia que algunos de nuestros intereses más profundos tienen para nosotros. 

Una segunda parte es que el reconocimiento del significado como una tercera dimensión de la buena vida debe cambiar la forma en que pensamos en las otras dos dimensiones de la felicidad y la moralidad.  

Uno puede considerar la pregunta “¿Qué tiene valor objetivo?” como inteligible e importante sin dejar de ser apropiadamente humilde sobre la limitada capacidad para descubrir la respuesta y ser debidamente cauteloso sobre el uso que se le puede dar a la respuesta parcial y tentativa que se obtenga.  

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Susan Wolf

El rock ha producido, a lo largo de seis décadas, muchos personajes legendarios y, a la sombra de ellos, siempre han estado los segundos, los lugartenientes, las fuerzas invisibles que apuntalaban al principal, al líder mediático, a la estrella llamativa dispuesta siempre a ser el centro de la atención. Y, como ocurre con los actores secundarios en el cine, en ocasiones cargan una parte importante del peso y las responsabilidades de mantener el sonido, prestigio y continuidad de una banda, convirtiéndose –muchas veces, sin quererlo- en la columna vertebral y motor del colectivo al cual pertenecen.

Normalmente, los historiadores del rock se han fijado, por ejemplo, en la figura del bajista como elemento de perfil bajo (valga la redundancia) y actitud contemplativa que, a diferencia del vocalista/líder o el guitarrista principal –“frontman” y “guitar hero”, respectivamente- prefiere no estar en los spotlights aun cuando en su trabajo y precisión descansa el alma rítmica de cualquier grupo de rock clásico que merezca respeto.

Algo similar ocurre con los encargados de la segunda guitarra. Cuartetos, quintetos y formatos más amplios, en todas las vertientes del rock and roll, han tenido segundos guitarristas que, ya sea por su personalidad, voz principal, aportes creativos o capacidad para intercambiar roles con la guitarra líder –o cualquier combinación de estos factores- eran imprescindibles para su lenguaje sonoro e incluso su imagen. ¿Puede pensarse, por ejemplo, en Ac/Dc sin la locomotora andante de Malcolm Young? ¿O en Kiss sin los sorprendentes riffs y solos de Paul Stanley? ¿Los temas más veloces de Metallica habrían sonado igual sin el pulso imparable de James Hetfield? De estos segundos guitarristas, de gran influencia en sus respectivos grupos, uno de los más importantes –y, probablemente, menos visibles- es Robert Hall Weir –Bob o Bobby para amigos y seguidores-, que hoy cumple 74 años de edad.

A pesar de su trascendental presencia y papel en Grateful Dead, institución señera de la psicodelia y el country-rock norteamericano, creadora de toda una subcultura que continúa vigente de diversas maneras al margen del music business, un cuarto de siglo después de su disolución oficial, Bob Weir nunca tuvo los reflectores sobre él, aun cuando su voz, guitarra y composiciones fueron tan dominantes como las de Jerry García, su amigo del alma, hermano musical, maestro y partner-in-crime entre 1963 y 1995, año de la muerte del inolvidable Captain Trips. 

Para quienes están medianamente familiarizados con la discografía de Grateful Dead, canciones como Truckin’, Sugar Magnolia, One more Saturday night o Playing in the band (estas dos últimas lanzadas originalmente en el disco como solista que Weir grabara en 1972), son solo la punta del iceberg de aquel universo sonoro que excede los límites convencionales del rock de los sesenta/setenta. Todos estos clásicos –y muchos otros de los Dead- fueron cantados y coescritos por Weir. El menor de los integrantes del combo de San Francisco, inició su carrera como alumno de García, quien le enseñó a tocar guitarra y banjo en la parte de atrás de una vieja tienda de discos, cercana al barrio californiano de Haight-Ashbury. Weir estuvo al frente de la banda desde el principio y consolidó, con los años, un estilo único como segundo guitarrista que, en los jams más insólitos, podía realizar secuencias de acordes y riffs tan raras que parecían salirse de las coordenadas armónicas de cada canción.

En el 2014 se estrenó, en el prestigioso festival internacional de cine independiente de Tribeca, el film The other one: The long and strange trip of Bob Weir –disponible en Netflix-, en el cual el documentalista Mike Fleiss, un Deadhead (*) convicto y confeso, hace justica a Bob, “el otro”, echando luces por primera vez acerca de su “largo y extraño viaje” (sí, ese tipo de viaje) y tomando, para el título, letras de dos temas emblemáticos de la banda, escritas por Weir: That’s it for the other one, nombre de la suite de ocho minutos de duración incluida en su segundo LP Anthem of the sun (1968) y “what a long strange trip has been”, verso final del coro de Truckin’, carretero y lisérgico himno del cuarto álbum American beauty (1970), una de sus producciones más celebradas. (*) En la terminología de los Grateful Dead se conoce como “Deadheads” a la multitudinaria comunidad de fanáticos que seguían a la banda, en coloridas caravanas pasadas de vueltas, estado tras estado, cada vez que salía de gira. Personalidades como Bill Clinton, Nancy Pelosi, Al Gore, Matt Groening y Steve Jobs han declarado haber sido Deadheads en su juventud.

La historia de Bob Weir es el sueño logrado de la era del hippismo y la cultura de la droga: salir de casa a los 16, tras años de sentirse solo y desarraigado, en el seno de una familia adoptiva y cariñosa pero sobreprotectora, sin capacidades formales para la escuela (disléxico, rebelde, siempre metido en problemas de conducta), para unirse al colectivo de hippies más alocado y colorido de entonces –los Merry Pranksters de Ken Kesey y Neal Cassady, creadores de Furthur, el bus parrandero cargado de LSD que sirviera de inspiración a Tom Wolfe (1930-2018), el cronista de la contracultura- y alcanzar la gloria musical con el grupo más importante de la Costa Oeste, venerada casi como una religión en los Estados Unidos y respetada en el mundo entero como uno de los principales actos rockeros de su tiempo, animador de los festivales de Monterey, Altamont y Woodstock.

Consciente de que sus limitaciones no le permitían satisfacer las expectativas de una vida normal, Weir hizo de la música su tabla de salvación y de los Grateful Dead su familia, con quienes hizo de todo y sin medida, parafraseando a José José. Recordando su psicotrópico pasado, Weir apenas puede creer todo lo que ha visto y experimentado, en una vorágine que, incluso, lo convirtió en una especie de desenfrenado galán hippie –no solo era el más joven del grupo sino que, a decir de sus mismos compañeros, el que más groupies congregaba en sus interminables giras- y declara, aun hoy, alejado de las drogas y practicando meditación para mantenerse en equilibrio, que su gran amigo Jerry se le aparece en sueños y guía su camino mientras toca. 

El retrato de Bob Weir que ofrece este interesante documental es emocionante y, por momentos, increíble, contado en un tono personal y cálido. Desde sus inimaginables juergas hasta el reencuentro con su padre biológico, su relación familiar con la banda y, en especial, su conexión con Jerry y sus deudos, hasta su actual vida como abuelo con aspecto de coronel de la Guerra Civil que sigue de gira –ha hecho más de 3,000 conciertos desde la muerte de García, cantidad que ya había superado con los Dead en tres décadas de carrera-, todo hace que Bob Weir se convierta en un sobreviviente admirable, con quien daría gusto sentarse a conversar en medio de su brillante colección de guitarras, sus mascotas y su amplio rancho en California, donde vive con Natascha, su esposa desde 1999. 

Durante los años dorados del grupo, Weir publicó dos álbumes como solista, Ace (1972) y Heaven help the fool (1978), el primero con sus compañeros de Grateful Dead como apoyo y el segundo con un elenco de músicos de sesión, entre los que destacaban varios integrantes de Toto, Chicago y la banda de Elton John. Paralelamente, formó dos proyectos musicales: entre 1976 y 1978 fue Kingfish, junto a unos amigos de San Francisco y, luego, entre 1981 y 1984, Bobby & The Midnites, en el que reunió a titanes del jazz-fusión como Alphonso Johnson (bajo) y Billy Cobham (batería) con el tecladista Brent Mydland, por entonces también miembro de los Dead. 

Y tras la muerte de García, en 1995 a los 53 años, Weir, entonces de 48, jamás renunció a la música. Además de formar RatDog –grupo con el que aun toca de vez en cuando– se juntó en varias ocasiones con sus ex compañeros, hasta llegar a cinco apoteósicos megaconciertos del año 2015 -dos en California y tres en Chicago- para celebrar los 50 años de Grateful Dead, denominados Fare Thee Well Concerts, a los que asistieron, en total, más de 350,000 personas. Para esas tocadas, Weir y los otros miembros originales –el bajista Phil Lesh, los bateristas Billy Kreutzmann y Mickey Hart- estuvieron acompañados por Bruce Hornsby (piano, voz), Jeff Chimenti (teclados) y Trey Anastasio (guitarra, voz). En el 2016 lanzó su tercer disco en solitario, Blue mountain

Y, en medio, múltiples reuniones con sus compinches de siempre, la última de ellas llamada Dead & Company, con el consagrado guitarrista John Mayer. En 2018, en simultáneo, armó The Wolf Brothers junto a Don Was (bajo), Jeff Chimenti (teclados) y Jay Lane (batería). Con ambas bandas mantuvo una intensa agenda de presentaciones hasta la llegada del COVID-19. Este 2021, tras año y medio de para obligatoria, Weir está de nuevo en la ruta con estos dos ensambles, como anuncia su web https://bobweir.net, cargada de información e iconografía clásica de su psicodélico pasado musical. Aquí, podemos verlo en acción, con The Wolf Brothers y Dead & Company, en recientes conciertos realizados en EE.UU., ante miles de personas, Deadheads enfundados en coloridos y caleidoscópicos polos “tie-dye”, bailando y celebrando la vida y talento de este legendario rockero.

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#Rock, Bob Weir

Las perlas delusivas de Vladimir Cerrón, secretario general de Perú Libre, constituyen ya un rosario, por su asiduidad y profusión. Claramente, no es un sujeto político que esté en sus cabales.

1.- Su primer gran error de percepción fue creer que Perú Libre había ganado las elecciones del 2021. Con él y su ideario dentro de la mochila. Cuando la verdad es que pesaron razones disruptivas provocadas por la pandemia, el voto antiestablishment, el antikeikismo y el peso identitario del candidato Castillo.

2.- Pensar que el gobierno debía ser del partido, de Perú Libre. A la vieja usanza de los partidos comunistas soviéticos o cubanos, en los que al elegirse al secretario general del partido se elegía en la práctica al jefe de gobierno. Eso no era así y no podía ser así en una realidad política como la peruana. Castillo, en su calidad de Presidente de la República, tiene absoluta potestad de armar su gobierno como buenamente quiera y Cerrón, más bien, debería haber estado agradecido de que al menos le hayan asignado una cuota (hoy mismo, tiene dos ministros cerronistas que, suponemos, renunciarán por dignidad si es que avalan el comunicado del partido; o haría bien Castillo en desprenderse de ellos: entre otros, del inefable ministro del Interior).

3.- Creer que con su flamígero comunicado pone en jaque al gobierno de Castillo, debilitándolo al extremo de colocarlo al límite de su salida del poder. Ya veremos cuántos congresistas de la bancada de Perú Libre -muchos de los cuales no fueron consultados para emitir ese comunicado- lo seguirán. Ya varios se han manifestado en contra del mismo y han señalado que votarán por la confianza al gabinete Vásquez.

4.- Suponer que culminará una racha triunfal lanzándose sin Castillo a las elecciones municipales y regionales. Perú Libre volverá a ser un partido regional (en el mejor de los casos, ganará en Junín y paremos de contar) y allí Cerrón se dará cuenta que el mundo andino no votó por él sino por Castillo.

En general, le ha hecho mucho bien al gobierno esta pataleta delusiva de Vladimir Cerrón. Libera a Castillo de una carga política pesada y le abre la cancha a una mayor fluidez no solo con los partidos de oposición en el Congreso sino también con la ciudadanía.

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Perú Libre, Vladimir Cerrón

Hwang-Dong-hyuk recibió un no como respuesta en la reunión que sostuvo con productores coreanos el 2008. No era la primera vez que presentaba su proyecto cinematográfico. Tenía 37 años y temió que su historia nunca pudiera convencer a nadie. El guion que escribió en ese entonces, resultaba poco convincente para quienes lo escucharon. Antes de desecharlo, decidió corregirlo. 

El pasado 17 de septiembre, sin embargo, su obra se estrenó en Netflix, 13 años después. Fueron los ejecutivos del canal de streaming, quienes mostraron entusiasmo por convertir este proyecto en una serie de 9 capítulos. Luego de 4 días de su presentación, “El juego del calamar» se consolidó como la serie más exitosa de la historia, al ser vista por 111 millones de cuentas en el mundo. 

La popular serie coreana trata de la competencia que disputan un grupo de personas. Estas contiendas están comprendidas en 6 juegos que son de carácter mortal y con el fin de obtener un premio económico. Dicho premio consiste en 45,600 millones de wones. Lo que equivale a 38 millones de dólares. Con respecto al nombre del calamar, este viene de un juego infantil en Corea, que es representado con trazos geométricos en el suelo. 

El impacto ha sobrepasado las expectativas no sólo de los ejecutivos de Netflix sino del propio director. Se ha convertido en la primera serie coreana en ser la número 1 en Los Estados Unidos. Ha marcado tendencia con la viralización de memes en todo tipo de comunidades y bajo diversas temáticas, además de idiomas. Ha generado una moda hasta con la elaboración de las galletas de azúcar. Incluso el número telefónico que aparece en la tarjeta, además de ser  real, ha recibido miles de llamadas pidiendo participar en el juego. 

Si bien los cómics han servido de inspiración a Hwang Dong-Hyuk para construir esta historia, es su propia experiencia la que motivó el guión. El no tener cómo pagar sus deudas en un momento de su vida, fue el mejor punto de partida para escribir. Por eso nos presenta a personajes en situaciones límites que tienen que tomar la decisión de hacerlo todo por dinero o actuar de manera justa y sobre todo, con humanidad. 

Resalta la dirección de arte en su paleta de colores y la simetría en la composición visual. El primero, no solo por encender la imagen, sino por presentar colores opuestos que determinan el rol de sus personajes. Mientras que el segundo, además de marcar los conflictos que atraviesan y la posición en la que se encuentran, demuestra un orden casi enfermizo en la organización de los juegos. 

Además de la simetría en cada uno de los escenarios construidos para los juegos también existe un guiño a algunas obras de arte. Las escaleras por ejemplo que conducen a las habitaciones tienen una similitud con el cuadro Relatividad de M. C. Escher. Dedicada a los espacios y arquitecturas imposibles como representación en este caso, del laberinto entre la vida y la muerte que experimentan los jugadores. 

Por un lado están los concursantes con diversas situaciones apremiantes, quienes con dinero podrían resolverlas y por otro lado los V.I.P.  Un grupo de millonarios aburridos de su existencia, que disfrutan al ver cómo la gente se muere o mata por conseguir efectivo. Los realizadores coreanos una vez, ponen en pantalla las diferencias sociales como cuadro principal para sus historias. 

Las competencias presentadas en el relato, empujan a los participantes a destruirse entre ellos. Algunos de la manera más cínica y otros de la forma más culposa. Finalmente, las reglas de juego son impuestas por quienes tienen el poder económico para deshacerse de la vida humana como si fueran simples piezas de cristal. 

El juego del calamar es una historia de hombres. La presencia femenina es silenciada, los grupos evitan tener mujeres por temor a perder. Ellas tienen un perfil desquiciado, Han Mi-nyeo es un ejemplo de ello o cumplen un rol decorativo. Como las féminas en la sala V.I.P. de cuerpos pintados, sin derecho al mínimo movimiento. 

Kang Sae-byeok en cambio, le tocó un papel femenino distinto. Demuestra mayor control y fortaleza en la historia. Sin embargo, un final inesperado la saca de la contienda. Quizás la idea del director era también demostrar que las diferencias sociales habitan con las de género. La joven actriz de 27 años hoy se siente más entusiasmada con su carrera de actriz, a pesar de que inició como modelo. 

El éxito alcanzado por Parasite el año pasado ha sido un precedente para que la industria mire a los realizadores coreanos. Pero el éxito de lograr entretener y envolver al espectador sirve para exponer algunas reflexiones que son el verdadero interés del director. 

¿Tiene la humanidad aún esperanza?. 

El 2011 Hwang Dong-hyuk presentó su film Dogani. La historia real de una violación en una escuela de sordomudos. El estreno de la cinta logró que se reabra el caso, se cierre la escuela y se apruebe una ley contra la violencia sexual. 

Con el reciente estreno de su serie, el director ha declarado: “Quería escribir una historia que fuera una alegoría o una fábula sobre la sociedad capitalista moderna, algo que representara una competencia extrema, algo así como la competencia extrema de la vida. Pero quería usar el tipo de personajes que todos hemos conocido en la vida real ”.

Los protagonistas se reencuentran hacia el final de la historia para formular la misma pregunta. ¿La humanidad aún tiene esperanza?. Pero esta vez la respuesta es positiva. Después de todo, Dong-hyuk aún cree en ella. 

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El juego del calamar, Hwang-Dong-hyuk, Netflix, película coreana

No está en discusión el hecho de que César Hildebrandt es una de las grandes personalidades del periodismo peruano de las últimas décadas. Tampoco se discute que sus opiniones, a veces, resulten incómodas o estén teñidas de arbitrariedad (y desde ya espero, lectores, que empiecen a arrojar sus primeras piedras). Yo mantengo nítido el recuerdo de haber leído por primera vez Cambio de palabras, un clásico de la entrevista como género en el Perú. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, esta tierna y dolorosa conversación con el poeta Juan Gonzalo Rose o aquella otra con Haya de la Torre, o acaso la magnífica sesión verbal que supuso el encuentro con Borges?

Aprovecho esta columna para confesar que sí, que esperaba que alguien como César Hildebrandt publicara un libro de memorias. Ver Confesiones de un inquisidor en el escaparate de una librería me dio la sensación, algo narcisista, la verdad, de pensar que Hildebrandt me había leído el pensamiento. La memoria es en realidad un largo diálogo entre Hildebrandt y Rebeca Diz Rey, que tuvo lugar en distintas fechas entre los años 2017 y 2020.

Descontando las erratas y las traiciones de la memoria, asunto del que se han ocupado ya bastantes caracteres en redes (y que supongo una próxima edición subsanará), el libro ofrece un variado mosaico de recuerdos personales y profesionales, que van desde la iniciación en la lectura hasta la construcción de la vocación periodística, la remembranza de grandes personajes, entre ellos periodistas como Raúl Villarán o Alfonso Tealdo, un pormenorizado relato de riesgos asumidos durante su carrera televisiva, vivida siempre en el precipicio del despido, la década fujimorista, el surgimiento de Sendero Luminoso, el retorno a la democracia en 1980, entre otros temas. 

Mi único enfado con este libro responde al hecho de que Hildebrandt no escribiera el texto, sino que este fuera el resultado de responder preguntas, lo que por cierto no quita interés al volumen y, más bien, realza las cualidades de Diz Rey como interrogadora. En todo caso, la fuerza testimonial de estas páginas no tiene pierde. Tampoco lo tiene la habilidad de Hildebrandt para producir frases memorables. Dejo por aquí algunas: 

La vocación

(…) la comunicación era mi mundo, el periodismo era mi destino. No tuve en ningún momento duda alguna. Y también supe que no iba a entrar a la universidad, que no me interesaba porque sentía que podía empobrecerme y encasillarme” (p.20).

Sobre Luis Alberto Sánchez

“Me unía con Sánchez el asunto de nuestra actividad de lectores. Nuestras lecturas comunes, nuestras fobias y filias a veces compartidas y a veces no. Pero hablábamos en muchos ratos libres y off the record sobre literatura latinoamericana. De Gallegos, de Azuela, de Chocano, de Darío…” (p.47).

Políticas

“Siempre me identifiqué con la izquierda, pero creyendo en el socialismo como un esquema libertario. Por eso, desde mis orígenes, fui antiestalinista. Leí muy temprano a autores como Solzhenitsyn y Pasternak. Y desde muy joven tuve lecturas heterodoxas que me curaron, me vacunaron, me inmunizaron respecto al socialismo realmente existente, es decir, la Unión Soviética y sus países presuntamente democráticos” (p.51). 

“La derecha bruta y achorada creo que es una definición perfecta, contemporánea y exhaustiva sobre lo que es la derecha hoy en el Perú” (p.57). 

“…lo más trágico es que de la lección de Sendero no ha surgido lo que debió brotar: una izquierda renovada, moderna, mundial, ecológica, brillante. Ese es el peor drama. Hemos tenido la guerrilla más primitiva, el marxismo más ininteligible y luego este apagón intelectual y esta debilidad de izquierda” (p.89). 

“El diagnóstico de Basadre, hecho por los años 40, está incólume, se mantiene. No hemos logrado cuajar un Estado funcional e incluyente y el abismo social nos parece natural, nos parece parte de un mandato divino. Es casi bíblico que haya peruanos en los cerros, sin agua y con poca comida. Y es parte casi de las leyes de la física que el Estado sea corrupto e ineficiente” (p.99).

Literarias

“…Neruda fue y es fundamental en mi vida. Descubrí un mundo, descubrí la ira con él. Descubrí las posibilidades de cambiar el mundo (…) Neruda se merece una memoria elefantiásica” (p.109).

“…casi me alegré de no haberle hecho alguna (entrevista) porque un tipo tan genial como García Márquez, hablando, parece otra persona. Parece un sustituto apócrifo, un impostor” (p.112). 

“…cuando entrevisté a Borges, en todo caso, ahí sí me encontré con un tipo que era deslumbrante por escrito y deslumbrante hablando” (p.113).

Una confesión

“Siento que no he sido un gran padre. Y eso es uno de los rojos más pronunciados, es un rojo carmesí. Pero lo acepto. Otro es que no tuve el coraje de abandonar el periodismo y dedicarme a la literatura, como debí hacerlo alguna vez (…) Yo creo que uno de los mayores rojos ha sido una cierta tendencia a arruinar mis placeres, a verlos desde un lado sombrío, a cuestionarme el derecho de ser feliz” (p.115).  

Últimas palabras

“¿Crees que hay alguien que vaya a salir airoso de esta crisis?

3M, los que fabrican mascarillas”. (p.245).

Confesiones de un inquisidor. Memorias de César Hildebrandt, en diálogo con Rebeca Diz Rey. Lima: Debate, 2021.

 

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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César Hildebrandt, Confesiones de un inquisidor, Literatura
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