Opinión

Gratifica y motiva ver proyectos culturales apoyados por centros estatales culturales. Es el caso de Petroperú y su editorial Copé, con el libro 21. Relatos sobre mujeres que lucharon por la Independencia del Perú, con selección y prólogo de José Donayre Hoefken. Tuve el placer de presentarlo esta semana.

La originalidad de la propuesta se encuentra en la gran creatividad de diversas narradoras contemporáneas que dan voz a muchas heroínas que se manifestaron en contra de las injusticias y apoyaron la causa noble de la libertad.

El número en el título del libro se refiere a la “Colección Siglo 21” de la editorial y recoge 22 textos de escritoras contemporáneas con personajes femeninos de bagaje histórico. Estos personajes se ficcionalizan a partir de tres referentes históricos: la rebelión organizada por José Gabriel Condorcanqui y Micaela Bastidas (1780), las insurgencias ocurridas entre el grito de Tacna con las acciones de los hermanos Angulo (1814-15) y, por último, la Independencia propiamente dicha, desde el desembarco de Paracas por el general San Martín (1820) hasta las batallas de Junín y Ayacucho (1824).

Las veintidós escritoras desarrollan a sus personajes desde cuentos que tienen que ver con prendas íntimas de vestir hasta alusiones a referencias públicas e históricas, pasando por ficcionalizaciones de entrevistas que muestran la vitalidad de los personajes, su astucia y sobre todo su convicción moral, emocional y libertaria. 21. Relatos sobre mujeres que lucharon por la Independencia del Perú celebra en este Bicentenario a quienes ocuparon un rol fundamental en nuestra emancipación. Asimismo, cabe destacar que el orden de los relatos es según el suceso histórico que se evoca.

El libro incluye textos de Carolina Cisneros, Jessica Rodríguez, Rossana Sala, Andrea Rivera, Bethsabé Huamán, Yeniva Fernández, Rocío Qespi, Micky Bolaño, Alejandra P. Demarini, Marissa Bazán, Rosalí Leon-Ciliotta, Victoria Vargas, Lucía Noboa, Karen Luy de Aliaga, Marie Linares, Lucy Fernández, Sophie Canal, Ángela Luna, Leslie Guevara, Claudia Salazar, Kathy Serrano y Angelita Velásquez.

Cada uno de los relatos nos lleva por distintas esferas, diálogos entre personajes históricos y ficcionalizados y constituye la voz de muchas de estas mujeres que han sido de alguna u otra manera silenciadas, calladas y ninguneadas. 

 Conocemos así a estas heroínas mediante la creatividad de las autoras, al desplegar mundos imaginarios en los cuales las mujeres ocupan un rol protagónico y son las pioneras, las guerreras y las forjadoras de una nueva visión de mundo donde la libertad y la emancipación son el motor y motivo de la existencia.

 Juana Moreno, Micaela Bastidas, Tomasa Tito Condemayta, Gregoria Apaza, Cecilia Túpac Amaru, Marcela Castro Puyucahua, Margarita Condori y Manuela Tito Condori, Manuela Sáenz, entre otras, lideran una causa a fin de mejorar nuestra calidad de vida. Estas heroínas ayudan en la independencia de nuestro país; desde sus espacios remotos encaran el objetivo de liberarse de la colonización.

 Gracias a publicaciones como esta podemos conocer más de lo nuestro y acercarnos a la historia depurando visiones y mostrando de manera más humana y reivindicadora la situación de las mujeres. Cada uno de estos relatos nos abre una realidad poderosa, donde las protagonistas son mujeres valientes y rebeldes, pero también trabajadoras humildes. Además de celebrar a cada una de estas autoras en el libro, quiero reconocer el aporte del crítico José Donayre Hoefken.

 Ojalá que el destino político de nuestro país que se juega hoy siga apoyando este tipo de publicaciones y que se continúen visibilizando los aportes que nos enriquecen como nación en camino al Bicentenario.

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Historia, Literatura

Un domingo como hoy, hace 31 años, a las 4 de la tarde, las empresas encuestadoras anunciaron por televisión lo que ya se avizoraba semanas atrás: el outsider de origen japonés, Alberto Fujimori, un ilustre desconocido, derrotó cómodamente al célebre escritor Mario Vargas Llosa, representante de la derecha neoliberal, quien contaba con el respaldo del poder económico y había sido ungido como “salvador del Perú” en circunstancias en las que el país atravesaba por la peor crisis económica y política de su historia republicana.

Muchos hemos reparado en las similitudes entre aquella segunda vuelta y la que transcurre el día de hoy. También esta vez, hemos visto enfrentarse a una candidata que cuenta con el respaldo de los poderes fácticos a otro salido de la nada; también está vez, la estrategia de dichos poderes ha sido la demolición política del adversario y el país se ha dividido, en el imaginario y en la realidad, de la misma manera como lo separaron, hace siglos, los virreyes peninsulares: una república para los españoles y otra para los indios.

Existen, además, algunas paradojas notables entre ambos procesos. La principal es cómo el apellido Fujimori ha modifica su rol, desde el sorprendente outsider, protagonizado por papá Alberto en 1990, una suerte de candidato de los desvalidos, hasta la implacable candidata de los poderosos que hoy personifica su hija Keiko. También es paradójico ver a Mario Vargas Llosa sumido en el limbo de la ambigüedad y apoyar al fujimorismo que siempre deploró por corrupto y autoritario, so pretexto de combatir el comunismo. El novelista, 31 años después, parece situarse en la misma posición ideológica ¿lo está realmente?

Luego llaman la atención ciertas diferencias entre una circunstancia y la otra. En 1990 no hubo cuco comunista y el racismo antijaponés, chino y anti todo lo que no sea blanco fue mucho más explícito -31 años después algo se le disimula, después de todo- como si los defensores de Vargas Llosa desconociesen las reglas matemáticas más sencillas. Esta vez se instauró el terruqueo general, no solo en contra del provincianísimo candidato de un partido de izquierda radical, sino en contra de todo aquel al que se le ocurriese anunciar en sus redes que eventualmente votará blanco o nulo el día de hoy.

Una diferencia fundamental, entre ambos procesos, es que hace 31 años no era tan malo ser de izquierda; al contrario, fue por eso que la victoria de Alberto Fujimori estuvo cantada desde el 8 de abril de 1990, tras conocerse los resultados de la primera vuelta. El APRA y las dos izquierdas de entonces, juntos, habían obtenido 30% de los votos, los que se endosaron completos al outsider japonés para evitar que triunfe el proyecto neoliberal de Vargas Llosa. Fue la última trinchera victoriosa de la izquierda -cuando el PAP todavía se situaba dentro de su espectro y el muro de Berlín mantenía de pie buena parte de su trazo- pero fue inútil, días después de asumir la presidencia, Fujimori adoptó el modelo del vaquero Reagan, George Bush padre y la Dama de Hierro Thatcher.

Al anochecer del 10 de junio de 1990, hace 31 años, con el gesto afligido, Vargas Llosa se dirigió a las masas frenéticas en Miraflores. Como nunca las clases acomodadas se habían movilizado políticamente y habían convertido a “Mario” en un líder casi mesiánico, lloraban, gritaban y clamaban por un golpe de estado. Pero “Mario”, al fin y al cabo, era un demócrata cabal y adhería a las libertades políticas tanto como a las económicas. Entonces hizo un llamado a la calma, al civismo, al respeto de la voluntad popular expresada en las urnas e instó a las miles de personas congregadas en el frontis del local del Fredemo a volver a casa, en orden y tranquilidad, así lo hicieron.

En pocas horas tendremos resultados y un ganador o ganadora; por eso es fundamental que los actores políticos de hoy actúen, al momento de saberse los resultados, como lo hicieron sus pares de 1990. La voluntad popular se está expresando en estos momentos. No solo debemos respetarla, también debemos otorgarle al candidato o candidata triunfador/a la oportunidad de superar todos los miedos que nos han infundido en una campaña para el olvido y ejercer el periodo de gracia que todo gobierno requiere para organizarse y merece en virtud de nuestro contrato social. Solo después debe activarse la vigilancia ciudadana para continuar defendiendo y construyendo una democracia como la nuestra, que nos cuesta la calle, en largas jornadas de lucha y resistencia civil.

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Alberto Fujimori, Elecciones 2021, Mario Vargas Llosa

Debería quedar claro, a partir de esta elección, que los sectores populares necesitan algo más que solo ingresos económicos. Si solo fuera ello, bastaría la disminución de la pobreza monetaria de 58.7% a 20.2% de la población entre el 2004 y el 2019, o de la extrema pobreza, en el mismo lapso, de 16.4 a 2.9%, para suponer que habría pleno consenso respecto del establishment.

Es verdad que en el último año, producto de la pandemia, la pobreza general ha crecido a 30.3% y la extrema a 6.3%, un retroceso de casi diez años, pero no basta ello como factor explicativo del descontento ciudadano que ha impregnado esta elección y que explica en gran medida el voto duro detrás de Pedro Castillo.

Hay un reclamo por ciudadanía. Y ello pasa por sentirse incluido en la sociedad formal, por sentirse parte del colectivo. Y no hay manera de que eso ocurra mientras subsistan las groseras desigualdades que hay en materia de salud, educación, seguridad y justicia. En términos económicos, en las últimas décadas se ha reducido la desigualdad económica, pero la desigualdad institucional que se menciona en los cuatro criterios señalados, debe haber aumentado de manera considerable.

Es tarea del próximo gobierno reducir esa brecha lacerante de ciudadanía. No podemos llamarnos república en formación si no atendemos, con carácter de prioridad, esos elementos básicos de la vida social. Jamás seremos país desarrollado mientras un pobre no reciba atención médica de primer orden, educación competitiva, mínima seguridad vital y acceso a un sistema judicial que no lo discrimine por no tener recursos económicos.

Todo ello no pasa por destruir el mercado, sino por apoyarse en él para construir un Estado mínimamente eficaz y transparente. En los últimos 20 años, la recaudación fiscal ha crecido cuatro veces y la burocracia lo ha hecho 10 veces -señala un informe de Lampadia-, y no se considera en ese aumento de personal un solo profesor, médico, enfermera, policía o militar. Son burócratas de escritorio que han engrosado las filas del aparato estatal seguramente en base al clientelaje político de los distintos últimos gobiernos. No ha crecido el Estado sino que ha engordado, siendo incapaz de brindar servicios ciudadanos de calidad. Ese Estado debe ser disuelto y construir uno moderno e inclusivo, cabalmente democrático.

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Desigualdad, Elecciones 2021, Pobreza

El crítico literario Jose Carlos Yrigoyen dijo alguna vez que en las novelas de Santiago Roncagliolo se cumple «una regla donde lo trivial, lo frívolo y lo predecible se imponen». Y no es otra la impresión que he tenido al terminar de leer su última novela “Y líbranos del mal”.

La falta de originalidad del autor se evidencia desde el mismo título, usado tantas veces en otras obras que describen males presentes en el seno de la Iglesia católica, en especial el excelente documental “Deliver Us from Evil” (2008) de Amy Berg, que aborda el abuso clerical al hilo de una entrevista con el P. Oliver O’Grady, un pederasta en serie que actuó en la arquidiócesis de Los Angeles (California) y que se retiró a vivir a Irlanda después de purgar condena en cárceles de Estados Unidos.

El punto de partida de Roncagliolo es sospechosamente muy parecido al de “Sepulcros blanqueados”, otra novela inspirada en el Sodalicio y publicada el año pasado por el psicoterapeuta y ex-sodálite Gonzalo Cano, quien además es primo hermano del escritor. En ambas novelas, el hijo de un hombre que ha emigrado del Perú a los Estados Unidos regresa a Lima para averiguar sobre el oscuro y misterioso pasado de su progenitor. Mientras que en la novela de Cano el padre se suicida al principio, en la novela de Roncagliolo está vivo y se llama Sebastián Verástegui, pero por motivos desconocidos no quiere volver a pisar Lima en su vida y, cuando su madre (Mamá Tita) enferma gravemente, envía a su hijo a la capital peruana para que éste cuide de su querida abuela. En ambas novelas el pasado oculto y secreto del padre está vinculado a una orden religiosa de características sectarias, en las cuales él mismo habría cometido abusos sexuales.

Pero mientras que la novela de Cano se desarrolla como un thriller policíaco que sigue a tres personajes, sumidos en una atmósfera de miedo y angustia, en la novela de Roncagliolo el miedo no está tan presente, sino más que nada los silencios reveladores y el temor de quienes rodean al protagonista respecto a que éste descubra la verdad sobre su padre.

Durante los dos primeros tercios de la novela el autor nos da algunas pistas, algunos indicios, sugiere sospechas, pero poco llegamos a saber sobre la organización sectaria que está detrás del meollo. En una trama predecible, cansina y cargada de clichés literarios y lugares comunes, Roncagliolo nos narra las peripecias de Jimmy Verástegui en un ambiente burgués limeño de clase media acomodada, ubicado en una zona urbana entre San Isidro y Miraflores, donde conocemos a algunos personajes que le revelan información sobre la institución a la que perteneció su padre, antes de callar definitivamente. Aquí no llegamos a enterarnos de ningún abuso concreto que se haya realizado en la organización, no obstante que ya se nos adelanta que efectivamente habrían ocurrido.

Es en la tercera parte donde Roncagliolo busca poner la carne en el asador, pero la pone mal, pues lo que al final llegamos a saber parece sacado de un thrilller comercial hollywoodense o de un cómic barato de kiosko. Pues la organización religiosa descrita por Roncagliolo se parece poco o nada al Sodalicio en que se inspira. Los personajes basados en los abusadores Jeffery Daniels (Sebastián Verástegui), Luis Fernando Figari (Gabriel Furiase) y Germán Doig (Paul Mayer), las víctimas inspiradas en Rocío Figueroa (Marisa Vega) y Álvaro Urbina (Daniel Lastra), el periodista inspirado en Pedro Salinas (Julián Casas) no se asemejan a sus originales ni por asomo, al contrario de lo que ocurre en la novela de Gonzalo Cano, donde los personajes ficticios son retrato fiel de las personas reales en las que se basa. Roncagliolo, en cambio, se limita a poner en escena personajes planos sin mayor profundidad.

No le niego al autor, como novelista, su derecho a escribir las ficciones que le vengan en gana. Pero en una buena novela el escritor recurre a la invención literaria para profundizar mejor en una realidad que la pura documentación testimonial no logra reproducir plenamente. Además, Roncagliolo presenta como parámetro de su ficción realidades sociales que supuestamente existen. Sus descripciones de los ambientes neoyorkinos y de la burguesía limeña se mueven dentro del marco de una descripción naturalista que busca reflejar aspectos de la realidad. Pero yerra el blanco cuando intenta recrear los ambientes de esa orden que supuestamente tendría como modelo al Sodalicio. Más aún, traiciona la veracidad de los testimonios de abusos al hacer interpretaciones personales que resultan deshonestas y ofensivas para las víctimas. ¿Tiene sustento en la realidad presentar a quienes sufrieron abusos en el Sodalicio como una camarilla de compadres que se juntan solo entre ellos para contarse sus historias consumiendo cerveza y whisky hasta la ebriedad en reuniones parrilleras? ¿Existen fundamentos para presentar a Daniel Lastra —el avatar de Álvaro Urbina— como alguien que sólo busca figuración a través de sus denuncias, que es un homosexual que en cierto momento intenta seducir a Jimmy Verástegui y que anteriormente había tomado la iniciativa en la seducción de su padre Sebastián —avatar de Jeffery Daniels—, mientras que éste había intentado resistirse a los avances del joven muchacho, pero finalmente había cedido a la tentación? Sin contar con que el abuso sufrido por Marisa Vega —tomado del testimonio de Rocío Figueroa en “Mitad monjes, mitad soldados”— es narrado con tal ligereza y superficialidad, que el lector termina preguntándose si lo que se describe es verdaderamente un abuso o una exploración de la sexualidad en personas adultas.

Además, no llegamos a saber en concreto cuáles fueron los abusos sexuales, porque Roncagliolo simplemente no los cuenta ni detalla. Nada de nada. En ese sentido, la novela es casi pudorosa, decentemente burguesa, sin descripciones gráficas que puedan incomodar a la multitud de lectores dispuestos a pasar el tiempo con una novela de digestión fácil y complaciente.

Como resultado, los abusos sexuales parecen evaporarse en la incógnita del quién sabe, pues lo que se ve en la novela de Roncagliolo es una institución religiosa donde había relaciones homosexuales consentidas entre algunos de sus miembros. La manipulación psicológica —favorecida por la asimetría en las relaciones jerárquicas—, el control mental producto del lavado de cerebro, el miedo solapado inculcado en los miembros de la organización, todo ello está ausente del relato, probablemente porque el autor no entiende cómo ocurrieron esas cosas. Tampoco llegan a entenderse los daños que puede generar el abuso sexual en los afectados. En la novela, el personaje de Tony “El Vaquero” es presentado como aquel que mayor daño psicológico ha sufrido en lo personal por algo ocurrido cuando tenía como compañero de andanzas en el barrio a Sebastián Verástegui. Pero nunca llegamos a enterarnos de qué es lo que efectivamente le sucedió.

No puedo sino estar de acuerdo con lo que José Carlos Yrigoyen escribe en su columna de crítica literaria en El Comercio: «Más que ser una novela sobre el abuso sexual, la ligereza con que Roncagliolo asume sus materiales hace de “Y líbranos del mal” la crónica de un triángulo gay con música de denuncias de fondo. Se restringe a detallar los celos y venganzas de Sebastián, Daniel y Furiase; prefiere no ahondar en el infernal mundo que los rodea, el cual apenas podemos adivinar o imaginarnos, pues Roncagliolo, por razones misteriosas, ha escogido ocultarlo».

Al final, el autor no llega a profundizar en la temática del abuso. Su novela no sirve para entenderlo a mayor cabalidad, pues queda reducido a un acontecimiento impreciso, subjetivo y —por qué no decirlo— banal. Qué más se puede esperar de una narrativa que hace de la ligereza y la frivolidad su bandera, su estilo, su atractivo, su gancho para embelesar a lectores poco exigentes.

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Abuso, Literatura, Santiago Roncagiolo

Quienes participamos en marchas de protesta pacífica desde los años noventa y hasta ahora -no considerar, en el inevitable recuento mental, el desubicado muestrario de camionetones convocado hace una semana por Beto Ortiz, que más parecía un banderazo futbolero, con grupitos de gente conversando, mascarillas abajo y latas de Pilsen en mano-, sabemos que las consignas son elementos infaltables, que dan vida y sentido a cualquier movilización política ciudadana, tanto como los bosques de banderas, los carteles hechos a mano y, desde hace relativamente poco tiempo, los muñecones gigantes, las representaciones alegóricas, las vuvuzelas y los enérgicos conjuntos de tambores que acompañan con estruendosas batucadas el paso firme de los marchantes.

Una de esas consignas, probablemente la más universal y antigua, es título y coro de una canción que condensa mejor que ninguna otra el espíritu combativo y a la vez solidario de toda lucha social. El pueblo unido jamás será vencido (la canción) recorrió el mundo entero gracias a las dos agrupaciones más importantes del movimiento conocido como la Nueva Canción Chilena: Quilapayún e Inti Illimani.

Ambos conjuntos de folklore latinoamericano fueron activos propagandistas de los ideales de la izquierda socialista de Chile entre finales de los sesenta e inicios de los setenta y participaron en muchos eventos de apoyo a Salvador Allende, tanto en la campaña que lo llevó a la presidencia como en los difíciles tiempos que siguieron al golpe de Estado que lo depuso aquel funesto 11 de septiembre de 1973, en que las huestes del dictador Augusto Pinochet se hicieron del poder a patada y balazo limpio.

Precisamente, en uno de aquellos recitales de activismo cultural y político fue que nació este himno que, con solo una frase, resumió la decisión popular de hacer a un lado la pasividad cuando las cosas rebasan ciertos límites. En agosto de 1973, en una manifestación por los derechos de la mujer en Santiago, el septeto Quilapayún estrenó este cántico ronco cuya letra ha sido incluso traducida a idiomas tan disímiles como finés, egipcio, ruso o francés.

Tras el batacazo de la satrapía pinochetista, muchos artistas tuvieron que huir de Chile para evitar ser encarcelados y/o asesinados. Entre ellos, los músicos de Quilapayún e Inti Illimani, quienes se exiliaron en Europa, desde donde prosiguieron sus carreras con conciertos y grabaciones orientadas a apoyar la recuperación de la democracia en su país. Desde entonces, El pueblo unido jamás será vencido saltó de los teatros a las calles para instalarse, de manera inquebrantable, en el imaginario colectivo, inclusive en aquellos sectores para nada interesados en la cosa política ni en las reivindicaciones sociales. Dicho en sencillo: hasta los más indiferentes o los más ignorantes reconocen la frase y la forma de entonarla, la misma que usaron los Quilapayún cuando la presentaron por primera vez, hace ya 48 años.

La canción fue escrita por el pianista y compositor chileno Sergio Ortega Alvarado (1938-2003), militante de izquierda y conocido por su trabajo como gestor cultural y director artístico de un canal de televisión estatal. Aunque no fue nunca miembro de Quilapayún, Ortega estuvo siempre en contacto con esa generación de músicos –en la cual también destacaron Víctor Jara, Isabel Parra o los ya mencionados Inti Illimani- y compuso varios himnos de Unidad Popular, la coalición que llevó a Allende al Palacio de la Moneda. Ortega era un experto pianista clásico, de conservatorio. De hecho, la melodía de las estrofas de El pueblo unido…, las que nadie escucharía jamás en una marcha, poseen una estructura influenciada por el alemán Johannes Brahms, con esas progresiones que conducen al climático grito coral.

La primera versión registrada en vinilo del tema apareció en 1973, en el álbum en vivo Primer Festival Internacional de la Canción Popular Chile ’73, publicado por el sello Discotecas del Cantar Popular (DICAP). En ese entonces, los Quilapayún eran ya un conjunto establecido en el panorama de la Nueva Canción Chilena, integrado por Eduardo Carrasco, Hernán Gómez, Rodolfo Parada, Carlos Quezada, Rubén Escudero, Hugo Lagos y Willy Oddó, quienes se presentaban en plazas y universidades con sus característicos ponchos negros y sus espesas barbas –de hecho, el nombre del grupo es una palabra mapuche que significa “tres barbas”.

Como es usual en este tipo de agrupaciones, todos sus integrantes cantaban e intercambiaban guitarras, charangos, bombos, zampoñas y quenas, con impecable versatilidad. Carrasco, líder y director musical del grupo hasta hoy, recuerda cómo nació El pueblo unido…: “Esa canción se gestó en un momento de amistad, digamos. Estábamos en una fiesta íntima, con la gente del grupo, en la casa de Sergio. Él tuvo la genialidad de hacer que la canción condujera a un lema, utiliza el lenguaje de la música para generar una tensión que llega al grito de El pueblo unido. Por eso es muy apropiada para las marchas”.

Esta consigna se ha escuchado en diversas manifestaciones a nivel mundial, algunas de ellas multitudinarias. Por ejemplo, en octubre del 2019 en la manifestación que reunió a más de un millón de personas en Santiago, tras las revueltas sociales que estuvieron a punto de provocar la renuncia de Sebastián Piñera y revelaron al mundo las mentiras del “milagro económico chileno”. También ha sido parte de importantes momentos históricos como la Revolución de los Claveles en Portugal, realizada por el ejército luso en 1974; o la Primavera Árabe del 2010, en diversas marchas para sacar del poder a dictadores como Hosni Mubarak (Egipto), Bashar Al Assad (Siria) o Zine El Abidine Ben Ali (Túnez).

En todos los casos, independientemente de sus resultados o motivaciones, El pueblo unido jamás será vencido es reconocido como un cántico genuino de la gente que sale a manifestar su indignación. Ningún partido político o conglomerado empresarial podría utilizarla. ¿O ustedes se imaginan al directorio de la Sociedad Nacional de Minería o de la Confiep, con los brazos entrelazados, gritando por las calles «El pueblo unido…”? Uno de sus más recientes usos se dio el pasado 27 de marzo, en el Teatro Odeón de París, Francia, donde cientos de músicos de orquestas sinfónicas se unieron para tocar El pueblo unido jamás será vencido, como un acto de protesta ante el abandono estatal a las comunidades artísticas que quedaron sin ingresos a causa del COVID-19. Y, por supuesto, ha estado presente en estos días en todo el Perú, en las marchas de rechazo a Keiko Fujimori, y en el cierre de campaña de Pedro Castillo, hace dos días, en la Plaza Dos de Mayo.

Pero volviendo a la canción, existen varias versiones de El pueblo unido jamás será vencido. Una de las más difundidas es la que grabó, el año 2004, el grupo chileno de rock Pettinellis (aquí, en vivo, en Viña del Mar), proyecto de corta vida liderado por el cantante y guitarrista Álvaro Henríquez, recordado por su trabajo con Los Tres. En un registro totalmente distinto, el colectivo norteamericano de DJs Thievery Corporation incluyó la canción en su disco Radio retaliation (2008), con sonidos cercanos al chill-out y la música latina, cantada por el colombiano Verny Varela. Cómo olvidar que el cuarteto mexicano Molotov incluyó este grito de guerra callejera en Gimme tha power, poderoso single de su álbum debut ¿Dónde jugarán las niñas?, tema que los dio a conocer allá por 1997. También existen versiones en inglés (The people united will never be defeated!), en ruso, en iraní, en filipino, entre otros.

En cuanto a Quilapayún, la ha publicado decenas de veces, tanto en estudio como en vivo, a lo largo de sus cincuenta años de carrera discográfica, y la siguen interpretando, por supuesto, en cuanto recital ofrezcan alrededor del mundo. En 1974 apareció el LP Yhtenäistä kansaa ei voi koskaan voittaa, editado en Finlandia, con una versión acompañados por la banda local Agit-Prop. Poco después, El pueblo unido jamás será vencido (DICAP, 1975) le dio título al décimo cuarto álbum de los chilenos, grabado en los estudios Pathe Marconi de Francia. Por su parte, Inti Illimani lanzó su primera versión de El pueblo unido… como Lado B de su famoso single Alturas, en 1976. Aquí podemos verlos, en el año 2014, en el programa argentino Encuentro en el estudio, cantando esta emblemática canción que, seguramente, seguirá acompañando cada manifestación frente a las injusticias y corrupciones que buscan desinformar y someter a la ciudadanía.

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Folclore, Quilapayún

Es altamente peligrosa la estrategia común que vienen desplegando los sectores ultras de la derecha y de la izquierda, denunciando una presunta voluntad de fraude por parte de los organismos electorales a favor de uno u otra de las candidaturas.

Es absolutamente imposible que el sistema produzca un fraude. El Jurado Nacional de Elecciones no tiene vela en el entierro (salvo para revisar eventualmente actas impugnadas), y la ONPE ha dado hasta el momento pruebas fehacientes de seriedad técnica y solvencia profesional.

Es clara la estrategia subalterna. De la derecha, que si gana Castillo haya pretextos argumentativos para que algún entorchado militar decida tomar cartas en el asunto y dar un golpe de Estado. A eso conduce tanta alharaca. Y del lado de los castillistas a justificar la turbamulta callejera que pueda desatar si los resultados le son adversos.

Ambos deben ser denunciados por irresponsables, más aún en una elección que será tan ajustada que probablemente no bastará ni el resultado a “boca de urna” ni el de “conteo rápido” dominicales para asegurar el triunfo de ninguno de los dos candidatos y habrá que esperar al conteo oficial de la ONPE que podría demorar dos o tres días.

No hay que hacer eco de las voluntades antidemocráticas de los termocéfalos de ambos sectores. Gane quien gane las elecciones, el resultado debe ser respetado y apuntar a que se produzca la quinta sucesión electoral consecutiva en el país, algo inédito en nuestra historia republicana (lo más cercano a esa circunstancia fue en el llamada República Aristocrática, de finales del siglo XIX e inicios del XX).

La democracia peruana, a pesar de su precariedad, ha sido puesta a prueba en el último lustro, y a pesar de los contratiempos, ha logrado salir airosa, como lo pudo hacer también en los tiempos turbulentos del régimen de transición de Valentín Paniagua. Confiemos en la resistencia institucional de la democracia para hacerle frente a los golpistas de ambos bandos, a quienes solo parece preocuparles su interés político menudo por encima del valor supremo del sistema democrático.

Las elecciones del bicentenario recibirán el mejor homenaje republicano si son aceptadas consensualmente por ambas partes, como corresponde. Esperemos, por ello, que al final predomine la sensatez y la racionalidad.

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Democracia, Elecciones 2021, ONPE

Querida Manuela,

Mi tío Alejandro César Bazan, al enterarse de nuestra correspondencia me comentó de la elegía del escritor chileno Pablo Neruda dedicada a tu memoria, La Insepulta de Paita. La he estado leyendo y releyendo. Es hermosa. Sabemos que falleciste en Paita, pero no sabemos dónde yace tu cuerpo. Muchas personas, cuando les cuento que te escribo no saben de ti, de tu rol en la historia del Perú. Te perdiste en la memoria.

En 1997 estaba haciendo mis practicas preprofesionales en la Adjuntía de Derechos Humanos de la Defensoría del Pueblo. Era una institución reciente, creada con la Constitución de 1993, llena de profesionales jóvenes con lo que me formé en la universidad. Este equipo me dio las bases para ser la profesional que soy. Fue en ese momento que conocí a una mujer única, sensible e inteligente, Angélica Mendoza Almeida, Mamá Angélica, la llamaban de cariño. Era madre de Arquímedes. La madrugada del 2 de julio de 1983, los militares allanaron su casa en Huamanga y la amenazaron de muerte. También estaban su hija Ana María y su esposo Estanislao. Los arrinconaron contra la pared y les apuntaron con armas, mientras sacaban a Arquímedes de su habitación y lo conducían a un vehículo ubicado fuera del domicilio. Mamá Angélica era la presidenta de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecido del Perú (Anfasep), que el 7 de setiembre de 1997 presentaron un petitorio a la Defensoría del Pueblo solicitando se investiguen los casos contra la libertad individual, bajo la modalidad de secuestro-detención y desaparición forzada involuntaria. Esta investigación llevó a publicar el Informe La Desaparición Forzada de Personas en el Perú 1980-1996, herramienta de trabajo y consulta para la Comisión de la Verdad y Reconciliación, el Ministerio Público y la sociedad en su conjunto. Mamá Angélica murió hace tres años, reconocida con la Medalla de la Defensoría del Pueblo, pero sin encontrar a Arquímedes.

​En el 2016, el Ministro del Interior me nombró Defensora del Policía, una Dirección General del Ministerio del Interior, cuyo rol es velar por los derechos humanos del personal policial y sus familias.  Ahí conocí la problemática e historia de 1589 policías con discapacidad, así como de los deudos compuesto por viudas, huérfanos y madres de más de 3200 policías fallecidos a causa del terrorismo. Los policías vivieron enfrentamientos armados, aniquilamientos selectivos, emboscadas, reglajes, coches bombas, intentos de asesinatos, la lucha contra el terrorismo. Ser Defensora también me permitió conocer a detalle la historia de los valerosos policías de la Guardia Civil, Guardia Republicana, Policía de Investigaciones y la Sanidad Policial. Le tengo mucho respeto y siempre seré una defensora de sus derechos, de su historia y de su dedicación.

Manuela, se estima que el número total de muertos y desaparecidos causado por el conflicto armado interno peruano es 69 280, dentro de un intervalo de confianza al 95%, cuyos límites superior e inferior son 61 007 y 77 552, respectivamente según la Comisión de la Verdad. Fue un fratricidio.

Este domingo son las elecciones y, durante esta campaña solo he escuchado palabras vacías sin contenido por parte de todos los candidatos: terrorismo, terrucos, comunismo, democracia, pueblo, miedo, odio. Tenemos un candidato que parece que no es consciente de que somos una República compuesta por ciudadanos(as) con derechos y obligaciones y, por otro lado, una candidata que pretende solucionar todos los problemas sociales y, en especial los de derechos humanos, con bonos económicos. Faltan dos días para elegir nuestros destinos y seguimos confundidos, con un futuro incierto.

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Democracia, Elecciones 2021, Terrorismo

En 1941 se publicó la primera edición de El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. La novela fue escrita durante su destierro en Chile y ganó el concurso de novela latinoamericana convocado por la editorial neoyorquina Farrar&Rinehart, algo que sin duda contribuyó a un significativo éxito de ventas y de lectoría.

Ciro Alegría, para entonces, ya era un escritor consagrado y venía precedido del éxito de sus dos primeras novelas: La serpiente de oro (1935) y Los perros hambrientos (1939) le proveyeron renombre y prestigio. El mundo es ancho y ajeno se leyó en clave regional y dentro de los cánones del indigenismo.

Sin embargo, creo que, por su carácter épico y visionario, la novela ha sabido trascender esas etiquetas, porque con el indigenismo o sin él, El mundo es ancho y ajeno es, ante todo, una novela de la fractura nacional, algo que nos acompaña históricamente, a través del fracaso de sucesivos proyectos nacionales.

En términos novelescos, es una cumbre del realismo social, un clásico capaz de desbordar su horizonte e interpelarnos hoy mismo, en medio de una polarización entre dos modelos de comunidad: el occidental, “moderno” y el andino (sumar el amazónico), visto como “arcaico”, ignorado y peor comprendido desde la orilla hegemónica.

La novela narra la historia de la comunidad de Rumi, representada por su alcalde, Rosendo Maqui, oponente de Álvaro Amenábar y Roldán, un hacendado codicioso que por ampliar las fronteras de su hacienda despoja paulatinamente a Rumi de sus tierras.

El conflicto enfrenta dos cosmovisiones. Por un lado, la comunidad tradicional, enfocada en labores agrarias, en sus creencias, en su arraigo por la tierra; por otro, la economía feudal, que contaba con el aval del centralismo capitalino y su sistema de justicia, espacio en el que se daban las batallas legales entre campesinos y hacendados.

Este conflicto propone un cambio de perspectiva en relación con las dos novelas anteriores de Alegría. Tanto en La serpiente de oro como en Los perros hambrientos e, tiempo depende en parte de los ciclos naturales; en El mundo es ancho y ajeno, en cambio, predomina la causalidad histórica.

Y si en la base del conflicto está la idea antonómica “barbarie” (campo, comunidad agraria) y “civilización” (núcleos urbanos, latifundismo), Alegría la invierte: la barbarie no está en el campo, sino en el egoísmo y la incapacidad de los sectores dominantes de comprender los valores reinantes en las comunidades campesinas.

La rebelión de Benito Castro, aunque fracase, es paradigmática: la destrucción de Rumi ocurre en un horizonte de relaciones conflictivas y reclamos que incluso hoy no ha logrado ser resuelto. El mundo es ancho y ajeno sigue siendo un vasto fresco social cuyos latidos podemos sentir claramente en la actualidad.

Termino estas líneas recordando al propio Ciro Alegría: “Mi posición frente al indio no es la del patrón ni del turista. Claro que me convendría formar parte de esa vistosa colección de artistas y escritores regalados que todo lo resuelven con ponchos y faldas de colores y alguna historieta mas o menos curiosa o truculenta. Tienen éxito y forman una nueva clase de explotadores del indio. Pero tanto por experiencia e ideas cuanto porque entiendo que en una novela del pueblo deben entrar os conflictos del pueblo mismo, mi oposición personal frente al indio es de adhesión y como escritor asumo sus problemas básicos” (Novela de mis novelas, PUCP, 2004, p.206).

 

Testimonio de dos lectores

Alfredo Pita

“Mis impresiones sobre El mundo es ancho y ajeno son un tanto precoces. Fue la primera gran novela peruana que leí, hacia mis diez años, y fue un libro que, de algún modo, selló mi infancia, dándome a la vez conciencia del mundo y de nuestra sociedad, al tiempo que me confirmaba como lector de historias. La escena inicial, el encuentro de Rosendo Maqui con la serpiente, sigue viva en mi memoria, por su gran eficacia y plasticidad. Más tarde tuve conciencia de otra cosa: Alegría contaba el mundo serrano del norte y me había dejado la sensación, ya en aquel tiempo inicial, de que sus historias de algún modo me pertenecían. Este expresar el mundo de los otros, de contar el mundo de todos, es un claro signo de universalidad, me digo. Eso explica su fama temprana y merecida”.

 

Selenco Vega

Publicada en 1941, El mundo es ancho y ajeno consigue una verdadera proeza literaria: por un lado, plasma una historia conmovedora en la que los comuneros de Rumi, con Rosendo Maqui a la cabeza, se enfrentan al poder y la arbitrariedad del hacendado Álvaro Amenábar y Roldán, quien finalmente los despoja de sus tierras. Por el otro, el estilo y la estructura de la novela la dotan de ese valor artístico que sin duda, constituye el sello común de las grandes obras clásicas.

 

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Ciro Alegría, Literatura, Novelas

En caso de ganar Castillo su gobierno estará signado por la zozobra política, lo que sumado a su pasmosa improvisación (no tiene idea de cómo funciona el Estado), asegura un periodo de inestabilidad y mediocridad gubernativa.

En el escenario de que Castillo llegue al poder y se modere, y decida gobernar con los cuadros técnicos de Juntos por el Perú, podría ampliar su capacidad de convocatoria a partidos como Alianza para el Progreso, Morados, Somos Perú, Acción Popular, pero perderá de sus 37 congresistas a 22 cerronistas que no aceptarán esa moderación. En el mejor de los casos, Castillo logrará 55 congresistas, evitaría que lo vaquen de arranque, pero se despediría de la Asamblea Constituyente y de toda reforma importante.

Lo más probable en ese escenario es que las huestes radicales desengañadas por ese giro castillista, se dediquen a desestabilizarlo desde las calles y bajo ese escenario de presión social -por la decepción popular producida por las enormes sobreexpectativas que existen alrededor de Castillo-, lo más probable que la frágil coalición congresal que lo ampararía termine por disolverse y se conduciría así en una situación de absoluta orfandad y precariedad.

En el otro escenario, el más probable, que mantenga en ristre su agenda radical, sólo sumaría 42 congresistas -menos que en el escenario moderado- sumando solo los 37 propios más los cinco de Juntos por el Perú. Si con esa debilidad política se decide a romper fuegos constitucionales yendo hacia una convocatoria de facto de un referéndum y que lleve a una Asamblea Constituyente, o si busca disolver el Congreso, estará inerme frente a la posibilidad de ser vacado en el cargo.

Y si mediante la presión popular, quizás aupada por medidas efectistas de corto plazo, logra atarantar al Congreso e intenta llevarnos a la deriva inconstitucional, es altamente probable que ocurra una interrupción militar del proceso, de sectores castrenses a quienes no podría cooptar en el intento de llevarnos a la margen chavista o nicaraguense.

Castillo no solo asegura un desastre económico. También nos garantiza un caos político, signado por un autoritarismo creciente y manotazos de ahogado para tratar de resolver una crisis que desborda sus posibilidades de solución.

A ese empeño sería suicida sumarse. Allá con su conciencia la izquierda más moderna y progresista que ha decidido soslayar mínimas aprehensiones políticas y éticas (el silencio sepulcral sobre las barbaridades misóginas y transfóbicas que ha expresado el candidato hace pocas horas, es de espanto) para sumarse a un proyecto que llevaría al país al desastre seguro.

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Elecciones 2021, Pedro Castillo, Perú
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