Opinión

Esta columna se escribe en tiempos difíciles para la humanidad, cada persona que está viviendo o sobreviviendo a la pandemia no podrá negar que el contexto que tenemos es absolutamente atípico, agotador, doloroso, desafiante y bastante incierto.  Es evidente, que, aunque el COVID-19 puede afectar a cualquier persona, no nos afecta a todos/as por igual.

La desigualdad preexistente en nuestro país ha mostrado su rostro más cruel, precarizando la vida de millones de personas, especialmente de las mujeres, niñas, niños y personas LGBTIQ+. Más adelante podremos tener acceso a estudios que revelen el real impacto que ha tenido y tendrá este contexto en la vida, salud mental y medios de subsistencia de poblaciones históricamente discriminadas y excluidas.

Por el momento, lo que tenemos claro es que las mujeres y niñas no sólo se enfrentan a la pandemia, la cual ha incrementado los trabajos de cuidado y angustias económicas, sino además a la violencia de género y a mayores barreras para el ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos; ampliándose las brechas de desigualdad.

En cuanto a la violencia de género, las cifras del Ministerio de la Mujer reportan que en el 2020 los Centros de Emergencia Mujer (CEM) atendieron 57, 166 casos menos en relación al 2019,  a pesar que las llamadas de urgencia a la Línea 100 reportaron un incremento en más del 50% comparadas con el año anterior, concentrándose este aumento en los meses de mayo, junio, julio, agosto y septiembre, los cuales coinciden con los momentos más dramáticos de la pandemia durante la primera ola.

Estos datos nos confirman que es un error cerrar o reducir la capacidad del Estado para atender la problemática, en un contexto en donde la violencia tiende a profundizarse.

En ese sentido, es un acierto que, en el actual contexto de emergencia y periodo de confinamiento, los servicios para la atención de la violencia hacia las mujeres y los integrantes del grupo familiar a cargo del MIMP hayan sido declarados esenciales.

Aunque fundamental esta medida no es suficiente, pues tiene que ir acompañada de una fuerte estrategia informativa que oriente a las mujeres sobre las rutas que deben tomar en la actual coyuntura, así como garantizar la atención de calidad de los/as operadores/as de servicios y el desarrollo de una estrategia paralela con la Policía Nacional del Perú. Recordemos que el 77.6% de mujeres que busca ayuda asiste a una Comisaría.

Otra de las estrategias que se tienen que apuntalar, es vincular la lucha contra la violencia de género con políticas para garantizar la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres. Para ello, es necesario que el MIMP trabaje de forma más coordinada con el MINSA en el contexto de pandemia, garantizando – por ejemplo- que los kits de emergencia (que incluyen la AOE) se entreguen a todas las víctimas de violencia sexual y que estas o sus tutoras/es sean informadas/os sobre lo que es el aborto terapéutico y las posibilidades de solicitar una evaluación por causal salud en los casos de embarazo producto de violación, especialmente de niñas y adolescentes.

Según datos del MINSA, durante el 2020 se entregaron a nivel nacional sólo 1325 kits de emergencia, mientras que el Programa Aurora reporta que fueron atendidos 16 618 casos de violencia sexual por los CEM y Equipos Itinerantes de Urgencia; ello nos grafica un panorama desolador. Así mismo, 1175 niñas menores de 14 años tuvieron partos, es decir fueron obligadas a continuar con embarazos producto de una violación.

La violencia contra las mujeres es esa otra pandemia que no ha sido superada y que corre el riesgo de ser minimizada sino se toman acciones concretas a corto, mediano y largo plazo para garantizar políticas integrales de prevención y atención.

El nuevo periodo de confinamiento, una creciente segunda ola y el riesgo de una tercera tal vez tan cruel como la que vivimos actualmente nos grafican un escenario incierto y doloroso, el Estado debe programarse para sobrevivir a esta tragedia en los próximos años, es claro que esta situación no acabará en los próximos 15 días, las medidas que se tomen deberán pensarse con enfoque de género y priorizando el derecho de las mujeres y niñas a vivir libre de violencia y discriminación. Gran reto.

 

 

 

Como se sabe, en el Perú del bicentenario y la pandemia discutimos sobre tener o no una nueva constitución. Cabría meditar sobre lo constituyente, que tiene que ver con los momentos fundacionales y reconstitutivos de las sociedades políticas, y con los estatutos que formalizan dichos inicios.

Suele pensarse que una constitución tiene poca relevancia en las decisiones que toman los hombres de Estado, pues siempre presenta contradicciones y vacíos sujetos a interpretación, lo que con mayorías parlamentarias se transforma en leyes que quiebran – sin decirlo – los propios principios constitucionales. Además, se argumenta, la maquinaria de gobierno está lejos de tener la capacidad administrativa y coercitiva suficientes para hacer cumplir prolijamente el contenido constitucional, por lo que éste termina siendo un articulado poco significativo en la práctica.

Sin embargo, este punto de vista sólo mira una parte del asunto, la que corresponde a la operatividad que plantea un documento constitucional, donde sólo un despistado esperaría que no haya importantes insuficiencias, pues se trata de un breve texto regulatorio que pretende constituir a un país entero. Queda toda una dimensión ideológica en juego, que es la que avala la racionalidad cotidiana y científica de una sociedad, y el tramado de sus valores políticos y económicos. Una constitución es un horizonte de sentido, no en vano plantea un conjunto de derechos y deberes universales, una estructura de gobierno y una perspectiva de desarrollo material. Sus preceptos están en la cabeza de la gente, y su espíritu se materializa de maneras muy tangibles en el largo plazo económico.

Obviamente, las constituciones tienen un tiempo finito, que es el que dura su legitimidad. Es conservador renegar porque el siempre insatisfecho subdesarrollo produce muchos de estos textos fundacionales. Mientras haya grandes asimetrías históricas, habrá potencial de momento constituyente, que es el proceso en el que un nuevo consenso primordial, de amplia mayoría, se va haciendo visible en el fuero público y busca plasmarse en un documento de iniciación política.

No son aguas mansas los momentos constituyentes, tampoco su arribo. Son más bien convulsivos, pues toda constitución favorece a un grupo social, casi siempre minoritario en el Perú. Y ese sector se resiste al cambio, de maneras legales y criminales, dado que están en juego sus riquezas y destinos de clase. Toda constitución busca negar o disminuir la existencia del orden político derrotado. Ciertamente, y no por voluntad de sus grandes poderes, la sociedad contemporánea es más propensa a los momentos constituyentes, pues hoy la información circula bastante más rápido y en mucha mayor cantidad, y esa riqueza es abono para la aparición de discursos críticos sistémicos. Al mismo tiempo, el mundo que corre vuelve más exigente la gestión política del proceso fundante: hoy es inimaginable viabilizar una nueva  constitución si no pasa por los cabildos ciudadanos para su discusión y elaboración. La transparencia de la sociedad digital así lo exige.

¿Estamos en un momento constituyente en el Perú? Aún no, pues hay una indispensable condición de grandes mayorías que debe satisfacerse. Pero estamos muy cerca, porque hay innegables motivos constituyentes en la escena mundial y nacional, cada vez más voluminosos e impostergables. Un primer nuevo asunto fundamental son las demandas ambientales: la viabilidad  planetaria peligra y es consenso internacional que se necesitan cambios de profundidad civilizatoria. Y entonces la lógica económica del liberalismo capitalista ortodoxo se muestra doblemente nociva: ya no es sólo la concentración y abuso crecientes de unos pocos millonarios frente a mayorías cada vez más precarias y desprotegidas – lo que es inaceptable y políticamente inmanejable – sino que ahora la especie y su hábitat están en acumulativo riesgo.  Frente a ello, el Perú está cada vez más lejos del desarrollo capitalista, pero cuenta con una geografía privilegiada  en biodiversidad y ecosistemas, que en la crisis energética y ambiental que se avecina (pronto no habrá agua), será sinónimo de sostenibilidad económica y ventaja geopolítica ante el mundo.  ¿No es razonable que estos territorios se protejan constitucionalmente del deterioro y la extinción?

El internacionalismo ecocida y autodestructivo que promueve la constitución del 93, tan básico como la ortodoxia económica que lo origina, es opuesto a lo que necesitamos para el mundo entrante, donde debemos actuar mucho más soberana y colectivamente, para buscar nuestro propio camino hacia la sostenibilidad, el equilibrio ecológico y la universalización de una vida materialmente digna. Para que eventos lamentables como la pandemia nos encuentren con servicios de salud y fortalezas inmunológicas suficientes, y no nos lleven a catástrofes económicas y humanas que bien podrían evitarse si miráramos la realidad política con otros prismas.

Las tendencias al autogobierno también son un nuevo asunto fundamental. Es muy difícil estar en contra de la voluntad popular en el mundo de las redes digitales, y por ello, la razón de Estado se ha vuelto más participativa y modesta: entiende que la estabilidad política depende de cuánto se logra incluir, consultar y escuchar, de usar las fuerzas sociales para robustecerse. Las reformas institucionales que más preocupan a los especialistas peruanos, que son las vinculadas a la calidad de la representación política y a la estabilidad de las relaciones ejecutivo-legislativo, sólo serán viables si introducimos esta nueva forma de ejercicio gubernamental en nuestra ingeniería constitucional. Es claro que se propone una maquinaria inevitablemente más lenta en el intento de dar explicaciones públicas con frecuencia, pero más segura y factible de dirección, y más útil para el largo plazo, que es el único norte real que nos queda.

Lo anterior trae a cuento el insoslayable asunto de la pluriculturalidad, que el mundo entero va recibiendo, incluyendo a nuestros vanguardistas hermanos de Ecuador y Bolivia. Nosotros, mientras tanto, tenemos una constitución todavía tributaria de un tipo de occidentalismo que se considera superior, y que hoy muestra sus debilidades e limitaciones sistémicas. La gran ciencia occidental está en crisis hace buen rato, y por lo tanto su institucionalidad y contenidos de educación y salud (que se intersecan con el género y la sexualidad). Crecen las epistemologías y medicinas alternativas en la sociedad global más avanzada, y en el Perú seguimos ninguneando – y negando la existencia política – a toda una cosmovisión que contiene grandes saberes medicinales, alimenticios, ambientales y espirituales, todavía vivos en nuestras comunidades rurales. Según el último censo, la cuarta parte de los peruanos se reconoce como indígena originario de la sierra o selva. El Perú rural ocupa más de la mitad de nuestro suelo, y los territorios indígenas cerca del 38%.

Las narrativas del capitalismo global, que hablan de democracia liberal y mercado, ya no movilizan ni despiertan esperanza, y más bien van evidenciando que sólo el segundo de estos dos elementos es pleno, porque el primero se pulveriza en la concentración creciente natural al sistema. Y como se sabe, el desarrollo y la continuidad de una nación necesitan de mitos cohesivos. Con los actuales en franca retirada, la oportunidad de potentes refundaciones políticas está a la mano, siempre que haya grandes mayorías concientes de la necesidad de cambio, o élites capaces de convencerlas de que es más barato detenerse que seguir. En nuestro caso, de liderazgos que sepan explicar con claridad la necesidad de salir – sin duda con mucho esfuerzo y paciencia – de un orden económico que nos somete al primer mundo y sus desprolijidades económicas, y cuya precariedad creciente e inestabilidad de gobierno impiden una real democracia. Debe divulgarse que el futuro nos será más propicio si nos plegamos a las fuerzas ambientalistas globales, y al mismo tiempo nos reconectamos con la cosmovisión pre-hispánica.

Es un camino con batallas pendientes el de la reconstitución del Perú bicentenario, dentro de las innegables señales de que el mundo está dejando atrás al capitalismo liberal ortodoxo, y de que la gente finalmente está despertando. Nuestra bifurcación de posibilidades más cercana son las próximas elecciones presidenciales. Si gana un candidato de izquierda (o afines), tiene la muy desafiante tarea de abrir el debate y guiar al país hasta consolidar la gran mayoría constituyente en camino, y de poner en marcha un gobierno que busque – con la prudencia del que está en minoría – universalizar niveles básicos de calidad de vida a partir del consumo razonable, el respeto al medio ambiente, el esfuerzo ciudadano y el nacionalismo inteligente.

Y si por el contrario, se lleva la victoria cualquiera de los candidatos restantes – que apoya el modelo económico y por tanto la constitución que lo expresa – habrá renuncias presidenciales, desborde social, desgobierno y severo deterioro económico. Y en algún momento de esa inevitable caída, que podría tener picos extraños y hasta parecer lenta, se consolidará una clara mayoría fundante y se escribirá la primera constitución progresista del siglo XXI peruano. No hay retorno posible, porque el orden saliente ha agotado todas sus respuestas.

La única manera de zanjar el debate que se ha generado alrededor de las AFP, a propósito de un proyecto de ley de la congresista Carmen Omonte, pasa por recuperar la libertad de los afiliados de disponer de sus fondos en el momento que lo deseen, y aún antes, de decidir si quieren o no ahorrar para recibir una pensión futura.

Lo hemos sostenido desde hace muchos años. El sistema, tal cual está diseñado, supone un trasvase millonario de rentabilidades de la clase media a favor de los cuatro o cinco grupos empresariales que controlan las AFP.

Mucho mayor rentabilidad futura (para los tiempos de jubilación), logra un ciudadano invirtiendo en salud, educación o bienes inmuebles, que dejando una parte importante de su remuneración en una AFP, que si bien le otorga una buena rentabilidad en ningún caso será superior a la que le brindará su propia cartera de inversiones en las materias señaladas (por ejemplo, en una mejor educación para sus hijos).

Para evitar un daño social significativo, el Estado deberá brindar una pensión de sobrevivencia a las personas que luego de jubilarse no tengan capacidad alguna de subsistencia -como funciona hoy Pensión 65-, pero el resto -la inmensa mayoría- debe tener la libertad de decidir si le quitan de la ONP o de la AFP una parte de su sueldo para asegurarle una pensión.

Hecho ello, dispuesta esa libertad, se verá cómo inmediatamente las AFP, de la noche a la mañana, sin ninguna coacción regulatoria de por medio, aseguran menores comisiones, mayor rentabilidad y, por ende, mejores pensiones. Cuando no tengan un mercado cautivo, que no requiere esfuerzo alguno en conquistar y mantener, encontrarán la manera de hacer atractivo un producto que hoy en día solo causa irritación en la ciudadanía (por eso, el 95% de los afiliados ha retirado el total de sus fondos cuando ha podido hacerlo).

De paso, a ver si tanto entusiasta libertario por interponer recursos legales contra la cuarentena light que nos han impuesto o marchar contra ella, también se anima a hacer lo propio en contra de un sistema que coacta groseramente nuestra libertad de elegir cómo aseguramos el bienestar para nuestra futura ancianidad.

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AFP

El desplome de Julio Guzmán es lo más significativo de la última encuesta del IEP. Políticamente lo más llamativo es el ascenso previsible de Yonhy Lescano, pero estadísticamente hablando la caída del líder morado es la que más relevancia denota.

Guzmán cae de 9.1 a 4.6, casi exactamente a la mitad de la intención de voto que tenía en diciembre. ¿Qué ha pasado en el camino que explique este revés? Un factor importante, sin duda, es el efecto dominó del gobierno de Sagasti. Las encuestas golpean brutalmente la aprobación del Presidente. Cae de 58% de aprobación a 21%, casi a la tercera parte en apenas un mes (en Ipsos había caído de 44 a 34%, entre diciembre y enero).

De hecho, hay un arrastre indirecto, revelando que en términos de estrategia electoral parece haber sido un error de los morados asumir la jefatura del gobierno, en una circunstancia tan complicada como la actual y teniendo como antecedente a un mandatario del estilo de Vizcarra, mediocre y taimado, que basó su alta popularidad simplemente en mentir respecto de la estrategia sanitaria frente a la pandemia (los pasivos del desastre los ha tenido que asumir Sagasti).

A ello se suma un liderazgo timorato de Guzmán. Mucho tiempo se le reclamó su ausencia en los debates surgidos los últimos cinco años. Creía seguramente que así no arriesgaba su capital político. Se equivocó Guzmán si creyó que la ciudadanía le iba a perdonar su silencio sepulcral durante el lustro. Lo que era un candidato potable, sacado de la contienda malamente el 2016, terminó convertido en un holograma. Resultado de ello, de lo único que parece haber memoria pasada respecto de Guzmán es de su indecoroso incidente.

Mejor candidata hubiera sido Carolina Lizárraga. De lejos. Las correrías de Guzmán no han sido interpretadas como un incidente amoroso (ello, inclusive, hasta votos le pudo haber dado), sino una prueba negativa de carácter. Debió leer el daño que le hacía a su propia agrupación luego del traspiés de la última elección congresal, donde apenas colocó un puñado de parlamentarios. Por lo que se ve, el castigo parece ya definitivo.

No es el suyo, síntoma de que la polarización política ha empezado a devorarse al centro. Es solo consecuencia de una mala performance personal y una pésima estrategia política y comunicacional

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Julio Guzmán

Mujer rota es el título de la reciente novela de Irma del Águila (Lima, 1966). El título, además de evocar uno de los libros más célebres de Simone de Beauvoir, La mujer rota, que en tres piezas narrativas impecables desmenuza los pormenores del desequilibrio escandaloso que pesa sobre sus tres protagonistas, mujeres aplastadas por el infortunio sentimental y, sobre todo, por la desigualdad.

La novela de Irma del Águila no es de ningún modo derivativa, pero de alguna forma se suma al coro. Relata la historia de una mujer perteneciente a la nobleza, Sofía Carlota de Baviera, en el contexto del nacimiento de la siquiatría moderna. La narración se coloca en un horizonte crítico: esa siquiatría incipiente pone sus herramientas al servicio de la prolongación del orden patriarcal.

Sofía Carlota ha contraído matrimonio con Fernando de Alençon, uniendo de este modo a la nobleza de Baviera (ella pertenece a la casa de Wittelsbach) con la casa de Orleans. Profundamente infeliz en su matrimonio, Sofía Carlota busca alivio en los brazos de un amante. Sorprendida en el delito de infidelidad (permitido, eso sí, entre varones), la familia de Fernando de Alençon se apura en esconder el pecado y en fabricar un caso siquiátrico, excusa perfecta para internar a la infeliz Sofía en un sanatorio.

Es entonces cuando aparece uno de los tres ejes que sostienen el relato: los inicios de la siquiatría moderna entran en acción, convirtiendo el cuerpo de Sofía en objeto de control y vigilancia, sometiéndola a tratamientos que hoy se considerarían de valor dudoso. El objetivo es dominar la libido de la paciente y refrenar sus ansias de libertad (no le puedo negar a Sofía un cierto aire Bovaresco), reprimidas siempre por una sociedad y una práctica médica de entraña patriarcal.

El segundo eje del relato es el concerniente al retrato de época, no exento de épica: parte de esta historia transcurre durante los sucesos de la Comuna de París, en 1870, cuando obreros, mujeres y miles de ciudadanos, en un auténtico movimiento republicano, alzaron la voz contra el sitio a que los prusianos sometieron a la capital francesa.

El tercer eje tiene que ver con la presencia, en la novela, de varios apartados en los que el narrador se dedica a relatar puntillosamente las cuestiones referidas a los males siquiátricos de Sofía Carlota, desde la neurosis hasta la histeria, pasando por el ya clásico cuadro de melancolía. No pude evitar recordar aquí, aunque se trata de una clave radicalmente distinta, las notas a pie de página que van acompasando los sucesos de El beso de la mujer araña (1985), de Manuel Puig. En suma, se trata de una novela cautivante, que a pesar de su ubicación histórica no deja de tener nexos con la actualidad y que demuestra, una vez más, el buen momento por el que pasa la literatura escrita por mujeres en nuestro país.

Mujer Rota. Lima: FCE, 2020.

Por lo mismo de siempre. Por informales, inmediatistas e incapaces de reconocer nuestras propias limitaciones. Porque casi desde sus inicios, nuestra escena pop-rockera, escuálida y siempre en modo amateur, se ha computado -especialmente en Lima- el centro del universo. Esa falta de humildad es la principal razón de que no tengamos una escena capaz de merecer reconocimientos internacionales suficientes para ser considerada en esta serie documental que, sin ser la gran cosa, se fija precisamente en algunas de las manifestaciones más exitosas y trascendentes del rock en español.

A esa vocación por el autobombo debemos sumar la ausencia de políticas públicas y privadas masivas de educación musical desde la infancia. En este punto no pienso, por supuesto, en los jóvenes privilegiados que, en los cincuenta o ahora, tuvieron posibilidades de acceder a clases particulares de algún instrumento, nutrirse de la melomanía de sus padres o hermanos mayores o de, simplemente, aprender solos por interés casi natural, instintivo, sino en la nula importancia que se le ha dado en colegios, universidades y medios de comunicación a la formación y apreciación musical, dejando (casi) todo en manos de Dios y los casos aislados.

Con la excepción de Pedro Solano y Ricardo Brenneisen, integrantes de dos de las bandas peruanas más activas y respetadas de los años noventa -Cementerio Club y Dolores Delirio-, solo hemos escuchado quejas, en distintos registros, de parte de diversos personajes de la comunidad rockera local, respecto de la ausencia peruana en esta producción de Netflix, deficiente e incompleta si la examinamos con ojos de experto, pero efectiva en aspectos nostálgicos para el oyente promedio de música popular en nuestro idioma. Los lamentos tienen, en consonancia con la autoindulgencia de la que hablo, ese insoportable tonito engreído que hace recordar al eterno «al cabo que ni quería» que soltaban los entrañables personajes de El Chavo del Ocho, cada vez que no se cumplían sus caprichos.

Salvo muy contadas excepciones, la escena pop-rock del Perú, desde sus albores en las matinales nuevaoleras de los sesenta y setenta hasta las más recientes y aburridisímas bandas tipo We The Lion o Alejandro & María Laura, prácticamente todas adolecen de esa antipática tendencia a sentirse geniales a la primera, la misma tara que sufren nuestra televisión, teatro y cine comerciales. Miren sino los realities de la señal abierta, la programación de Plus TV (Resiste Teatro, Jamás perfectas) o las películas de Tondero. Todos son lo máximo haciendo el mínimo esfuerzo –y, a veces, ni eso- pues tienen asegurada la adulación de una prensa no especializada y una masa, a ambos extremos del espectro socioeconómico, que regala sus admiraciones a cualquiera que se haya hecho famoso por sobreexposición, contactos o argollas. O todo junto.

quiero decir con esto que, a contrapelo del predicamento del recordado Gerardo Manuel (1946-2020), no todos los peruanos son buenos. Estamos hablando de más de seis décadas de producciones musicales que han tenido, en paralelo al desarrollo del rock en otras latitudes, muchos momentos rescatables y otros, los menos, realmente buenos. Pero, sin entrar a recuentos tediosos y arbitrarios, ni siquiera esos puntos altos alcanzan la calidad necesaria para hacerse notar en contextos más amplios y globales. Alguien me podrá mencionar, seguramente, el prestigio que han logrado, en países europeos, grupos peruanos como Silvania (shoegaze/ambient), Flor de Loto (prog-rock) o Mortem (death metal). Pero esos casos son, precisamente, excepciones a la regla.

Un aspecto interesante es que este fenómeno no se produce por igual en las escenas de folklore local (música criolla, negra, andina), donde sí podemos encontrar excelencia interpretativa y autenticidad; mientras que en otros géneros como la música latina (salsa, bolero), el jazz y la música clásica, se replica la problemática del pop-rock, con los mismos matices y casos excepcionales, tema que merece un desarrollo aparte.

Por otro lado, debido el serio problema de amiguismo que sufrimos desde hace años, son las propuestas más interesantes las que terminan relegadas para dar espacio a aquellas con buenas relaciones en los medios y canales de distribución masiva. Ni hablar de exponentes de música experimental o géneros extremos (como los mencionados Silvania y Mortem) que, simple y llanamente, no existen para los medios convencionales, salvo que se trate de una mención superficial para dar la impresión de ser «inclusivos» a la hora de hablar de pop-rock y sus innumerables vertientes Made-In-Perú.

Si bien es cierto el nuevo entramado digital permite que cada músico invente su propio espacio y llegue a sus atomizados públicos (pienso en plataformas como BandCamp o MediaFire, por ejemplo); eso, lejos de promover la creatividad y la excelencia interpretativa, promueve más la improvisación y el relajo, dentro de una lógica según la cual todos podemos hacer un disco y lanzarlo al ciberespacio. En ese aquelarre de opciones, los que trabajan diligentemente se entremezclan con los destalentados, haciendo más difícil rescatar valores y separar pajas de trigos. A la precariedad y amateurismo transversales a todo el espectro pop-rock local, llegan las argollas para empeorar todo, generando injusticias que hacen célebres a quienes no ofrecen nada valioso e invisibilizan a otros, de mejor perfil.

A todo esto. En Rompan todo sí se habla del Perú. Aparecen, en este orden: José Luis Pereira (Los Shain’s, El Polen), César «Papi» Castrillón (Los Saicos) y Octavio «Tavo» Castillo (Frágil, Actitud Modulada). Brevemente, como contextualizando, nada más, aquella época auroral en la que todo comenzaba al mismo tiempo. De hecho, es una metáfora de la realidad: en una carrera de 100 metros, los ocho velocistas parten al mismo tiempo, pero solo tres llegan al podio. Si seguimos la lógica de ese ejemplo, y según los parámetros impuestos por Rompan todo, nuestro país quedó entre los últimos. Es así de sencillo. Y de cierto.

El gran documental sobre rock en español aún está por hacerse (claramente, Rompan todo no lo es). Y para incluir lo que pasó en Perú, ese utópico gran documental tendría que abarcar tanto lo bueno como lo malo del rock latino, tanto lo que evolucionó y mejoró como lo que se quedó en el partidor y jamás levantó cabeza. Pero no se equivoquen: la ausencia peruana en Rompan todo no es un error de los productores ni es culpa de Gustavo Santaolalla. No es un sectarismo «de pibes y de chavos» como mal planteó, hace algunas semanas, un periodista de El Comercio. Corresponde plenamente con la intención de la serie documental, que se presenta engañosamente como «la historia del rock en América Latina» (ver más aquí), cuando solo habla de aquellos a quienes les fue mejor, ya sea por sus merecimientos artísticos, por su impacto en ventas o por ambas cosas, cuando ambas cosas iban unidas una a la otra. Más allá de las deficiencias del documental de Netflix, nos toca reconocer, con hidalguía, que no estamos en esas ligas.

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#Rock, Cultura

No se entiende qué hace el gobierno enviando tanques de guerra a la frontera para impedir el tránsito. ¿Le va a lanzar munición pesada a los venezolanos que trasponen nuestra frontera? ¿Va a matar a los inmigrantes? ¿Los disparos ocurridos estos días se van a repetir a diario?

Es absurdo el tic xenofóbico que parece albergar el gobierno o, lo que sería peor, que obedezca al afán de contentar el ánimo creciente de un sector de la población en contra de los venezolanos, acusándolos, primero, de ser los causantes de la explosión delictiva que sufre el país, luego del desempleo y ahora, finalmente, de ser foco de contagio del covid19.

Lo real es que nada de eso es cierto. La inmensa mayoría del millón y pico de venezolanos que vive en nuestro país ha venido a trabajar honradamente y la proporción de delincuentes es la misma o menor que la que hay entre la población nativa.

Hasta antes de la pandemia los niveles de empleo urbano en el país seguían siendo los mismos. Nuestra economía, sobre todo la informal, había logrado absorber la mano de obra venezolana sin empujar al desempleo a la población económicamente activa nacional.

Finalmente, alucinar que las nuevas variantes anidan especialmente entre la población venezolana es un disparate mayúsculo. Esta población debe estar sufriendo exactamente los mismos rigores sanitarios o aún peores -por su situación legal no asegurada-, pero no tienen alguna particular intensidad del virus, superior a la peruana. El virus no llega por la frontera norte.

Y, por supuesto, el gobierno se volvió a olvidar de la población venezolana en la entrega de los bonos de asistencia. La base de datos de cuatro millones y medio de personas que van a recibir los 600 soles de ayuda no incluye a ningún venezolano. ¿Qué se espera? ¿Qué mueran de inanición? Linda con lo punible la indolencia asistencial con la que el Estado peruano está tratando a este millón de compatriotas latinoamericanos.

Va a arreciar el discurso xenofóbico en esta campaña. Es lamentable, pero tiene una lógica política detrás. Lo que resulta incomprensible es que el gobierno se sume a esa narrativa alimentando sentimientos nacionalistas irracionales y primitivos.

Durante los cuatro años que los Estados Unidos padecieron a Donald Trump como su presidente (vergüenza de la cual se liberaron la semana pasada), varios fanáticos de Frank Zappa alrededor del mundo se preguntaron qué habría dicho/hecho el sarcástico compositor y guitarrista, para hacer notar su desagrado por la llegada de este lunático e ignorante empresario al trono del país más poderoso del mundo.

Y la respuesta para este ejercicio de ucronía –Zappa falleció hace casi 30 años- es una canción demoledoramente ácida titulada Dickie’s such an asshole (Dickie es un tremendo idiota) que el músico dedicó nada menos que al presidente Richard Nixon -el “Dickie” del título-, durante su gira 1973-1974, en medio de la tormenta desatada por el escándalo de Watergate, que terminó con la renuncia del republicano, a la mitad de su segundo período gubernamental.

Zappa, cuyas agudas críticas al sistema norteamericano -político, educativo, social y cultural- no dejaban, literalmente, títere con cabeza, dirigió este blues sofisticado y arrabalero al malogrado mandatario, en el momento en que más quemaban las papas. Casi como una crónica periodística mordaz y malcriada, FZ le dice sus verdades a Nixon y sus más cercanos colaboradores, entre ellos Charles “Bebe” Rebozo. Para que se hagan una idea, Rebozo fue a Nixon lo que Luis Nava a Alan García: su amigo, su asesor, su testaferro.

A pesar de haber sido uno de los temas permanentes de esa gira de The Mothers Of Invention, Dickie’s such anasshole no fue incluida en el extraordinario LP que resumió aquellos conciertos, Roxy & elsewhere (1974), uno de los títulos fundamentales de su amplísimo catálogo, cargado de referencias a la situación política norteamericana.

En Son of Orange County, otra de las canciones del álbum grabado en el Roxie, uno de los teatros emblemáticos del Sunset Strip californiano, Zappa usa la famosa frase “I am not a crook” que Nixon soltó durante una conferencia de prensa televisada, tras las históricas revelaciones de Bob Woodward y Carl Bernstein, los periodistas de The Washington Post que sacaron a la luz el escándalo de espionaje y traiciones que remeció al país del Tío Sam en los años setenta. Las versiones originales de Dickie’s… se lanzaron en los álbumes póstumos You can’t do that onstage anymore Vol. 3 (1994), The Roxy Movie (2014) y The Roxy Performances (2018), un boxset de 7 CD con los cuatro conciertos completos que Zappa y su extraordinaria banda ofrecieron los días 9 y 10 de diciembre de 1973.

Pero Dickie’s such an asshole recién vio la luz, quince años después, en otro disco en vivo, Broadway the hardway (1988), esta vez dirigida al presidente de turno, Ronald Reagan. En esta versión combina la letra original, acerca de Nixon y Watergate, con irónicas menciones a la inhumana medida implantada por la administración Reagan para subalimentar a presos peligrosos con raciones de pésima calidad -incluso en su momento se llegó a decir que contenían pequeñas cantidades de “tranquilizantes”- conocidas como “confinement loaf” (comida de encierro). No es difícil imaginar una versión actualizada de Dickie’s such an asshole con Donald Trump (¿Donnie?) como protagonista de esta canción cuya última estrofa es: “The man in the White House… oooh! He’s got a conscience black as sin! There’s just one thing I wanna know: How’d that asshole ever manage to get in?” (El tipo en la Casa Blanca… uhhh, ese tiene la conciencia negra como el pecado. Solo quiero saber una cosa: ¿Cómo se las arregló este idiota para entrar?)

Frank Zappa (1940-1993) siempre dio en el blanco cuando se trataba de decir incómodas verdades al establishment. Desde sus duras críticas a la cultura hippie de fines de los sesenta hasta su participación en las sesiones del Congreso, en 1985, oponiéndose a la censura que la PMRC, grupo liderado por la esposa de Al Gore, Tipper Gore, impuso a las letras de diversos músicos de pop-rock y heavy metal; sus lúcidas y afiladas argumentaciones molestaban tanto a demócratas como a republicanos.

Por ello y, a pesar de su importancia artística, Zappa fue borrado del imaginario colectivo tras su muerte, un hecho que viene siendo corregido por recientes documentales como Eat that question (Thorsten Schütte, 2016) y Zappa (Alex Winter, 2020), que permiten, tanto a los conocedores de su trayectoria como a quienes desean enterarse de quién fue y qué hizo para ser tan temido por los medios y los gobiernos de EE.UU., conocer a fondo a este irreverente músico y pensador norteamericano.

Pero, en lugar de imaginar qué habría dicho Zappa sobre Donald Trump, revisemos qué opinaba acerca de este odioso personaje. En una entrevista de 1989 concedida a la revista High Times, el periodista y crítico de rock Elin Wilder le comenta al compositor una encuesta según la cual el mayor anhelo de los jóvenes norteamericanos al salir del High School (es decir, la Secundaria) era “hacer dinero” y que veían a Donald Trump como “su héroe”. A esto, Zappa comentó: “… ese dato es una muestra de lo que es la vida en Norteamérica. Es un buen indicador del fracaso de la educación estadounidense. Si Donald Trump es el ídolo de los adolescentes americanos y esos adolescentes no pueden leer, escribir, ni siquiera sumar ni restar ¿Qué podemos esperar de eso?” La respuesta la vivió y sufrió Estados Unidos entre 2017 y 2021.

En la entrevista que realizó Enrique Planas a Jesús Solari, el actual vocero del Instituto de Radio y Televisión del Perú, IRTP, y Gerente de Televisión de TV Perú sobre la cancelación del programa Presencia Cultural, el más antiguo de nuestra televisión, único en su contenido sobre la producción artística y cultural del país y afincado cómodamente en el imaginario realmente nacional, en tanto los lugares del país solo llega la Televisión estatal.

En ella, Solari justificó la decisión afirmando que, como se busca vincular el canal con todas las generaciones actualmente, se requiere de “un ritmo comunicacional que conecte con todos los públicos”. Luego aclaró que la cultura debe ahora ir “indexada con el entretenimiento” porque sino las personas se desconectarían del objetivo de difundirla. Esta suerte de alineación al índice de la diversión que al parecer de Solari demandan todas las generaciones peruanas con el ritmo del entretenimiento, permite no solo existir, sino, lo más importante para un gerente de televisión: permite ser vistos.

Y creo que tiene razón. La cultura que transmitía Presencia Cultural es una que complejiza y profundiza las representaciones plásticas, musicales, literarias de la sociedad peruana, mientras que la producción mediática de entretenimiento requiere, como hace años lo señaló Joan Ferrés (1), el recurso del estereotipo, tan utilizado en la industria televisiva, para simplificar y, muy importante, tipificar la realidad. La complejidad y la reducción cuando cuadran, lo hacen con discursos irónicos, de lo contrario, se oponen la una a la otra casi como extremos de un espectro que va de la luz a la oscuridad: el arte cuestiona y el estereotipo refuerza. El estereotipo está institucionalizado y reaparece una y otra vez, reduciendo, por dar un ejemplo, a la campesina peruana en la Chola Jacinta. Eso implica que su permanencia se debe a que el estereotipo es compartido por colectivos sociales como principio organizador de la realidad, pero desde una perspectiva conservadora y dominante que tiende a perpetuar, a petrificar, tal y como funciona con el personaje de Benavides, el racismo.

Desde este ritmo, me pregunto si la necesidad mediática de los candidatos al Congreso de la República y a la presidencia de nuestro país no los está ya reduciendo mediante la propaganda y las entrevistas televisivas a estereotipos creados desde un principio organizador conservador, pero entretenido: el bruto empresario educativo, el futbolista de humilde ignorancia, la sospechosa heredera destronada, la comunista terruca, el intelectual senil, el fascista religioso.

¿Cómo liberarnos de esta reducción y poder tener una mirada compleja sobre las propuestas de las candidatas y candidatos? Dolorosamente, la pandemia en la que nos encontramos ha dejado en claro cuál es la agenda: salud, educación, reactivación económica, trabajo, turismo, producción cultural, minería, recaudación de impuestos… Pero nada de eso funcionará y lo sabemos bien, si la verdadera intención es la de volver a saquear el país, cuidar que el poder económico, legal, informal o ilegal, no tambalee, y mantener el “para mis amigos todo, para mis enemigos, la ley”. Que el estereotipo no nos oculte los grupos de poder regionales y nacionales que no quieren que el orden corrupto desaparezca tras doscientos años de lo mismo. Para más información, tenemos novelas, películas, obras de teatro, historietas, retablos, fotografías, performances, piezas valiosísimas de arte que no han cesado, ni dejarán de advertirnos que, cómo siempre habrá un grupo de poder que se querrá aprovechar.

Televisión y Educación (Paidós, 1994)

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