Opinión

No puede soslayarse la catástrofe de la pandemia -que ocasionó 220 mil muertos en el país- en los resultados electorales del 2021. Tampoco en los superlativamente bajos niveles de aprobación del régimen de Dina Boluarte. Y, probablemente, tampoco, en los que registrará al cabo de poco tiempo el gobierno entrante el 2026.

Sufrir un problema grave de salud y descubrir que el Estado no existe para ayudar casi en absoluto es devastador para la sensación de pertenencia comunitaria que toda nación requiere como amalgama de convivencia aceptable.

A los muertos habría que agregarles los millones de afectados, que no murieron, pero que, víctimas del virus, sintieron también la ausencia total del Estado como mecanismo de auxilio, y se entenderá el voto furioso antisistema del 2021, como se deberá entender también el que surgirá sin duda el 2026, porque en materia de salud pública nada ha cambiado para bien en los últimos años.

Y nadie de la clase política se preocupa por el tema. Es absolutamente secundario, soslayando que al día por lo menos 350 mil peruanos acuden a un centro de salud pública a atenderse de alguna dolencia y reciben el trato indigno que tanto EsSalud como el Minsa le brindan a sus pacientes. El sistema de salud pública peruano es una fábrica diaria de ciudadanos antiestablishment y los efectos traumáticos del Covid se prolongan en el tiempo por esa razón.

No ha habido inversión pública en unidades de cuidados intensivos, en provisión de oxígeno, en dotación de medicamentos, mucho menos se ha cortado el nudo gordiano de la corrupción que campea en el sector. Si volviera a acontecer una pandemia, los resultados catastróficos seguramente se repetirían, como si nada hubiéramos aprendido de lo sucedido.

Responsabilidad histórica del desenlace lecorresponde a los gobiernos de la transición post Fujimori que no aprovecharon la bonanza fiscal para invertir en una reforma de la salud pública. Corresponsable el gobierno actual que no tiene entre sus prioridades el tema. Cómplices los políticos con pretensiones presidenciales que no colocan a la salud pública en el sitial de privilegio que le debería corresponder.

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Sudaca Perú, Sudaka

[La Tana Zurda] Con A dónde volver (Revuelta, 2024), Andrea Cabel (Lima, 1982) nos ofrece no solo una recopilación de su trabajo poético, sino “una reordenación selectiva de su obra en cuatro apartados”, como bien señala el recordado Eduardo Chirinos en la nota introductoria. Esta reunión de poemas, organizada en secciones que atraviesan su trayectoria, nos permite comprender la evolución de su voz, el desarrollo de sus obsesiones y la manera en que su escritura ha ido destilando su esencia a lo largo de los años. Más que una simple compilación, el libro sugiere una relectura, una recomposición de su imaginario y de los temas que la han acompañado en su exploración lírica.

Desde Las falsas actitudes del agua (2006), su primer poemario, hasta sus textos más recientes e inéditos, Cabel ha construido un lenguaje que es, a la vez, íntimo y abismal, de una cadencia fragmentaria y musical, donde la memoria, el dolor y la identidad se entrelazan en una constante búsqueda. Su poesía se caracteriza por la superposición de imágenes de alto impacto sensorial, por la fragmentación del verso y por la cadencia rítmica que juega entre el susurro y el grito contenido.

En A dónde volver, el lector se enfrenta a una estructura dividida en cuatro partes: “Retratos”, “La eternidad de una esquirla”, “Fruta partida” y “A dónde volver”. Estos segmentos funcionan como ventanas que permiten atisbar distintos momentos y preocupaciones de la poeta. En “Retratos”, por ejemplo, encontramos un tono confesional, en el que la voz poética se interroga sobre la construcción de la identidad y la figura del otro, mientras que en “La eternidad de una esquirla”, la exploración del tiempo y la herida de la pérdida marcan los versos. “Fruta partida” se presenta como un espacio de intersección entre el cuerpo y el lenguaje, entre lo tangible y lo simbólico. Finalmente, “A dónde volver” cierra el volumen con un tono que oscila entre la incertidumbre y la revelación, como si el libro mismo fuera una pregunta abierta sobre el destino de la poeta y su obra.

El lenguaje de Andrea Cabel es el de una poeta que se sitúa en el borde de la enunciación: su palabra es un equilibrio entre la imagen poderosa y la sensación de fragilidad que la rodea. Su poética se alimenta de lo efímero, de lo quebrado, de los resquicios en los que la memoria se instala y se disuelve a la vez. A través de su obra, Cabel ha construido un imaginario donde la ausencia es presencia, donde el lenguaje busca capturar lo inasible y donde el cuerpo es un territorio en constante mutación. Es interesante notar cómo la estructura del libro rompe la linealidad temporal de su producción y ofrece, en su lugar, una especie de mapa emocional y simbólico. En este sentido, A dónde volver no es solo un recorrido por su poesía, sino una propuesta de lectura que desafía la idea de un progreso poético lineal. Cada sección es una variación sobre un mismo tema, cada poema una puerta a una habitación distinta de la misma casa en ruinas.

Uno de los aspectos más destacados del libro es su capacidad para transmitir la soledad como una experiencia universal, sin caer en el sentimentalismo. Cabel logra hacer de la pérdida un lugar desde donde se escribe, pero también desde donde se reinventa la propia existencia. En este sentido, su poesía dialoga con una tradición de voces femeninas que han encontrado en el lenguaje una forma de resistencia y de autoconstrucción. Otro punto fuerte de su poética es la relación entre lo íntimo y lo cósmico: sus imágenes fluctúan entre lo microscópico y lo inmenso, entre el temblor de un cuerpo y la vastedad del universo. Sus versos sugieren que la experiencia humana no es más que un punto en la inmensidad del tiempo, pero que ese punto es suficiente para construir un mundo.

“¿A dónde volver?”. Esa es la pregunta que atraviesa todo el libro, y que la autora deja sin respuesta definitiva. Tal vez volver sea un gesto imposible, un deseo inalcanzable, pero la poesía de Cabel sugiere que el único retorno posible es a la palabra, a los poemas mismos, a ese espacio donde la memoria y la imaginación convergen. Su escritura es, en última instancia, un intento de fijar lo fugaz, de hacer tangible lo inasible, de darle forma a la ausencia. Este libro, más que un cierre o una retrospectiva, es una reafirmación de la poética de Andrea Cabel: una poesía que se mueve entre la sombra y la luz, entre la herida y la cicatriz, entre el abandono y la esperanza.

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Que en diversas encuestas aparezcan como potenciales buenos candidatos Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga, Martín Vizcarra, Francisco Sagasti, Carlos Álvarez, Antauro Humala o el propio Pedro Castillo, indica el grado de incertidumbre que pesa sobre la venidera campaña electoral.

Si a ello le sumamos la eventualidad de que surja a última hora un candidato antisistema, nuevo, sorpresivo e imprevisible, se entenderá que nada está dicho sobre la contienda en ciernes y que habrá que estar preparado para un sube y baja descollante, pocas veces visto en la historia política peruana, más aún si hablamos de una elección en la que ya hay inscritos más de cuarenta partidos.

Este desquicie político tiene mucho que ver, sin duda, con la informalidad del Perú, no solo en lo concerniente a la particular anomia política de los informales sino por la participación oscura de mafias económicas en el financiamiento de candidatos, que trastoca por completo el normal devenir de una campaña.

Pero se explica también por la falta de consistencia política de los candidatos peruanos, que deciden aparecer a última hora, generando ellos mismos, las condiciones para que la volatilidad electoral crezca y termine produciendo un escenario de impredecible final.

El mejor símbolo del psicótico panorama político electoral es el papelón literal de la cédula de votación con la que nos acercaremos a las urnas. Expresa mejor que nada, el grado de deterioro de los partidos políticos peruanos, la descomposición socioelectoral del país y la profunda crisis institucional a la que nos ha conducido una transición post Fujimori fallida y la explosión de todos esos males con el advenimiento de gobernantes como Pedro Castillo, en primerísimo lugar, y luego Dina Boluarte y su imbatible mediocridad.

A prepararnos para una elección inédita, a pesar de ser, quizás, la más importante de los últimos decenios, con las encuestas como simples puntos de referencia anecdótica, con sorpresas a la vuelta de la esquina, con candidatos que aparecerán y desaparecerán de una semana a otra, con resultados ajustados y una segunda vuelta que nadie se esperará. Esa es la lamentable cifra del destino político que nos ha tocado en suerte en los tiempos del bicentenario republicano. Tremenda paradoja y desilusión.

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Campaña electoral, Sudaca, Sudaka

[La columna deca(n)dente]  El 7 de marzo, en Expreso, Alejandro Muñante, congresista de Renovación Popular, publicó un texto titulado “¿Qué es una mujer?”. En dicho artículo, el también pastor evangélico cual cruzado con la espada desenvainada, emprende una batalla contra el mayor enemigo de nuestro tiempo: una palabra. No la corrupción, no el crimen ni la impunidad, sino la malvada, escurridiza y omnipresente palabra “género”. En su cruzada lingüística, nos advierte que las mujeres están en peligro, no por la violencia, la desigualdad o el feminicidio, sino porque alguien, en algún lugar, no ha definido “mujer” como él quiere.

Siguiendo el manual del populismo conservador, el pastor Muñante nos ofrece una dicotomía simple: de un lado, los defensores de la verdad biológica absoluta; del otro, las hordas de fanáticas y fanáticos de la «ideología de género», esa conspiración global que, al parecer, es responsable de todo, desde los embarazos adolescentes hasta el aumento del precio del pollo a la brasa. Su frase “las que no pueden definir lo que es MUJER, están asustadas porque ahora les vamos a enseñar a hacerlo” revela una ambición pedagógica insólita: un congresista decidido a dar clases de biología básica a quienes no han solicitado su sabiduría descomunal.

La clave de su discurso no está en su pedagogía improvisada, sino en su brillante estrategia política: si los problemas del país siguen sin resolverse, el truco es cambiar de tema. No hablemos de la lucha contra las organizaciones criminales; hablemos, en cambio, de la semántica de “mujer”. No discutamos violencia de género, pongamos en duda si el género existe. Esta es una estrategia discursiva de manual: construir un enemigo difuso —la ideología de género— y culparlo de todo. ¿Las políticas públicas no han eliminado la violencia contra las niñas, adolescentes y mujeres en todos estos años? Claramente es culpa del feminismo, no de la falta de gestión, presupuesto o ejecución.

Su rechazo al término «feminicidio» es otro giro magistral: si no nombramos el problema, el problema desaparece. Es un método infalible, similar a cerrar los ojos y esperar que el monstruo bajo la cama se esfume. Y cuando cuestiona la efectividad del Plan Nacional de Igualdad de Género, aplica la lógica del “si no resolvió todo de inmediato, no sirve”. Siguiendo esa línea, deberíamos eliminar el Congreso, dado que no ha erradicado ni la corrupción ni la crisis política y, por el contrario, sirve de todo corazón a los intereses de las organizaciones criminales.

En el fondo, lo de Muñante no es un debate, es una performance. Un show donde se presenta como el último bastión de la cordura ante el supuesto caos de la “ideología de género”, una amenaza tan peligrosa que, curiosamente, solo existe en los discursos de quienes la combaten. Su insistencia en reducir la realidad a definiciones rígidas no es un acto de rigor intelectual, sino un truco de prestidigitación: mientras discutimos su lección improvisada de biología, nadie le pregunta por las redes criminales enquistadas en el Congreso, la precarización del Estado de derecho o la impunidad rampante.

Pero si de definiciones se trata, quizá debamos concederle una: Muñante es la prueba viviente de que el conservadurismo no necesita argumentos, solo espantapájaros a medida. Su cruzada contra el género es tan útil como discutir si el agua está demasiado mojada. Si la política se limitara a jugar con palabras, Muñante sería un estadista colosal. Lástima que legislar implique lidiar con la realidad y no únicamente con su diccionario imaginario.

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alejandro muñante, género, mujer, Renovación popular

La torpeza geopolítica de Trump lo único que va a lograr -contra sus propósitos- es fortalecer a China en el mapa del poder global. Ya la potencia oriental se acerca a los Estados Unidos y simplemente es cuestión de tiempo para que la alcance, fruto del abandono de Washington de los cánones del capitalismo democrático. Con Trump, ese acercamiento se va a acelerar.

Ya China le ha respondido con aspereza inhabitual a los actos de matonería trumpista y se prevé que no se va a dejar pisar el poncho ante la arremetida destructiva del inquilino de la Casa Blanca.

La guerra comercial la va a ganar China. Tiene más que ganar que perder en esa escalada proteccionista lanzada por un antiliberal Trump. Y lo más probable es que bloques tradicionalmente cercanos a los Estados Unidos, como la Unión Europea, empiecen a mirar a China como socio comercial más relevante e, inclusive, militar.

En general, lo que va a lograr Trump es eso, darle mayor predominancia a China en el orbe. Inclusive, Latinoamérica, que ya tiene vínculos sólidos con Beijing, se verá compelida a reforzarlos ante el maltrato norteamericano.

Estados Unidos estaba llamado a reconstruirse, pero en base a un reencuentro con su larga tradición liberal, no con el oscurantismo político y económico que la oligarquía tecnocrática, boyante en dólares pero carente de ideas políticas inteligentes, parece servirle de guía al gobernante republicano.

Cinco años de oscurantismo económico y político le esperan a los Estados Unidos, con la propia democracia liberal puesta a prueba por los arrebatos presidenciales, y en ese trance se va a llevar de encuentro el influjo global que como primera potencia democrática mundial le correspondía desempeñar.

 

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Sudaca, Sudaka, Trump

Si algo debe hacer la sociedad civil -en la cual juegan un rol activo los medios de comunicación- es evitar sumarse a la polarización política que ya cunde en el país.

La visión bipolar de la sociedad y las instituciones o personas mata cualquier debate matizado, serio, plural y, por ende, productivo que haya, arrinconando los términos de la discusión en dos extremos que se niegan y no establecen ningún punto de contacto, como la realidad es, llena de complejidades y ambiguedades que no admiten una visión encasillada de las cosas.

La polarización, fenómeno que separa a la sociedad en dos bloques irreconciliables, es el veneno de la democracia. Convierte el debate ideológico en una batalla de bandos, donde el razonamiento cede ante la pasión y la verdad se diluye. Los ideales se transforman en estandartes de guerra, enfrentando a ciudadanos no por sus convicciones, sino por su afiliación a una causa o ideología que no admite matices.

En lugar de encontrar puntos de convergencia, se elevan los muros de la incomprensión y el odio. Así, los que piensan de manera distinta no son adversarios con los que se debe debatir, sino enemigos a los que se debe destruir. La convivencia, que es la piedra angular de cualquier sociedad plural, se resquebraja cuando las ideologías se convierten en trincheras donde la civilidad es reemplazada por el fanatismo.

El peligro no radica en el desacuerdo, sino en la incapacidad para tratarlo con respeto y razonabilidad. La polarización lleva a un callejón sin salida, donde los extremos se refuerzan mutuamente y la moderación, ese espacio intermedio, se pierde. Lo que debería ser un debate enriquecedor, se convierte en una guerra de posiciones irreconciliables, y la democracia, condenada a la lucha constante entre facciones, se torna inviable.

Si la DBA y los “caviares” se quieren destruir entre ellos, problema suyo debe ser. La sociedad peruana es mucho más compleja que ese blanco y negro al que nos quieren llevar.

La del estribo: muy recomendable la miniserie de Netflix, Gatopardo, inspirada en la novela histórica de Lampedusa, que narra los pormenores de una familia aristocrática en medio de la revolución reunificadora de Italia a fines del siglo XIX.

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caviares, DBA, Sudaca, Sudaka

[Música Maestro] Hace unos días, en esta misma página digital de noticias, apareció una columna en que se decía que, en líneas generales y resumiendo, «Shakira es una mujer influyente«. Palabras más, palabras menos, la autora -tan desconocida como yo- aseguró con genuina emoción que la megaestrella colombiana de 48 años, promotora del aprovechamiento monetario de la vida privada y, junto a J-Lo, Karol Gy muchas otras, responsable de reducir el concepto mujer latina a un homogeneizado subproducto porno-soft para públicos masculinos anglosajones, «une» a las mujeres. 

Aunque es respetable, una visión tan superficial puede entenderse en ciudadanos sin mayores horizontes que los impuestos por la supervivencia, que llenan sus vacíos emocionales con toda clase de entretenimientos baratos, ilusionándose con los oropeles brillantes y sin contenido de vidas ajenas que jamás serán las suyas. O en profesionales, insertados exitosamente en el mercado laboral cuyas apreciaciones no tienen mayor alcance, más allá de sus propias conversaciones amicales o familiares, las mismas que pueden darse en forma presencial y a través de sus perfiles en redes sociales, de las que no surgirá jamás ninguna corriente de opinión.

Pero esa misma visión fanatizada, vertida en un medio como este que aun apuesta por el periodismo digital escrito en plena era de Streamers/YouTubers, sirve como muestra de cuánto daño han hecho Shakira y afines a la autoestima femenina latinoamericana, al punto que adolescentes y adultas jóvenes siguen y defienden con una pasión digna de otras causas los engreimientos, disfuerzos y fingidasactitudes de una artista que, en tres décadas de carrera, pasó de ser ella misma una joven idealista que escribía canciones simples e inteligentes, dirigidas a la reflexión sin caer en lo panfletario o la moralina, a convertirse en prototipo del lado más abyecto y materialista -la capacidad de “facturar”- de lo que actualmente se conoce como “empoderamiento femenino”. O sea, no está mal que les guste su música pero de ahí a rendirse a sus pies, rendirle culto y darle categoría de líder, el trecho hacia abajo es bastante largo.

En esos mismos días, marcados por la Shakiramanía y su intoxicación supuestamente acebichada, vimos en casa -en el YouTube- alrededor de media hora de videos de Lita Pezo, una joven cantante peruana dueña de una muy buena voz y auténtico carisma, características que le han permitido hacerse conocida en el medio local. Sin gritar ni abusar de odiosos melismas, Pezo ha construido una imagen pública como intérprete de baladas y boleros clásicos, los cuales adorna y revitaliza con su estilo que aspira a la fineza, la intensidad emocionaly la sobriedad como marcas registradas, evocando con ello a cantantes como Rocío Dúrcal, Celine Dion o Isabel Pantoja -a quien imitaba desde niña-, en la orilla opuesta del celebrado y simplón exhibicionismo que hoy es más vigente y rentable que nunca.

Y, como buena hija de su tiempo, Lita Pezo también incluye en su repertorio canciones más modernas, desde baladas como Tormento de amor (Marcela Morelo, 2000) hasta trova boliviana como el himno Ave de cristal, una canción de Los Kjarkas originalmente grabada en 1995 que adquirió renovada popularidad en el 2012 en la versión del Grupo Pacha, proyecto paralelo ideado por varios integrantes de los famosísimos intérpretes de Llorando se fue y Wayayay. Hasta los insoportables reggaetones suenan bien en la voz de Lita y su grupo de músicos, jóvenes y peruanos como ella, a veces apoyados por gente de más experiencia en la escena local como el percusionista Williams «Makarito» Nicasio o el guitarrista acústico, experto en música criolla y flamenca, Ernesto Hermoza.

Esta contraposición arbitraria -Shakira versus Lita Pezo- me sirve como punto de partida para lanzar unas cuantas ideas relacionadas al Día Internacional de la Mujer Trabajadora, le añaden algunos, para respetar el nombre original de esta efeméride surgida en EE.UU. y Europa a comienzos del siglo XX en entornos, digamos, más proletarios- y la precarización actual de las luchas femeninas reflejadas en distintas expresiones musicales de aquí y de allá. Por ejemplo, Beyoncé y Nicky Minaj son más populares y admiradas entre masivos públicos femeninos, en el país que en estos días dejan en ridículo Donald Trump y Elon Musk, que Samara Joy y St. Vincent, dejándonos claro que el exhibicionismo y la cosificación, antes combatidas, son ahora fuentes de inspiración para las juventudes norteamericanas.

Esa precarización también se manifiesta, por supuesto, en otros ámbitos como la política –Keiko Fujimori o Dina Boluarte, en el ámbito nacional; la argentina Cristina Fernández o la italiana Giorgia Meloni, en el internacional, son solo botones de muestra-, el cine, la publicidad o las redes sociales y sus ofertas de enriquecimiento económico a partir de una de las distorsiones más agresivas del uso online del cuerpo -la prostitución del OnlyFans, tan conocida por nuestro Congreso. Pero en la música popular podemos identificar señales más claras de ese empobrecimiento canalla que, a lo largo de la historia, también ha ido cayendo cada vez más bajo.

Desde que se produjo, en Occidente, la explosión de la industria del entretenimiento, el público se ha visto expuesto siempre a la presencia saludable de mujeres que, por su inteligencia, creatividad, irreverencia y extraversión, han sido capaces de destacar en una industria generalmente dominada por hombres. Pienso, solo por mencionar a dos importantes cantantes de la era dorada del pop-rock, en personajes tan disímiles como Joan Baez (de 84 años recién cumplidos en enero)y Tina Turner (1939-2023), quienes demostraron, armadas de guitarras acústicas o zapatos de taco aguja que no necesitaban quitarse la ropa para hacerse notar.

Así, podríamos recorrer -como ya lo hicimos en esta columna el año pasado– el amplio y colorido abanico global en el que entran Ella Fitzgerald, Susana Baca, Maria Callas, Grace Slick, Alicia Maguiña, Miriam Makeba, Björk, Celia Cruz, H.E.R., Lana del Rey y un larguísimo etcétera y descubrir que, aunque el consumismo ligero y las modas se impongan, hubo y sigue habiendo artistas mujeres que, en las diferentes épocas de la música popular, durante sus años de juventud, demostraron e impusieron su talento sin dejar de lado su femineidad y, sobre todo, esa sensibilidad que las hace diferentes y superiores, en muchos aspectos, a nosotros.

En paralelo, comenzó el proceso lento de descomposición y tendenciosa confusión de mensajes que generó la idea de que la mujer“se empoderaba” si permitía ser usada como símbolo sexual, aun cuando se convertía voluntariamente en producto, pues tenía la supuesta capacidad de decidir sobre su destino y el uso de su imagen, germen de todo lo que vino después.

En la década siguiente, los siete años iniciales de la trayectoria de Madonna (1983-1989) se volvieron símbolo de esa postura, jugando con los clichés del glamour y la sensualidad, extraído de las “chicas pin-up” del cine clásico, que tiene representantes desde los años cincuenta y sesenta como Betty Page (1923-2008) o Marilyn Monroe (1926-1962), máscaras ficticias detrás de las cuales se escondían mujeres sometidas a toda clase de abusos, una constante en muchos de estos casos. En ese contexto, cabe preguntarse: ¿En qué espejo deben mirarse las mujeres peruanas de hoy? ¿En el de Shakira o en el de Lita Pezo?

La pregunta puede parecer antojadiza y hasta inútil -ya imagino las reacciones en contra- pero es irreverente y necesaria porque involucra aspectos de preocupante actualidad que se desprenden de esta clase de preferencias masivas, desde las múltiples formas de acoso virtual -ciberbullying, sexting- hasta el abuso doméstico de naturaleza física, psicológica y sexual, pasando por los elevados índices de embarazos no deseados en niñas y adolescentes, la presencia cada vez mayor de mujeres en bandas delincuenciales y la irracional admiración que prodigan chicas de edades que oscilan entre los 8 y los 18 años a una señora que, pudiendo ser su madre o su abuela, sale a dictar cátedras rapeadas sobre cómo insultar a otra mujer, normaliza la hipersexualización de su imagen y lanza canciones en las que cuenta sus pataletas por el final de una relación fallida exponiendo, en el camino, a sus propios hijos, en un papelón continuo y voluntario porel cual recibe millones de dólares.  

El origen de la comparación fue escuchar a la simpática Lita Pezointerpretando a dúo con otro talentoso joven nacional, Sebastián Landa, imitador de José Feliciano, una balada de los años ochenta que describe una situación adulta y emocionalmente grave, similar a lasque Shakira banaliza con sus mensajes callejoneros, esos que balbucea en clave de reggaetón. Me refiero a Para decir adiós, composición del portorriqueño Roberto Figueroa que grabaron la ítala-norteamericana Eydie Gormé (1928-2013) y el boricua Danny Rivera grabaron originalmente en 1977 pero que llegó a nuestros oídos en la versión de José Feliciano y la norteamericana Ann Kelley, incluida en un LP del extraordinario cantante y guitarrista invidente, orgullo de Puerto Rico y de América Latina, titulado Escenas de amor (1982). Pezo y Landa la cantaron juntos en un concurso televisivo de Chile y los jurados quedaron boquiabiertos y emocionados por ambas voces. En especial por la de Lita.

La terna de jueces de ese capítulo chileno de la franquicia Mi nombre es… se deshizo en halagos para la joven de 25 años con adjetivos como “elegante”, “maravillosa”, “fina”. Nuestra compatriota, vestida de impecable vestido largo, maquillada/peinada sobriamente y ejecutando un paseo por el escenario que podemos describir a un tiempo como delicado y atractivo, hizo suya la historia de una mujer que comprende, con dolor, la decisión de su pareja de concluir una relación que los mantuvo unidos mucho tiempo. Sin disfuerzos ni revanchas, la letra de esta canción narra la reacción digna y responsable, madura y coherente, que una mujer -o un hombre- debe mostrar ante una de esas vueltas que a veces –muchas más de las que quisiéramos creer- da la vida. Con elegancia y clase, con tristeza y resignación, la voz de Lita Pezo expresa esos sentimientos y convence por su don artístico.

¿Por qué entonces las niñas y adolescentes deliran, a nivel mundial,por ser como Shakira, grotesca y estruendosa, de aspecto más cercano a las estrellas de la industria porno-soft de Instagram y cosas peores? ¿Por qué se identifican con la agresividad, los andares simiescos, los pelos revueltos, el sobajeo farsante? ¿Por qué relegan la formalidad, la sensualidad misteriosa y pausada, el respeto al público?

Por un lado, la colombiana representa un papel, independientemente de que lo haga bien o mal. Aquello de la mujer poderosa que ya no se amilana ante los hombres abusivos o tontos con los que se cruza, es una construcción social posmoderna que, alguna vez, tuvo sentido. Pero hoy está más contaminada que nunca por esa mescolanza nacida a partir de la independencia económica que brinda ser “una mujer deseada” combinada con aquello de que, para desquitar siglos de opresión y abuso, las mujeres hayan decretado que tienen el derecho a portarse tan mal como los hombres, en una dinámica de igualamiento hacia abajo que ha demostrado ser nociva y sumamente tóxica para el desarrollo de las sociedades y la vida en convivencia.

Por su parte, la peruana interpreta el papel de la artista que engalana un escenario con su presencia, con su porte y, sobre todas las cosas, con su voz. Porque, al final de cuentas, estamos hablando de cantantes aquí. De calidades vocales. Y las diferencias saltan contundentes al oído. Y no es que Pezo descuide su imagen, todo lo contrario. Pero, lamentablemente, las preguntas siguen en el aire. ¿Por qué las niñas y adolescentes abrazan lo exagerado y reniegan de lo discreto? ¿Por qué prefieren tomar como modelo de éxito y poder femenino la imagen de una bailarina de club nocturno y no la de una cantante de telúrica fuerza interior?

La mala y manipulada interpretación de la subcultura de “lo fashion” es una propuesta que genera graves distorsiones en la mentalidad de millones de niñas, adolescentes y adultas jóvenes que aspiran a alcanzar ese mismo brillo superfluo (y vacío), esa misma cuenta bancaria (y llena), aun cuando así vayan en contra de más de un siglo de luchas de sus congéneres que, poco a poco, fueron logrando con esfuerzo y no pocas mártires espacios para la mujer, reivindicándola y arrancándola del tradicional, execrable y, durante siglos, socialmente aceptado maltrato masculino. Qué lejos los tiempos en que la colombiana componía sobre problemáticas juveniles, como lo hizo en su tercer y cuarto álbumes Pies descalzos (1995) y ¿Dónde están los ladrones? (1998).

En Instagram, Shakira tiene casi 92 millones de seguidores. Lita Pezo, alrededor de 185 mil (500 veces menos, aproximadamente). Y no es solo por la diferencia de edad -la colombiana tiene 48, la peruana 25- o de recorrido discográfico. Para hacerse más popular entre sus propios compatriotas, Lita Pezo aceptó de buen grado participar en un reality de cocina en el que terminó entremezclada con las hijas de un personaje vinculado a lo peor de la política, la corrupción y la farándula y otro que celebra con carcajadas las intenciones de un periodista de Willax que quiere pegarle a una colega mujer, cuando el talento que tiene basta y sobra para que se aleje de esas miasmas de consumo masivo.

Las respuestas a todas estas cuestiones no son definitivas, por supuesto, pero siempre es positivo ensayar teorías. Podemos señalar, pensando en las niñas y adolescentes del Perú, al fracaso de la educación que no estimula una comprensión abierta de la evolución de la música, la industria del entretenimiento y sus conexiones con los cambios sociales, como las gestas por los derechos de la mujer -si no estimula los aprendizajes fundamentales, menos va a estimular esas cosas ¿no? También podemos responsabilizar a los medios de comunicación, guiados por la ganancia y la popularidad fácil, prestos siempre a entronizar aquellas opciones que cumplan con los requisitos mínimos para provocar escándalo y movilizar a la gente a partir de sus urgencias primarias (exhibicionismo, procacidades sutiles o manifiestas, deseos de fama, sexualización).

O, finalmente, al mismo público que convierte en diosas a artistas que, en lugar de darles cosas de valor, les ofrecen actitudes que van en sentido contrario y terminan siendo influencias. Malas influencias.

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Si alguna contribución política puede dejar en alto el actual gobierno de Dina Boluarte sería quitarlespiso a las bases socioelectorales de la izquierda radical que amenazan con ser protagonistas en el proceso del 2026.

Ello consiste básicamente en disponer inversiones públicas importantes en el sur andino, base socialdel radicalismo antisistema del que abrevan los candidatos más beligerantes de la izquierda.

Es casi imposible que Boluarte recupere niveles de aprobación en dichas zonas, sobre todo luego de la brutal represión ocurrida en los primeros días de su mandato y que no ha merecido una conducta de reconciliación sensata e inteligente, pero más allá de su narrativa o su particular situación, que el gobierno ejecute obras de infraestructura que mejoren el nivel de vida de los ciudadanos de esa gran zona electoral del país podría surtir efecto indirecto.

El sur andino representa más o menos el 25% del electorado nacional y si vota, como todo lo hace prever, como lo hizo en la segunda vuelta del 2021, allí nomás ya los radicales tienen asegurado un 16% de la votación nacional, que traducido en votos válidos supera la cifra del 20%. Si le agregamos el resto de las zonas andinas y las zonas pobres de otras regiones del país, cabe asumir como factible la hipótesis de una segunda vuelta entre dos candidatos radicales de izquierda. La sumatoria de votos les alcanzaría.

Esa posibilidad sería un suicidio nacional y nos condenaría no solo a décadas de atraso económico sino eventualmente al camino de un autoritarismo sin retorno, a lo Venezuela o Nicaragua. A toda costa, el país debe movilizarse para impedir que algo semejante ocurra y el gobierno tiene, en ese sentido, gran capacidad y responsabilidad en ayudar a lograrlo. Un plan bien diseñado y con inteligencia social puede contribuir a ello y sería, de por sí, un gran legado político del régimen.

Nuestro querido Guayo está a punto de completar el Estrecho de Tsugaru, en Japón, y con ello entrar en el exclusivo club de solo 34 personas en el mundo que han conquistado los Siete Mares. Solo una sudamericana lo ha logrado hasta ahora: la chilena Bárbara Hernández. Sí, leyó bien, solo 34. Ni en el chat familiar hay tan poca gente.

La comunidad de nadadores ha crecido, pero sigue siendo una minoría. Para ser sinceros, apenas un puñado de valientes disfrutan nadar en aguas gélidas mientras nosotros nos quejamos del agua fría de la ducha. Y lo peor: en el Perú, nadie habla de esto. Porque claro, estamos ocupados con la última polémica del espectáculo o la política.

Pero ahí está Guayo, sin hacer bulla, avanzando paso a paso, o mejor dicho, brazada a brazada. Ya cruzó seis de los siete mares, cada uno una maratón acuática, una hazaña de otro nivel. ¿Y nuestras autoridades? Bien, gracias. Solo un pequeño reconocimiento en el Congreso en 2024. Ni un sol de apoyo, ni una medalla simbólica, ni un diploma impreso en Word. Nada.

Guayo nos cuenta: “El financiamiento de todo este proceso lo he hecho principalmente con recursos propios, con ahorros de toda la vida y la ayuda económica del Dr. Noriega con el Reto Concebir y de Carlos Alcántara de Champiñones Paccu”. Y este último nado no es barato: el presupuesto ronda los 25,000 dólares.

Todo el Perú debería estar aplaudiendo esta proeza. Desde la buena vibra hasta el apoyo económico, porque el esfuerzo es titánico y no se logra solo con ganas. ¿Cómo es posible que casi nadie sepa que tenemos a un compatriota a punto de ser el único peruano y el vigésimo primer sudamericano en lograr esta hazaña?

Y ojo, esto no es un viajecito de fin de semana. Guayo ha tenido que cruzar aguas en Francia, el Canal de Molokai en EE.UU., el Estrecho de Cook en Nueva Zelanda y el Estrecho de Gibraltar en España, cada uno con presupuestos astronómicos. Hasta ahora, ha logrado financiarse con la ayuda de amigos y algunas empresas, pero esta vez el Estado no puede seguir mirando al techo. ¡No podemos dejar pasar esto como si fuera un simple chapuzón!

Hace dos años escribí sobre Eduardo Collazos y sus cuatro mares (https://s.mtrbio.com/ztoiktlfbp). Porque sí, el deporte nos da alegrías, nos limpia de lo negativo y nos da motivos para celebrar. ¿Nos emocionamos con un gol? Claro que sí. Entonces, ¿por qué no celebrar a un peruano que ha nadado más que los peces de Buscando a Nemo?

Guayo es un ejemplo de perseverancia, disciplina y buena vibra. Y siempre digo: «Una persona con voluntad llega más lejos que una persona inteligente». Y Guayo lo ha demostrado. Confieso que cuando quise hacer la Ruta Olaya, busqué a todas las personas posibles y no todas te reciben, pero Guayito nos recibió. Y esta pizarra me marcó. Además, la forma en que nos narra cómo empezó todo es inspiradora:

Esta pizarra me marcó. Además, la forma en que nos narra cómo empezó todo es inspiradora:

“Te confieso que cuando me puse como meta nadar el Canal de La Mancha allá por el 2017 y decidí ir a México a nadar con Nora Toledano una semana para que me pruebe y vea si podía o no lograrlo, NUNCA me imaginé lo que estaba a punto de iniciar sin saberlo…”

Así comenzó todo: Manhattan 2018, Canal de La Mancha 2019, la pandemia en 2020 que suspendió su nado de Catalina, Catalina 2021 y, con ello, la Triple Corona, la primera para el Perú. «No te imaginas cómo lloré de la emoción cuando salí del agua y escuché la bocina del barco anunciando la culminación exitosa del nado. En la orilla estaban mi hermano, unos primos que viven en California y Valeria de Las Truchas, quien, estando en California, se dio el tiempo de ir a esperarme. Nuestra bandera en el kayak, mi hermano me dio otra bandera peruana que besé, llorando de la emoción… Son cosas maravillosas que nunca olvidaré».

Es momento de celebrar, de aplaudir el esfuerzo, de entender que hay peruanos que hacen historia y merecen nuestro reconocimiento. ¡Grande, Guayo! ¡Por el Perú, la patria y la familia!

Al cierre de este texto, nos llegó una invitación para colaborar con el gran Guayo. Este 24 de mayo se realizará una nadada en Agua Dulce, con modalidades con aletas, sin aletas y distancias desde 500 metros hasta 3K. Más que una competencia, será una fiesta para apoyar su última gran travesía. Si estás lesionado o simplemente quieres ayudar, puedes llenar el formulario y adjuntar tu Yape. ¡Todo suma!

Aquí el link https://sistemas.peruswimmers.com/acredita/

Lili Gilvonio

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Aguas abiertas peru, Eduardo Collazos, Estrecho de Tsugaru, Sudaca, Sudaka
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