El año pasado, algunos meses antes de cumplir 90, lúcido y brioso, el saxofonista de jazz Sonny Rollins disparaba frases como estas, en entrevista para la sección cultural de The New York Times: «A mi edad, todos mis amigos ya se han ido -Miles, Coltrane, Dizzy, Bird-, y ahora debo lidiar conmigo mismo. A veces comienzo a quejarme pues no puedo llamar a nadie por teléfono para perder el tiempo conversando, pero para mí es una señal de debilidad. No hay escapatoria para esto. Tengo malestares por todo el cuerpo pero, espiritualmente, viejo… me siento mejor que nunca. Estoy en el camino correcto».
Este martes 7 de septiembre, Rollins cumple 91 años de edad y, aunque dejó de tocar el saxo tenor en el año 2012, debido a una fibrosis pulmonar, la vitalidad de sus memorias y la devoción que despierta entre los verdaderos amantes del jazz ha mantenido su imagen presente, como un tótem, casi como una divinidad. Ahora, que se nos están haciendo costumbre los obituarios de excelentes músicos que, por razones cronológicas, van «mudándose al otro barrio» -Rubén Blades dixit-, vale la pena recordar la trayectoria de este iluminado improvisador que brilló, como acompañante o al frente de sus propias bandas, por más de seis décadas.
Se trata de uno de los dos únicos sobrevivientes (el otro es el saxofonista Benny Golson, de 92 años) de aquella generación proverbial de jazzistas que posaron en la legendaria sesión fotográfica conocida como A Great Day In Harlem, realizada el 12 de agosto de 1958 frente a un edificio ubicado en el #17 East de la 126th Street, entre Madison y la Quinta Avenida, el corazón del barrio más negro de la Gran Manzana. En la toma, preparada por el entonces novel reportero gráfico Art Kane para una edición especial de la revista Esquire, Sonny Rollins, entonces de 28 años, aparece al lado de otros 56 grandes nombres del jazz, entre ellos su gran amigo Coleman Hawkins (1904-1969) y su maestro, el pianista Thelonious Monk (1917-1982).
Para esa época Rollins, aún con el pelo corto y sin su característica barba puntiaguda bajo el mentón, ya había trascendido la categoría de «promesa». Su sexto álbum como líder de grupo, Saxophone Colossus (Prestige, 1956) –que contiene St. Thomas, una de sus composiciones más famosas-, se convirtió en su principal carta de presentación y, posteriormente, en su apelativo. También le decían, como cuenta el trompetista Miles Davis (1926-1991) en su autobiografía, «Newk», por su gran parecido físico con el jugador de béisbol Don Newcombe, con quien hasta lo confundían en taxis y trenes.
Rollins grabó más de sesenta producciones discográficas, entre álbumes en estudio y en vivo, para los sellos más importantes de la edad dorada del jazz: Prestige, Blue Note, Impulse!, Riverside y Milestone. Su amistad con Max Roach (1924-2007) -el genial baterista con quien trabajó durante muchos años- o con Ornette Coleman (1930-2015), generaron algunas de las grabaciones más fluidas de hard bop, be bop y free jazz, entre lo clásico y la avant-garde. Pero si a alguien en realidad admiraba Rollins, era a Monk, con quien publicó una histórica colaboración titulada simplemente Thelonious Monk & Sonny Rollins (1953).
A finales de los años 50, luego de codearse con los más grandes de su tiempo –Charlie Parker, Miles Davis, The Modern Jazz Quartet- y publicar una veintena de álbumes, muchos de ellos alabados por la crítica especializada -como Tenor madness (1956), cuyo tema-título es la única grabación que hizo junto a John Coltrane (1926-1967); Way out West o A night at the Village Vanguard (1957), Rollins, abrumado por un éxito que jamás soñó conseguir e imbuido de una densa convicción espiritualista, desapareció del ojo público y el ajetreo de su vida profesional. Pero no dejó la música. Durante casi tres años se le vio, saxo en mano, practicando en el puente Williamsburg, que conecta el bajo Manhattan con Brooklyn, según sus propias palabras, “para no molestar a sus vecinos”. En 1962 regresó de ese hiato con un LP titulado, convenientemente, The bridge. Hoy, miles de sus seguidores vienen realizando una campaña, por redes sociales, para que este puente se llame Sonny Rollins Bridge, en su honor.
De mirada torva y gesto serio, Rollins fue defensor, como muchos otros jazzeros, de los derechos civiles de las poblaciones negras en los duros años de la segregación racial. Su álbum Freedom suite, de 1958, netamente instrumental, grabado junto a Max Roach (batería) y Oscar Pettiford (contrabajo), contiene una dura declaración de principios, un alegato contra la injusticia de un país que “quiere escuchar la música de los negros pero no la historia de los negros”. Para muchos, Freedom suite –tema de casi veinte minutos- es la primera canción de protesta sin letra. El álbum contiene también una hermosa interpretación del clásico de 1950 ‘Till there was you, también grabada por los Beatles en 1963, en su segundo LP With The Beatles.
A diferencia de sus pares, que se entregaron a las fusiones y subgéneros como el jazz-rock o el smooth jazz, Rollins se mantuvo en sus trece, lanzando una sucesión de álbumes de jazz puro, algunos más accesibles que otros -tocando standards, baladas o acercándose al blues y al funk, como en The way I feel (1976) o Easy living (1977), en sociedad con un elenco diverso de colegas de esas nuevas vertientes como el tecladista George Duke, el bajista Stanley Clarke, los bateristas Billy Cobham y Jack DeJohnette, en los que presentó sus composiciones ancladas en su inacabable capacidad para la improvisación, los fraseos vertiginosos y la influencia de ritmos como el soul y el calypso.
La única vez que cruzó la frontera hacia el universo del pop-rock fue en 1981, cuando aceptó participar de las sesiones del álbum Tattoo you de los Rolling Stones, para colocar su experto saxofón en tres canciones, Slave, Neighbours y el éxito Waiting on a friend. Y como él mismo cuenta, lo hizo un poco a regañadientes: «Mick (Jagger) no entendía lo que yo estaba haciendo y yo no lo entendía a él. Fue mi esposa –Lucille, fallecida en el 2004- quien me convenció de grabar con ellos. Yo los consideraba -y es un error, por supuesto- una banda que no estaba al nivel del jazz». Por el lado de los Stones, no cabían en sí mismos de la felicidad porque este titán del jazz trabajara con ellos. Jagger calificó aquella sesión de «maravillosa» y Charlie Watts, que lo había visto en vivo en 1964 en la efervescente 52nd Street de New York, quedó fascinado y hasta desarrolló una gran amistad con Sonny. «Compartimos el mismo sastre en Nueva York. Aquella vez tocó de maravilla. Lamentablemente nunca coincidimos en el estudio, fue un overdub. Y si eso hubiera ocurrido… ¡Carajo, no habría sabido qué tocar!»
A partir de los noventa, Sonny Rollins se fue encerrando y recluyéndose más -tuvo otro año sabático previo, entre 1969 y 1971, en que se concentró en el yoga-, aunque siguió lanzando álbumes de gran factura como Here’s to the people (1991) o Global warming (1998). Con los años su imagen cambió hasta volverse icónica: vestido de frac o de colores, enormes lentes oscuros y una electrizada pelambrera y barbas blancas, un personaje de aspecto misterioso y fantasmagórico, venerado por pequeñas legiones de amantes del jazz en el mundo entero y desconocido por las masas gigantescas y deformes que creen que escuchar jazz es tener canciones de Kenny G y música lounge en su iPad. Su vínculo con New York es extremadamente fuerte. En 1985 dio un recital exclusivo de puras improvisaciones, en el Museum Of Metropolitan Arts (MoMA), titulado convenientemente The solo album. Y en el 2001, tras los ataques terroristas del 9/11, Rollins dedicó su álbum en vivo Without a song a su ciudad natal.
Walter Theodore Rollins, el coloso del saxofón, ha recibido múltiples condecoraciones en los últimos veinte años. Diez veces coronado con el grado de Doctor Honoris Causa por prestigiosas escuelas de música –Berklee College de Boston y Julliard School de New York, nada menos- y depositario del prestigioso premio y medalla Kennedy Center Honors, que recibió de manos del presidente Barack Obama en el año 2011, en una ceremonia en la que también fueron premiados las actrices Meryl Streep y Barbara Cook, el cantautor Neil Diamond y el cellista Yo-Yo Ma, declara no tenerle miedo a la muerte y, aunque ya no toca su querido saxo, supervisa los detalles de cada lanzamiento nuevo con material inédito como el disco doble Rollins in Holland (Resonance Records, 2020), que recupera grabaciones y recitales de 1967. O la serie Road shows, cuatro álbumes lanzados entre 2008 y 2016, que contiene grabaciones de Rollins entre los 70 y 80 años de edad.
OTROSÍ: Mientras cerraba estas líneas me enteré del fallecimiento de otro legendario músico, el compositor griego Mikis Theodorakis, conocido universalmente por la melodía central del film Zorba The Greek (Michael Cacoyannis, 1964), protagonizada por Anthony Quinn, de nefasta recordación para nosotros por ser música de cabecera del terrorista Abimael Guzmán Reinoso. Theodorakis fue una de las figuras artísticas y políticas clave en el desarrollo de Grecia durante el siglo 20. Nos seguimos quedando solos…
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