Opinión

Se ha ido Maradona, un futbolista superdotado, habilidoso y estratega (ambas virtudes suelen abundar, pero raras veces juntas), pero, sobre todo, un tipo al que las eventuales miserias de la vida que le tocó en suerte no manchan.

“Se esté de acuerdo o no con su estilo, nos caiga simpático o no, es rescatable de Maradona su personalidad individual. Se negó a los dictados de la FIFA cuando los consideró abusivos, siempre defendió sus derechos personales por encima, inclusive, de los ¨sacrosantos¨ templos de la opinión pública. No le importó pelearse con los periodistas -aquellos a los cuales los políticos perdonan todo- cuando sentía que lo querían someter a sus intereses. Sabía que se exponía al descrédito, pero no le interesó. Maradona no quería ser nuestro ni de nadie. Él quiere discrepar, no desea ser prisionero de la imagen que todos queremos adosarle, se niega a aceptar el corsé de la fama. Reacciona y muchas veces reacciona mal, pero es explicable. Él quiere ser dueño de sus actos y también, por supuesto, de sus desatinos (…) Es ese Maradona el que vale más”.

Esto lo escribí el 16 de julio de 1994 en la página de Opinión del diario Expreso, pocos días después de que Maradona fuera sancionado por la FIFA por haber arrojado positivo en el examen antidoping en pleno Mundial de Estados Unidos.

Lo reafirmo ahora, 26 años después. A mí el Maradona futbolista me pareció un genio y aseguró mi devoción, pero también y quizás más el Maradona persona, que debió lidiar con las profundas heridas y cicatrices que dejan la extrema carencia en cualquier ser humano y que de pronto es transportado a la riqueza y a la fama agobiante, y que a pesar de ello fue capaz de formarse criterio propio y sensibilidad política, sin que importe un rábano si sus ideas puntuales eran las acertadas o no.

Lo especial era ver a un futbolista capaz de manifestarse cuando muchos otros callaban y callan frente a las monstruosidades de este mundo (la pobreza extrema, la violencia, la marginación, etc.) y que vivió su propio infierno, del que no pudo librarse nunca a pesar de sus reiterados esfuerzos por lograrlo. A ese Maradona completo, mi homenaje hoy que ha decidido partir.

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Diego Maradona, Fútbol

Lo importante de la decisión anunciada por el presidente Sagasti de remover a los altos mandos policiales no radica tan solo en el anuncio en sí mismo, que de por sí es algo bienvenido luego de los atropellos institucionales cometidos durante las protestas por la asunción al mando de Manuel Merino.

Lo relevante, en términos políticos, es que resulta la primera señal de que Sagasti ha entendido que no le basta con asumir una actitud pasiva, centrada tan solo en los objetivos macro de combatir la pandemia, reactivar la economía o asegurar un proceso electoral limpio. Se trata de gobernar y de mandar, en una situación políticamente compleja, con una mayoría adversa en el Congreso y con una calle movilizada que no le va a perdonar la inacción.

No fue el caso de Valentín Paniagua, que llegó bajo similares circunstancias, pero sucedía a un régimen putrefacto, puesto en mayor evidencia por la aparición de los vladivideos y frente a lo cual lo único que se quería era una gestión honesta (a pesar de ello, Paniagua también acometió algunas decisiones ejecutivas).

Paniagua gozó de una luna de miel ciudadana que le permitió sobrellevar un momento terrible de la democracia con una solvencia ética indiscutible. No se le podía exigir más que la reconstrucción moral del país, en sus términos más básicos.

No es el caso de Sagasti. El actual gobernante necesita, por añadidura, mantener niveles de aprobación altos, que van a ser su único activo capaz de refrenar a la coalición vacadora, que hoy solo esta atontada por el mazazo popular recibido, pero que apenas se recomponga volverá a las andadas.

Los intereses mafiosos de un grupo de universidades, coligados a empresas corruptas del Club de la Construcción y lamentablemente a algunos conglomerados mediáticos capaces de sumarse a la desestabilización porque disminuye la publicidad estatal, están allí presentes y apenas sientan que pueden volver a tentar suerte lo harán sin tapujos, sin que les importe nada.

Sagasti está advertido. Lo peor que nos podría pasar como país es que las buenas maneras del Presidente sean síntoma de candidez política.

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Francisco Sagasti

Claramente lo que le importa a la izquierda es cambiar el modelo económico e introducir la posibilidad de que el Estado sea nuevamente propietario de empresas públicas, que haya controles de precios y, sobre todo, que sea el ente público quien diseñe y disponga una suerte de planificación obligatoria de las actividades empresariales privadas que resten.

Ese es su objetivo a la hora de plantear un cambio de Constitución. No les sobresalta, por el contrario, las enormes carencias constitucionales del sistema político, el cual, sin embargo, sí merecería urgente algunas modificaciones (la bicameralidad, por ejemplo).

Si de verdad se tratase de cambiar textos constitucionales, el camino es muy sencillo: se logra un importante número de votos en las elecciones congresales de abril y con la bancada resultante se plantean los cambios soñados. Pero la izquierda sabe que su destino electoral será inocuo para esos propósitos y necesita por ello de una epopeya refundacional como una Asamblea Constituyente para tratar, con ese talante, de lograr sus propósitos.

Hay que resistir este embate de un grupo minoritario del país, como es la izquierda. Las mayorías centristas y derechistas no pueden caer en el juego institucional de quienes apenas representan el 15% o poco más del electorado.

El modelo económico instaurado en la Constitución del 93 debe ser mejorado, pero para perfeccionar los mecanismos de libre mercado, no para desandarlos. Debemos ser una sociedad capitalista competitiva, no una mercantilista como la actual. Eso sí es urgente, pero para eso o no se necesita cambiar la Constitución o a lo sumo se requiere modificar uno o dos artículos, lo que es perfectamente factible con los mecanismos que la propia Carta Magna establece.

Es verdad que no todos los logros económicos de los últimos 25 años son atribuibles a la Constitución del 93, pero queda claro que si en ese lapso nos hubiese seguido rigiendo la del 79, el Perú no habría logrado las tasas de crecimiento que han permitido la reducción de la pobreza y de las desigualdades que hemos visto en estos lustros.

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Constitución del 93, Izquierda

Este lunes entrante el juez Víctor Zúñiga Urday decidirá si acoge el pedido del fiscal José Domingo Pérez para suspender a Fuerza Popular por dos año y medio de cualquier actividad política, como parte de la investigación preparatoria que se le sigue por el caso Odebrecht.

Ojalá no prospere el pedido y no se vicie de esa manera un proceso electoral como el venidero. FP debe poder postular libremente y sufrir las consecuencias de su desplome político. Deben ser las urnas las que cancelen la vigencia de un proyecto político que ha enrarecido la vida democrática del último lustro.

Hoy solo lo acompaña su núcleo duro al fujimorismo y alberga el mayor antivoto de todos los grupos partidarios en la contienda. Sería un milagro que pueda triunfar, peor aún luego de su indecoroso papel en la crisis política que se inició con la vacancia irregular de Martín Vizcarra y el aupamiento vergonzozo de Manuel Merino a la Presidencia y su posterior renuncia.

Los propios círculos de allegados que antaño acompañaban al fujimorismo han decantado en otros lares. Las candidaturas y listas de equipos técnicos o de congresistas de agrupaciones como las lideradas por Hernando de Soto, Rafael López Aliaga o el propio Fernando Cillóniz, hace cinco años seguramente hubieran estado dentro de las filas naranjas.

Ha surgido un impulso protorepublicano masivo en la protesta contra la vacancia. Cientos de miles salieron a las calles y millones participaron en defensa del orden democrático. Por su carácter descentralizado, fue superior inclusive a la convocatoria de la marcha de los Cuatro Suyos. Esa juventud es el principal dique de contención del fujimorismo, agrupación que gracias a las sucesivas torpezas de su lideresa Keiko Fujimori ha terminado arrinconada en un espacio populista, autoritario y conservador muy alejado de los nuevos vientos sociales.

No repitamos el error del 2016. Gran parte de la disfuncionalidad que hemos sufrido con PPK, Vizcarra y Merino, se ha debido al hecho de haber sacado de mala manera a Julio Guzmán y César Acuña de esa campaña.

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José Domingo Pérez

Si se tratase del gabinete inaugural de un gobierno entrante con un mandato de cinco años por delante, lamentaría la falta de concordancia plena entre varios ministros respecto de objetivos políticos y económicos cruciales. La agenda urgente del país exige un shock institucional jurídico por un lado, pero del otro un shock inversor que nos saque de la modorra capitalista en la que estamos inmersos desde hace más de un lustro.

Pero evidentemente no se trata de eso en estos momentos. El gabinete de Violeta Bermúdez tiene ante sí objetivos muy puntuales, y cumplirlos a cabalidad será más que suficiente en la rendición de cuentas que tocará hacerle al final de su gestión. Son 1) control de la pandemia; 2) reactivación económica; 3) aseguramiento de elecciones pulcras el próximo año; y agregaría dos más: 4) lucha contra la inseguridad ciudadana, la misma que se ha disparado producto de la recesión; y 5) defensa de algunos islotes institucionales que no pueden debilitarse, tales como la reforma educativa (Sunedu incluida) o la lucha anticorrupción (con pleno respaldo al equipo especial Lava Jato y Club de la Construcción).

En esa perspectiva, el de Merino no era un régimen de transición sino uno de restauración, que buscaba desandar reformas importantes y que parecía armado para allanarse a las mafias vacadoras (universidades y empresas corruptas en búsqueda de impunidad). Felizmente, este ingreso por la puerta falsa de la DBA fue frustrado por una calle republicana movilizada (a diferencia de Chile, acá el detonante de la algarada no fue económico sino político).

Como el de Paniagua, el régimen de Sagasti debe cumplir objetivos muy puntuales. Y tanto él como su gabinete parecen bien equipados para lograrlo. Si no se aparta de sus tareas esenciales habrá cumplido con creces. Y contra lo pensado, la primera gran víctima política de un buen desempeño de Sagasti y su gabinete será Martín Vizcarra, cuya mediocridad resaltará por contraste.

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Martín Vizcarra, Violeta Bermúdez

Vizcarra deja una herencia política gigantesca. Según la última encuesta del IEP, un 77% de la población aprobaba su gestión (un crecimiento de 17 puntos en medio de la crisis de la vacancia). La gran inquietud es hacia dónde se va a encaminar ese bolsón ciudadano ad portas de las elecciones del próximo año.

Nos sigue pareciendo desproporcionado el apoyo que el expresidente ha tenido, considerando una gestión sanitaria, económica y social bastante mediocre, pero lo cierto es que las cifras no engañan y existe un numeroso grupo de peruanos dispuestos a sumarse a un liderazgo político de centro como el que caracterizaba al exmandatario moqueguano.

Quienes con mayores posibilidades se asoman a recoger el patrimonio vizcarrista son aquellos líderes que mejor parados han salido luego del desmadre de la última semana, con un presidente vacado, otro renunciado y un tercero asumido hace pocas horas.

Allí destaca, sin duda, Julio Guzmán y el Partido Morado, que supo reaccionar de inmediato a la crisis poniéndose en el lugar correcto y en sintonía con la perspectiva ciudadana mayoritaria. En segundo término, Verónika Mendoza, quien con inteligencia estratégica se desmarcó rápidamente de la oligofrenia política de Marco Arana y el infantilismo radical de UPP. Finalmente, aunque en menor medida, por las limitaciones estructurales de las que adolece, George Forsyth, quien, con marchas y contramarchas intempestivas terminó, sin embargo, sumado a la orilla propicia.

Los grandes derrotados son, por supuesto, Acción Popular y Alianza Para el Progreso. AP es el principal autor de la crisis, llevados por una bancada que no respondía si no al único interés de llevar al inefable Merino a la Presidencia con la venia de líderes como Raúl Diez Canseco o Víctor Andrés García Belaunde. Solo una candidatura como la de Yonhy Lescano podría salvar a Acción Popular de un papelón en las elecciones de abril.

En el caso de APP, han sido los portentosos dichos y desdichos de su propio líder César Acuña, enceguecido con capturar cuotas de poder y sin percatarse de que a uno de a los que les convenía un tránsito normal hacia el 2021 con Vizcarra sentado en Palacio era justamente a él, más que a otros.

Se ha movido la foto electoral precedente. Tamaña crisis no ha sido en vano. Ha reseteado el tablero preelectoral vigente. El centro parecía atrapado por la grisura de sus líderes. Hoy retoma bríos.

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Julio Guzmán, Martín Vizcarra, Partido morado

Ha generado legítima expectativa el nuevo gobierno y la calle respira optimismo luego de haber sido derrotada la mafia vacadora, la misma que intentó inclusive volverse a meter por los palos lanzando una lista alternativa a la de Francisco Sagasti.

Pero la vigilancia democrática no puede amainar. La mafiosa coalición vacadora, conformada básicamente por un grupo de universidades (algunas de ellas no licenciadas, pero otras sí, aunque afectadas en su inflada rentabilidad precedente), que irritadas por el proceder de la Sunedu y del gobierno de Vizcarra en respaldo de la que debe ser una de las mejores reformas hechas en los últimos años en el país –la reforma universitaria– decidieron incendiar todo a cambio de lograr volver a fojas cero.

Baste leer la insolente carta de Telesup, del inefable José Luna, dirigida a la Sunedu para darse cuenta de que claramente este grupete espera que cambien las coordenadas políticas para intentar lograr su propósito de seguir operando. La presión mediática los hizo recular, pero se les vio el sucio fustán con meridiana transparencia.

No tengo constancia alguna, pero no me cabe dudas de que en este asunto vacador ha corrido mucho dinero sucio para aupar votos a favor de la vacancia y que la bolsa millonaria ha provenido de estas universidades gansteriles con ramificaciones en la vida política.

En esa medida, hay que estar muy alertas, porque van a volver a la carga. Algo contenidas van a estar al comienzo por la presión de la calle y el temor a que reaparezca con fuerza una ciudadanía movilizada que ya no está dispuesta a que la clase política la engatuse y menos aun corrompa el Estado y sus instituciones.

Con el ascenso de Merino y el premierato de Flóres Aráoz festejaron porque se les había presentado la virgen y hoy deben estar furiosos de que se cayó el tabladillo. Con sangre en el ojo, sin embargo, van a querer desestabilizar nuevamente al gobierno de Sagasti.

Saben que no les queda si no pocos meses para poder hacerlo. Porque en las elecciones del próximo año, el pueblo los va a castigar, les va a dar una paliza a los vacadores. Y entonces perderán toda oportunidad de lograr sus oscuros propósitos. Ciudadanía expectante, medios vigilantes y un gobierno alerta es lo que se necesita para impedir que se repita semejante trastada a la Patria.

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Antero Florez Araoz, Francisco Sagasti, Manuel Merino

No puede hacerse un correcto juicio político de la crisis suscitada por la vacancia si no se incluye en el banquillo de los acusados al propio expresidente Martín Vizcarra. Es más, por la forma como se sucedieron los hechos parece haber sido él un instigador del desenlace final.

No nos referimos tan solo a su eventual responsabilidad penal en los casos de corrupción por los que está siendo investigado y que se asoman como verosímiles. También debe mencionarse el modo displicente y premeditadamente torpe con el que condujo su última defensa ante el Congreso, donde acudió con un abogado que no habló y donde cargó baterías respecto de una defensa política y enfilando contra sus futuros juzgadores.

En medio de la segunda vacancia, el gobierno no atinó a presentar una nueva demanda competencial ante el TC ni una medida cautelar. Pudo haber activado también la carta democrática de la OEA o personalísimamente presentar un amparo. Nada de eso hizo.

Ya antes el propio Vizcarra propuso irse junto con el Congreso anterior, anuncio que fue quizás el mayor rapto de lucidez de su mandato. Vizcarra ha sido un gobernante mediocre y taimado, cuya altísima aprobación disimula las enormes falencias de su gestión. Hubiese sido estupendo que se marchara junto con el Parlamento fujiaprista y todo comenzara a fojas cero, con una elección refundacional.

No ocurrió así, sin embargo, y nos tuvimos que soplar una gestión disfuncional en lo sanitario frente a la pandemia, carente de iniciativa en materia económica y solo eficaz a la hora de generar operativos políticos que le permitiesen encaramarse en altos niveles de aprobación ciudadana.

Ese mandatario, que debió culminar su mandato el 27 de julio del 2021 y asumir el desgaste de su mala administración, hoy se ha ido en olor de multitud, victimizado por una turba congresal con menos visión de largo plazo que él.

Si Vizcarra se hubiera manejado con propiedad en este tramo final, la vacancia no se hubiera producido. Y el país no se vería sumido, como está hoy, en la incertidumbre, con el descontento ciudadano exacerbado, y con una crisis política que ojalá la elección de alguien correcto y honesto como Francisco Sagasti al mando de la nación ayude a solucionar.

Si en abril del 2021 triunfan candidatos aventureros, radicales o disruptivos, va a ser también responsabilidad de Vizcarra, quien tiró la toalla y desencadenó la crisis. Hoy el panorama electoral es tierra de nadie. Por pensar quizás en su futuro político al 2026 ha dejado en la estocada a un mayoritario sector del país.

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Martín Vizcarra

Por José María Salcedo

Sobrevolaba territorio asháninka. Iba en una de esas avionetas acrobáticas con uno de los increíbles y geniales pilotos de la Selva Central del Perú, auténticos artistas del aire o potenciales suicidas eólicos, o las dos cosas, no necesariamente contradictorias, me parece. Recuerdo esos vuelos con el cariño que a veces se recuerda el riesgo, la incertidumbre, el triunfo finalmente de la vida, en momentos como éste de encierro, cuarentena, virus, terror y mucha estupidez, cuando la mejor hazaña que puedes permitirte es salir a caminar por un malecón pletórico de perros cagones, transeúntes enmascarados y ciclistas de dudoso IQ.

Pero, en fin, vuelvo al vuelo. Vuelvo al vuelo de la avioneta y me doy cuenta ahora de que el que voy a narrar es un suceso de hace casi treinta años y que me tengo que apresurar antes de el posible alzheimer o el alemán como también le dicen convierta mi cerebro en un vuelo nuboso de avioneta sin destino, principio ni final. Sin padre ni madre. Sin compasión.

Sobrevolávamos territorio asháninka. Realizaba yo entonces un video para el CAAAP, Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica. Los asháninka de la Selva Central eran una de las comunidades apoyadas por esta institución dirigida por obispos de la Iglesia Católica. Ibamos en la avioneta, además del piloto, dos personas del CAAAP, el notable director de fotogafía y cameraman Juan Durand y yo. Doy un dato importante sobre el fornido Juan: su prominente barba. Barba rojiza si te acercabas o no tanto si la veías más de lejos o a contraluz: barba oscura y quizás amenazante para los no habituados. ¿Qué teníamos que hacer? Un documental sobre la forma en que los asháninka se recuperaban de la tragedia de la invasión terrorista, buscaban alternativas económicas, mejoraban su incipiente agricultura.

Más datos: las rondas armadas asháninka trataban aún de rescatar familias completas secuestradas por los terroristas de Sendero Luminoso. Si no la familia completa, al menos los niños huidos de alguna las aldeas de concentración y esclavitud erigidas en medio del monte, en las que el terrorismo los tenía confinados. En otras zonas aún había combates armados. Abimael Guzmán aún no había sido capturado. Años después se calcularía que el terrorismo le había costado a los asháninka el diez por ciento de su población. Diez por ciento. Saque usted la cuenta de lo que eso significaría si hubiera pasado con Lima, así de horrible, nada menos.

Nuestra avioneta se posó en el improvisado campo de aterrizaje de Betania, una de las comunidades asháninka que nos tocaba cubrir. Al posarnos sobre el césped que hacía de pista de aterrizaje, se acercó un grupo de pobladores, siempre con niños curiosos por delante como yo ya lo había visto en otras zonas. Los pobladores nos ayudaban con los bultos que incluían paquetes de medicinas y víveres para ellos mismos.

Reparé entonces en que pronto se vendría el atardecer. Y que no se podría perder ni un solo segundo si queríamos hacer tomas aéreas de la población , el río cercano y el resto del pequeño valle y la quebradita en la que nos enontrábamos. Hicimos entonces lo más práctico, lo único en verdad que se podría hacer en esa época en la que la fotografía con los llamados “drones” no estaba en el cerebro de nadie.

Rápidamente, Juan Durand, el piloto y yo sacamos la puerta de la avioneta desentornillándola con la misma facilidad con la que ya lo habíamos hecho en otras ocasiones: sacábamos la puerta y, ya en el aire, el camarógrafo se inclinaba al vacío mientras yo lo sostenía agarrándolo del cinturón y mientras el piloto, para el que tampoco aquello era una gran novedad, iba haciendo piruetas prácticamente acrobáticas acercándose a tierra, bajando, subiendo, volviendo a bajar y subir para que el camarógrafo tomara sus imágenes. Hoy puede parecer una locura, entonces no. No había otra forma de hacer un buen trabajo aunque, en la edición final, esas tomas aéreas representaran solamente segundos. Pero segundos gloriosos, que sin duda impresionarían al cliente que nos contrataba.

Bueno, de eso mismo se trataba también esta vez. Y así lo hicimos. Despegamos a toda velocidad, el sol estaba por inciar su sempiterna ceremonia del adiós. Volamos en círculo una y otra vez. Yo agarraba fuertemente el cinturón del robusto Durand, el piloto se lucía con las cabriolas prodigiosas al que el propio Durand, concentrado en el visor de su cámara, le obligaba.

Hasta que en un momento, Durand lanzó un grito que oímos perfectamente a pesar del ruido que emitía la avioneta: “¡Hey, qué están haciendo ahí abajo!”. Miré yo sobre el hombro de Durand, miró el piloto de costado lo suficiente como para darse cuenta y decirnos: “Carajo, están clavando troncos en el pasto”. Y sin que nadie le diga nada, empezó a descender. Durand y yo entonces nos dimos cuenta de que si no lo hacía en ese instante, los de abajo terminarían de clavar los troncos y nos sería imposible aterrizar. Sospeché que no era la primera vez que aquel piloto sufría un incidente de esa naturaleza. O quizás esa sospecha era solamente una forma de tranquilizarme: yo sentía pánico.

Al salir de la avioneta fuimos rodeados por un contingente de hombres armados. Unos con escopetas de retrocarga, otros, con arco y flechas. La resistencia asháninka contra los terroristas había empezado a base de arco y flechas y una que otra primitiva escopeta de caza. Los primeros tiempos de esta guerra desigual habían sido ignorados por la gran prensa de Lima. Luego se dotaría a los ronderos y comités de autodefensa de la región, de las famosas retrocargas. Hubo algún caso también en el que un párroco, un misionero franciscano, había ido a Lima a conmover corazones y bolsillos y conseguirles armas a sus diezmados feligreses indígenas.

Quienes nos rodeaban y apuntaban eran los integrantes de un comité de autodefensa y uno de ellos, sin uda el jefe, nos mostró su carnet, nada menos. Yo intenté balbucear una explicación: veníamos a hacer un trabajo que a ellos mismos les iba a beneficiar. Que era por su bien, eso les decía. Paternalistamente, tiempo después lo comprendí. Tiempo después. En ese momento no.

Aparentemente no me hacía entender. Los ronderos me hablaban en su lengua. Yo insistía en la mía, me temo que convertida en la lengua del miedo. En un momento se acercó un   personaje. A diferencia de los hombres  que blandían armas, vestidos de polo y pantalón −unos descalzos otro en zapatillas− este hombre vestía la famosa kushma que caracteriza a los asháninka. Normalmente, la kushma es una túnica o especie de poncho que cubre todo el cuerpo, con una abertura para la cabeza, de tejido más o menos tosco, decorado con anchas franjas o rayas verticales. Es el vestudario característico de estas comunidades de la Selva Central del Perú. He escuchado variadas explicaciones sobre sus orígenes, incluyendo la que asegura que la kushma deriva del hábito tradiciuonal del misionero franciscano.

El hombre de la kushma empezó a traducir lo que el líder de los ronderos me iba diciendo en un  tono bastante agresivo: desde abajo habían visto el sobrevuelo de la avioneta y a un hombre barbado asomándose mirando a la comunidad con un aparato negro, difícil de identificar. Tal vez un arma, una bomba, alguna terrible amenaza.

Le pedí entonces su cámara a Durand. No sé si temblándome la mano tomé la cámara e intenté explicarle que aquello era una cámara y que si Durand la apuntaba hacia abajo desde el aire era para sacar vistas de la tierra, del río, de la montaña. En fin, caramba, que estábamos trabajando.

Al jefe no parecía conmoverle nada de mi discurso. Por un instante, creí captarle una cierta sonrisa, quizás de desprecio, eso lo pensé bastante después. O esa supuesta sonrisa, una ilusión mía, nada más, era una forma de consolarme en mi tribulación. Porque el jefe siguió con una catarata de palabras incomprensibles que el hombre de la kushma convirtió en una sentencia alarmante: el que lleva la cámara tiene barba como Abimael Guzmán. Como Abimael Guzmán, nada menos. Durand trató de acercarse al jefe como si quisiera mostrarle la cara, pero el jefe lo detuvo con un gesto de la mano izquierda. La otra, la derecha, balanceaba la escopeta. No era prudente acercarse. Durand retrocedió.

Logramos explicar que la avioneta solo traía víveres, agua, alguna medicina, que la podrían revisar. Lo que no pudimos explicar fue por qué habíamos violado su espacio aéreo. Claro, entonces, al momento, no lo pensé en esos términos: “espacio aéreo”. Hoy puede parecer hasta cómico. Pero ciertamente lo que  no pudimos responder fue por qué no habíamos pedido permiso para sobrevolar su comunidad. Por qué no les habíamos pedido permiso a ellos, la autoridad, el Estado vigente en ese tiempo y en ese lugar.

Cuando escuchamos ese reclamo, el piloto de la avioneta trató de objetar aquel discurso punitivo y bastante humillante, con el argumento del libre tránsito por el territorio nacional. Cuando se disponía a redondear aquel argumento, yo tuve el acierto de hacerle callar.

Un instante después, cuando el atardecer nos encimaba, jefe y cuarilla formaron círculo y empezaron a discutir lo que yo suponía sería nuestra suerte. Suponía bien: mientras discutían, el jefe volteaba a mirarnos de reojo como para ver si seguíamos allí. Culminado el cónclave, el hombre de la kushma se acercó y nos transmitió la sentencia. Me doy cuenta ahora que esto escribo, que empleo la palabra “sentencia” prácticamente sin proponérmelo y que empleo la palabra “sentencia” con bastante propiedad. Porque de eso se trataba.

El hombre de la kushma nos comunicó que quedábamos detenidos y que al dia siguiente, temprano en la mañana, la asamblea de la comunidad decidiría qué hacer con nosotros.

Y nos trasladaron a una cabaña en la que permaneceríamos toda la noche. Allí quedamos el piloto, Durand, las dos personas del CAAAP y yo. Y a la puerta de la cabaña, de centinela, vigía y carcelero, el hombre de la kushma, premunido ahora de una de las escopetas que yo había visto entre los integrantes del séquito del jefe.

Noche en vela por supuesto, no sé en verdad si hace falta decirlo. Y noche de un inmenso y angustioso calor. La poca agua embotellada que habíamos logrado llevar hasta la celda−cabaña pronto acabaría. El calor digo, era angustioso por ser calor y por nosotros lo que éramos: prisioneros a la espera de sentencia por el jurado imoredecible que se formaría al amanecer.

El hombre de la kushma, nuestro vigía, centinela y carcelero, a la puerta de nuestra cabaña, nos mira de vez en cuando y noto por un instante en su rostro un cierto rasgo de simpatía o compasión. Es solo un instante, quizás estoy proyectando en mi cerebro lo que yo deseo que esté ocurriendo, pero quién sabe.

Poco después, empieza a parecerme que ni su cuerpo ni su rostro encajan totalmente con las características físicas de los hombres que nos detuvieron, ni de los asháninka en general, por lo menos de lo que yo hasta entonces conocía de ellos. El hombre de la kushma era, como decirlo, algo diferente. Y se lo pregunté, me atreví.

Y me respondió. Y su relato sería perfectamente una historia cinematográfica. La película que yo jamás haré pero algún otro quién sabe. Por lo tanto, diré poco, lo suficiente o quizás menos que eso todavía.

El extraño, así le llamo ahora −qué cosas tiene el lenguaje− era japonés. Bien, digamos que hijo de japonés con una mujer asháninka, lo admito. Pero hijo de japonés, es japonés. El padre japonés, nada menos que uno de esos soldados del emperador que jamás creyó que Hiroito se hubiese rendido. Y que la suerte trajo hasta la Selva Central del Perú. La forma cómo llegó hasta aquí me la reservo por el momento. Si les parece extraordinaria la historia de un hijo de soldado japonés en la puerta de mi prisión en Betania, no saben lo que significa “extraordinaria” si no conocen la forma como llegó hasta alli aquel soldado fiel de un emperador que se había rendido a pesar de ser un dios. El emperador podría haberle traicionado pero él nunca traicionaría al emperador. Pero esa historia, ahora por lo menos, no la voy a contar.

Y entonces el extraño me pareció algo menos extraño porque, en todo caso, era un inventor de historias más o menos como yo y el documental que ahora estaba interrumpido pero que yo tenía que hacer de todas maneras, para eso estaba allí, de eso vivía. Pero el extraño japonés se daría cuenta de que yo no le creía o que quizás no le daba importancia a su relato.

Y dejó la escopeta apoyada en el marco de la puerta de la cabaña, metió la mano en la kushma y sacó lo que al principio me pareció una libretita rotosa y ajada pero que luego, con un poco más de luz, pude obervar con verdadero asombro. Lo que vi entonces fue un pasaporte japonés. Y me dijo que era el pasaporte de su padre. Y me abrió la página en la que aparecía la fotografía de un hombre serio, mirando a cámara con cierto asombro, como si esperara de ella alguna sorpresa quizás injusta y cruel.

Hijo de soldado japonés enterrado en algún lugar de la Selva Central del Perú, quizás por allí mismo, quién sabe si demasiado cerca de la cabaña que el destino ha querido que su hijo vigile con un arma en la mano y un pasaporte vencido como el talismán de un mundo que fue pero que …¿podría volver a ser?

Quedo en silencio. Sé que el japonés de kushma ha de haber esperado que yo diga algo, epro me he quedado en silencio, he rumiado por un instante la profunda tristeza que habrá tenido su padre traicionado por un emperador. Aunque también me digo: ¿y si el hombre ha sido feliz y si ha encontrado aquí lo que perdió sin rendirse a pesar de las  órdenes, la mujer, por ejemplo, que sería la madre del extraño ya no tan extraño de la kushma?

Sumido silencioso enesas cavilaciones, algo físico me pasa, una sensación: vislumbro por una pequeña ventanilla de nuestra cabaña, una cierta luz o resplandor. Me acerco y me doy cuenta de que lo que estoy mirando entonces es la luz, posiblemente generada por algún motor o algo parecido, que sale de una cabaña similar a la nuestra, pero con una ventana más grande. Y al acercarme aún más a  nuestro ventanuco ya entiendo perfectamente que estoy mirando al cuarto de esa cabaña y que del cuarto de esa cabaña distingo, increíblemente, un refrigerador. Como si se tratara de un sueño surrealista, producto quizás de una pesadilla nacida de mi calor insoportable y mi sed brutal y desesperante, se abre ese refrigerador y aparece, contundente y esplendorosa, una botella familiar de Coca Cola.

Sé ahora por cierto lo que se puede estar pensando al leer el párrafo anterior: que todo no ha sido más que un sueño. Pero ha sido más, mucho más que un sueño.

Al darme cuenta de la verdad de aquello, mi cerebro selecciona con preferencia absoluta un detalle de esa realidad: si la Coca Cola aparece en un refrigerador es porque el refrigerador debe estar funcionado: funciona a kerosene o con motor, como la luz que ilumina aquella habitación. Y esta es la broma que el cerebro nos hace de vez en cuando, la broma del detalle, aparentementre absurdo detalle. En mi caso, en aquella cabaña, el detalle de una Coca Cola perfecta, absoluta, rotunda, terminantemente helada. Helada.

Y ese fulgor, esa iluminación, ese detalle, es lo que me impulsa a decirle al hombre de la kushma, mi carcelero, que yo, con mis poderosas influencias em Lima, puedo conseguir que el Japón le reconozca como ciudadano, le de su propio pasaporte y le reciba con todos los honores, como el hijo de un soldado heroico que dio su vida por el emperador.

La sed me hace convincente. El hombre me mira con creciente entusiasmo. O quizás tampoco él me cree inicialmente pero le estoy regalando un momentito de deleite e ilusión. Y entonces me siento listo para ponerle mi condición: si es que me deja salir un instante para ir hasta la otra cabaña y comprar esa prodigiosa Coca Cola. Soy un traidor. Las posibilidades que yo tengo de conseguirle a ese hombre su pasaporte y su patria son francamente remotas. Pero qué voy a hacer: mi maldito cerebro me ha traicionado con ese pequeño detalle de la temperatura de la Coca Cola.

Salgo de la cabaña, me escolta con su escopeta el futuro súbdito del emperado pero, a los pocos pasos, me intercepta parte de la cuadrilla del comité de autodefensa, están haciendo su ronda. El casi japonés habla con ellos en su lengua. Uno de ellos ríe, desaparece en la noche y reaparece portando una enorme vasija nacida de una calabaza partida o algo así. Me extiende la vasija. La miro. Contiene un líquido rosáceo y algo viscoso. Y el hombre de la kushma me dice que es masato. Masato fermentado ¿de yuca rosada? Y entonces mientras yo miro intrigado, el hombre en ronda que me ha mostrado la vasija me dice en castellano: “Gringo, si quieres Coca Cola toma primero masato”. Y cuando acabó la frase, los demás rieron y terminaron su risotada con ese aullido agudo, animal y festivo, con el que los asháninka, cuando están en grupo, suelen terminar sus cantos y algunas de sus prolongadas conversaciones.

Tomamos esa noche la helada Coca Cola. Al amanecer nuestro guardián y tres asháninka más nos escoltaron hasta la casa comunal. En el camino, mientras iba clareando, vimos a un nombre soplando un cuerno que parecía de toro: estaba llamando a la asamblea. Reunidos todos en la casa comunal yo empecé a explicar, con la traducción del futuro japonés, lo que era una cámara de video, cómo funcionaba, para qué servía y qué hacíamos nosotros allí. Y que ese mismo día, en nuestra avioneta, teníamos que regresar a Satipo y que, por favor, nos dieran permiso para trabajar y que, hombre blanco parece arrepentido, pedíamos mil disculpas por no haber pedido permiso para sobrevolar, para filmar y para todo lo que hiciera falta. Y hombre blanco se iba sintiendo estúpìdo porque a medida que hablaba veía o creía ver y escuchar y sentir que se estaban riendo de él. Hasta que acabó su discurso, se pasó a una votación y la mayoría decidió que podíamos filmar. Todos respiramos y yo me di cuenta de que ya directamente, la gente se estaba riendo de mí.

Y me acerqué al jefe, al severo jefe de la escopeta siniestra y le dije:

—¿Sí entienden castellano, no?

—Claro pues gringo…

—¿Y entonces por qué me hacen todo esto?

—Por joder.

Vimos, filmamos, hablamos, grabamos. Volvimos hasta donde habíamos dejado la avioneta y le colocamos la puerta encajando perfectamente cada tornillo, con delicadeza, casi con amor. Y emprendimos vuelo, casi con nostalgia.

Y mucho tiempo después yo recibí una tarjeta postal del Japón. Estaba escrita en castellano. En un castellano un poco extraño, debo admitir. Me recordaba un extraño incidente en una cabaña, en una tórrida noche, en la Selva Central del Perú.

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Chema Salcedo
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